El misterio de Sittaford (7 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: El misterio de Sittaford
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—¡Buenos días, comandante Burnaby!

—¡Hola!

—Un tiempo terrible, ¿verdad? —dijo el joven, que parecía deseoso de charlar—. Hacía muchos años que en Exhampton no sufríamos estas inclemencias.

El muchacho hablaba con entusiasmo, pero el comandante lo atajó diciendo:

—Le presento al inspector Narracott.

—¡Oh, tanto gusto! —exclamó el joven, agradablemente excitado.

—Necesito informarme de algunas cosas que, según creo, usted podrá indicarme —explicó el policía—. Me han dicho que ustedes gestionaron el arrendamiento de la casa de Sittaford.

—¿A Mrs. Willett? Sí, señor, fuimos nosotros.

—Le agradecería que me diese detalles completos de cómo se presentó ese asunto. ¿Vino esa señora en persona o les escribió una carta?

—Recibimos una carta. Ella nos escribió desde... espere un momento... —y abrió un cajón del que sacó una carpeta—. Sí, desde el Hotel Carlton, de Londres.

—¿Mencionaba ya en su carta esa casa de Sittaford?

—No, se limitaba a decir que quería alquilar una casa durante todo el invierno. Tenía que ser precisamente en la región de Dartmoor y la vivienda tenía que disponer, por lo menos, de ocho dormitorios. No le importaba que estuviese cerca o lejos de una estación de ferrocarril o de una ciudad.

—¿Figuraba en sus libros la casa de Sittaford?

—No, señor, no lo estaba; pero el caso es que era la única casa de la región que cumplía perfectamente las condiciones pedidas. La dama mencionaba en su carta que estaba dispuesta a llegar hasta doce guineas en el precio y, en vista de esas circunstancias, pensé que valía la pena escribir al capitán Trevelyan y preguntarle si le interesaba alquilar su mansión. Contestó afirmativamente y pudimos arreglar el asunto.

—¿Sin que Mrs. Willett viese la casa?

—Ella aceptó alquilarla sin verla, y así firmó el contrato. Después vino un día por aquí, fue a Sittaford, visitó al capitán Trevelyan, arregló con él todo lo referente a la vajilla y a la ropa de la casa que tenía que dejarle, y entonces recorrió la casa entera.

—¿Se mostró muy satisfecha de haberla alquilado?

—Cuando volvió por aquí nos dijo que estaba encantada de haberlo hecho.

—¿Y qué piensa de todo esto? —preguntó el inspector Narracott, sin dejar de fijar su escrutadora mirada en el joven.

Éste se encogió de hombros.

—Si estuviese usted en este negocio inmobiliario, se acostumbraría a no sorprenderse nunca de nada —contestó.

Con esta observación filosófica terminaron la entrevista, dándole el inspector las gracias al joven por su amable ayuda y rogándole dispensara la molestia que pudieran haberle ocasionado con la investigación.

—Absolutamente ninguna —replicó el cortés joven—. Ha sido un placer para mí, se lo aseguro.

Y les acompañó amablemente hasta la puerta.

La oficina de los señores Walter & Kirkwood estaba, como el comandante Burnaby había dicho, en la puerta contigua a la de los agentes inmobiliarios. Una vez allí, se enteraron de que Mr. Kirkwood acababa de llegar y fueron acompañados a su despacho.

Mr. Kirkwood era un hombre de edad madura y benigna expresión, nacido en Exhampton, que había sucedido a su padre y a su abuelo en aquel negocio.

Se levantó de su silla, puso la cara más ceremoniosa que pudo y estrechó la mano del comandante.

—Buenos días, comandante Burnaby —dijo—. ¡Qué asunto tan espantoso!, ¿verdad? Realmente terrible, horripilante. ¡Pobre Trevelyan!

Tras esos comentarios miró a Narracott con curiosidad, por lo que el comandante Burnaby explicó en pocas y sucintas palabras la presencia del policía.

—Así pues, inspector, usted es el que se encarga de este caso.

—Sí, Mr. Kirkwood. Y en el curso de mi investigación he venido a pedirle ciertas informaciones.

—Consideraré un placer podérselas dar, siempre que me sea posible —dijo el abogado.

—Se trata del testamento que dejó el finado capitán Trevelyan —indicó Narracott—. Tengo entendido que ese testamento está aquí, en su oficina.

—Así es, en efecto.

—¿Hace mucho tiempo que el capitán formuló su última voluntad?

—Hará unos cinco o seis años. En este instante, no puedo precisarle con seguridad la fecha exacta.

—Mr. Kirkwood, estoy ansioso por conocer el contenido de ese documento tan pronto como sea posible, porque bien puede ser que desempeñe un importante papel en este caso.

—¿De verdad? —exclamó el abogado—. Sí, claro está, no se me había ocurrido, pero, naturalmente, usted conoce su oficio mejor que yo, inspector. Bueno... —y dirigió una mirada hacia el otro visitante—... el comandante Burnaby, aquí presente, y un servidor, somos los albaceas y ejecutores de dicho testamento. Si él no tiene inconveniente...

—Por mi parte, ninguno —indicó el comandante.

—Entonces, no veo razón alguna que se oponga a que accedamos a su requerimiento, inspector.

Y descolgando un teléfono que tenía encima de la mesa, profirió unas cuantas palabras en voz baja.

Al cabo de dos o tres minutos, un empleado entró en la habitación y dejó un sobre lacrado delante del abogado. Cuando el empleado hubo salido del despacho, Mr. Kirkwood tomó en sus manos el sobre, lo rasