El misterio de Wraxford Hall (14 page)

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Authors: John Harwood

Tags: #Intriga

BOOK: El misterio de Wraxford Hall
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Temblando como si estuviera a punto de ser mordido por una serpiente, me acerqué a la empuñadura de la espada. Cuando mis dedos tocaron el frío metal, oí un sonido ahogado, seguido de un golpe seco, a mi espalda. Ese ruido acabó de romperme los nervios y me retiré directamente hacia la biblioteca. Cuando por fin llegué al rellano, con el sonido de mis propios pasos reverberando a mi alrededor, oí otro grito proveniente de la oscuridad de abajo. Por un instante creí que era Drayton, hasta que lo vi tumbado en el suelo, en las sombras, junto a la silla, y me di cuenta de que el Altísimo le había llamado a su presencia.

Recuerdo que encontré a la anciana criada Sarah temblando a los pies de la escalera, pensando que había regresado el fantasma. (Recibió la noticia de la desaparición de su señor con indiferencia, pero estalló en lágrimas cuando le conté lo de Drayton). Recuerdo que salí dando traspiés hacia el
cottage
y llamando en vano a Grimes, que ya estaba borracho, cogí un farol de su mujer y salí en camino hacia Melton en plena oscuridad. Pero el frío no abandonó mis huesos y los temblores aumentaron a medida que caminaba, hasta que los dientes me tabletearon en la cabeza. Creo que debí de permanecer varias horas agazapado junto al fuego en la posada Coach and Horses, incapaz de conseguir que mis dientes dejaran de castañetear, y con la extraña sensación de estarme viendo a mí mismo desde lo alto, desde algún lugar cerca del techo; y después ya estaba temblando en una cama extraña, con el rostro muerto de Drayton dando vueltas en mis pesadillas, mientras ardía de fiebre y me congelaba sucesivamente. Otros rostros vinieron y se fueron en mi delirio, el de Magnus entre ellos, pero no puedo decir cuáles eran reales y cuáles meras alucinaciones.

La fiebre hizo crisis al cuarto día, dejándome muy débil pero, aparte de eso, perfectamente. El doctor que me atendió —George Barton, de Woodbridge, un individuo afable y sensato de cuarenta y cinco años, aproximadamente— me dijo que la mansión y el bosque habían sido batidos a conciencia sin resultado. No me atreví a preguntar si habían abierto la armadura; sus modales francos y cordiales no invitaban a hablar de alquimia y ritos sobrenaturales.

Magnus vino a verme a la mañana siguiente, pidiéndome todas las disculpas posibles por mi horrorosa experiencia; estaba en Devon cuando se dio la alarma y no había llegado hasta última hora del día siguiente. Aún no había noticias de Cornelius.

—¿Ha ido usted a la mansión? —pregunté.

—Sí, ayer estuve todo el día allí. El inspector Roper, de Woodbridge… ¿lo conoce usted?, el inspector Roper pensaba que yo debía mirar en los papeles de mi tío para ver si nos aportaban alguna pista…

—¿Y…?

—Me temo que no tenemos nada. Parece que quemó gran cantidad de papeles… ¿vio usted las cenizas en la rejilla de la chimenea? Creo que quemó incluso el manuscrito de Tritemio. Aún quedaban algunos fragmentos, y creo que reconocí la escritura, pero todos ellos se desmenuzaban en cuanto se tocaban.

—«Quemaré mis libros…»
[32]
.

Las palabras de Fausto vinieron involuntariamente a mis labios.

—Confieso —dijo Magnus— que ese mismo pensamiento se me ocurrió a mí…

—¿Y… la armadura?

—Vacía. Le mostré al inspector Roper el mecanismo y le conté algo acerca de la obsesión alquímica de mi tío, pero rechazó todo el asunto diciendo que eran supersticiones medievales. Tiene la idea de que Drayton se equivocó al pensar que había visto retirarse a mi tío… y… sí, ya sé que usted encontró todas las puertas cerradas por dentro, pero Roper insiste en que la puerta que usted forzó debía de estar sólo atascada, y no cerrada con llave.

Cuando despegué los labios para protestar ante esa afirmación me di cuenta de que no podía jurar positivamente que la cosa fuera tal y como yo la había contado. La fiebre había enturbiado mi memoria.

—Como ve, no es fácil discutir contra el pétreo sentido común. Roper, sólo para completar su teoría, piensa que mi tío abandonó la casa en algún momento a lo largo de la tarde anterior, en todo caso, no más tarde del anochecer, y que la tormenta lo sorprendió en el bosque. Como él dice, uno puede pasar a tres pies de un cuerpo en los bosques de Monks Wood y no darse cuenta de que está allí.

—¿Y usted? —pregunté—. ¿Qué
cree
usted?

—Estoy casi inclinado a estar de acuerdo con Roper, aunque sólo sea porque la alternativa parece completamente monstruosa… Y ahora, mi querido amigo, no debo abusar más de sus fuerzas. No sé qué habrá sido de mi tío, pero tendré que solicitar un certificado de fallecimiento, y si usted no encuentra ningún conflicto en ello, me encantaría que se ocupara de mis asuntos. A propósito, me gustaría saber, puesto que el inspector Roper parece decidido a ignorar las posibilidades más oscurantistas, si el asunto de Tritemio y de la armadura podría quedar entre nosotros… la reputación de la mansión ya es lo suficientemente siniestra.

Le aseguré que todo eso quedaría como un secreto entre nosotros. Y con esa conversación tan poco concluyente, nos despedimos.

Se deducía que Cornelius no había puesto por escrito ninguna de aquellas extrañas provisiones que había proyectado durante su última conversación con Magnus, y que los términos del testamento de 1858 permanecían inalterados, aunque podrían pasar otros dos años, tal y como estaban las cosas, antes de que se concediera el certificado de fallecimiento. El señor Cornelius Wraxford les había dejado cien libras a Grimes y a Eliza, y otras cien a Drayton y a Sarah (que evidentemente había sido la mujer conviviente de Drayton; supe después que su mujer legal le había abandonado muchos años antes). Mi padre no había mencionado estas disposiciones, y me sorprendió su generosidad. Todo lo demás era para Magnus: una pesada carga en lugar de una cuantiosa herencia, porque la propiedad estaba cargada con innumerables deudas.

Hubo una extraña coda a la desaparición de Cornelius. Un par de meses después del suceso, estaba yo conversando con el doctor Dawson, que se había hecho cargo del dispensario local, y me contó la historia de un paciente suyo que había muerto recientemente. Este hombre, un obrero itinerante, había estado en los bosques de Monks Wood la noche de la gran tormenta (posiblemente para revisar algunas trampas que hubiera puesto allí, pero esto sólo era una suposición). En cualquier caso, se había perdido y vagó por el monte hasta que llegó a la vieja capilla de Wraxford. Agobiado por el calor asfixiante, se tumbó a descansar un poco junto a la entrada, se quedó dormido y se despertó cuando ya era de noche. La tormenta aún no se había desatado, pero con las estrellas oscurecidas por completo, no se atrevió a moverse: no podía ver absolutamente nada.

Entonces, un relampagueo de luz se adivinó en la negrura, titilando entre los árboles a medida que se acercaba a él. Pensó en gritar para pedir ayuda, pero algo en aquel silencio y aquel decidido aproximarse lo pusieron nervioso. (En todo caso, aquel hombre no era de por aquí, y no sabía nada acerca de la fama de la mansión). A medida que la luz se acercaba más y más, pudo descubrir la figura de un ser humano, aunque no podía distinguir si era hombre o mujer, con un farol en la mano. De nuevo estuvo a punto de gritar cuando vio que la figura iba envuelta… no en un capote de lluvia, sino en hábitos de monje, con el capuz echado sobre la cabeza. Entonces comenzó a temer por su alma, y habría corrido desesperado hacia el bosque, pero sus miembros estaban paralizados por el miedo. Las ramas crujieron bajo sus pies cuando la figura pasó a su lado; era alto, dijo, demasiado alto para ser un hombre mortal, y cuando pasó junto a él pudo adivinar bajo el capuz algo como la palidez mortal de la carne… ¿o era el hueso?

La figura no se detuvo, sino que se adelantó directamente hacia la puerta de la capilla. El obrero oyó que estaba utilizando una llave, y el crujido y el chasquido de una cerradura, y después, el chirriar de las bisagras cuando la puerta se batió hacia el interior y la figura entró en la capilla, cerrando la puerta tras él. El resplandor del farol refulgió a través de una ventana enrejada.

Ahora tenía la posibilidad de huir… Sabía que si la figura volvía a salir, le vería. Pero sólo podía ir tan lejos como la luz de la ventana pudiera guiarle, por temor a caer y permitir así que aquella criatura embozada se abalanzara sobre él. Comenzó a avanzar a gatas alrededor de la capilla, manteniéndose en el límite del difuso semicírculo de luz. Entonces vio que la ventana no tenía cristal, y que sólo cuatro oxidadas barras de hierro le separaban de lo que estaba ocurriendo en el interior.

La figura encapuchada permanecía con la espalda vuelta hacia él, de cara a un sepulcro de piedra que se encontraba en la pared de enfrente; el farol colgaba de un gancho en lo alto. Mientras observaba, la figura se adelantó y empujó la losa del sarcófago y allí se oyó el rechinar de la piedra sobre la piedra. De nuevo le fallaron los miembros; sólo pudo observar cómo la criatura cogió el farol, se apoyó en el borde, y con un movimiento rápido se tumbó en el interior del sepulcro, recolocando la losa cuando lo hizo, hasta que sólo quedó un hilillo de luz amarilla en la rendija. Un momento después, también esa luz se extinguió, y el obrero se quedó de nuevo en la más absoluta oscuridad.

Entonces recuperó todas sus fuerzas y se lanzó ciegamente al interior del bosque, cayendo y tropezando de un obstáculo en otro, hasta que se derrumbó de cabeza en el tronco de un árbol. Más tarde, después de un tiempo que no pudo fijar, el violentísimo estallido de un trueno le despertó. Incluso bajo los árboles, iba calado hasta los huesos, y cuando finalmente pudo abandonar arrastrándose los bosques de Monks Wood, a la mañana siguiente, se encontraba peor que nunca en su vida. Lo llevaron al dispensario, donde sobrevivió al primer absceso de fiebre y pudo contar su extraño relato al doctor Dawson, pero sus pulmones nunca se recuperaron, y otra infección acabó con él antes de que concluyera el mes.

Dawson, aunque pensaba que era una historia pintoresca y que valía la pena contarla, naturalmente, consideraba la desafortunada historia de aquel hombre como un sueño provocado por el delirio y la fiebre. Por supuesto, yo estuve de acuerdo con él, pero me recordó de un modo desasosegante la vieja superstición sobre la mansión, y la imagen de una figura encapuchada con un farol inquietó mi imaginación durante muchos meses después…

Tercera parte:
Narración de Eleanor Unwin

1866

Todo comenzó con una caída, poco después de mi vigésimo primer cumpleaños, aunque yo no recuerdo nada entre el momento de haberme ido a la cama, como siempre, y el momento de despertarme tras un larguísimo descanso sin sueños. Me encontraron a primera hora de la mañana aquel día de invierno, tendida a los pies de la escalera, en camisón, y me llevaron de nuevo a mi habitación, donde permanecí inconsciente, y respirando con dificultad, durante el resto del día y la noche siguiente, hasta que me desperté y me encontré al doctor Stevenson inclinado sobre mí. Su cabeza estaba rodeada por un halo de luz verdaderamente extraordinario, que se difuminaba en todos los colores del arco iris… una luminiscencia tan sutil y al tiempo tan viva que me hizo pensar que antes de aquello no había visto en realidad ningún color. Permanecí extasiada por la belleza de aquel halo, demasiado absorta como para entender lo que el doctor me decía. Y durante mucho tiempo —minutos, horas… no sé— todos aquellos que se acercaron a la cabecera de mi cama aparecían bañados en aquella luz sobrenatural, como si mi madre y mi hermana Sophie hubieran salido de las páginas de un viejo libro manuscrito que yo había visto en cierta ocasión… En cada uno de ellos la luz era sutilmente distinta, los colores brillaban y cambiaban a medida que ellos se movían o hablaban. Un versículo me rondaba la cabeza constantemente: «Ni siquiera Salomón, en toda su gloria, se vistió como uno de ellos…»
[33]
. Entonces, me comenzó a doler la cabeza, cada vez más y más, hasta que me vi forzada a cerrar los ojos y a esperar a que el somnífero hiciera efecto. Cuando desperté, aquella luminiscencia ya había desaparecido.

Todo el mundo suponía que me había caído mientras caminaba sonámbula, una costumbre tan frecuente en mí que cuando era niña mi madre amenazó con encerrarme en una habitación. Pero nunca me había hecho daño hasta entonces. En realidad, mamá nunca se había mostrado muy compasiva con aquella debilidad. Decía que aquello era una prueba más de mi naturaleza egoísta y obstinada, y que me había inventado aquella caída por las escaleras justamente una semana después de que mi hermana hubiera aceptado una propuesta matrimonial. El hecho de que Sophie fuera más joven que yo sólo contribuía a aumentar la ofensa. Porque si yo me hubiera esforzado en hacerme agradable a la vista de los demás, en vez de estar siempre escondida con un libro, también podría haber conseguido un compromiso matrimonial. Yo pensaba que su prometido era un vacuo estúpido, pero no podía negar que yo siempre había resultado una verdadera incomodidad para mi madre.

Aunque en mi vida despierta yo era bastante más valiente que Sophie, siempre había sido más propensa a sufrir pesadillas, así como al sonambulismo. Cuando me hice mayor, los paseos nocturnos se hicieron menos habituales, pero las pesadillas aumentaron en mí la sensación de opresión y angustia. Había una en particular, muy recurrente, que se desarrollaba en una casa enorme que yo no había visto jamás, de eso estaba segura. No era en absoluto como la villa de ladrillos rojos de Highgate donde siempre habíamos vivido, y la casa que aparecía en un sueño nunca era exactamente como la del sueño siguiente, y, sin embargo, siempre que ocurría, yo sabía que estaba en aquel preciso lugar. Siempre estaba sola, perfectamente consciente del silencio, sintiendo que la casa estaba viva, que me observaba, sabedora de mi presencia allí. Los techos eran altísimos, y tenía las paredes paneladas en maderas oscuras, y aunque había ventanas, nunca pude ver nada más allá de los cristales.

En ocasiones sólo permanecía allí durante un breve periodo de tiempo y me despertaba pensando: «He estado en esa casa… otra vez»; pero cuando el sueño llegaba hasta el final, me veía obligada a ir de una sala vacía a otra, aterrada y, sin embargo, incapaz de detenerme, sabiendo que debería correr y huir escaleras abajo —en ocasiones, unas escaleras magníficas y lujosas; en otras, estrechas y viejas—; después, desde una de aquellas habitaciones iba hasta el final de una galería: era una sala muy grande amueblada con arcones tallados y biombos de madera barnizada recubiertos con retorcidos dibujos dorados. En uno de aquellos sueños me veía arrastrada hasta el interior de esa galería, donde había un estrado bajo, sobre el cual se encontraba una estatua de una fiera parecida a una pantera a punto de saltar; era una estatua de metal fundido y muy brillante. Una gélida luz azul comenzaba a resplandecer alrededor de la estatua; y una vibración, como el zumbido de un insecto gigante, se adueñaba de mi cuerpo. Entonces me despertaba gritando y aterrorizada.

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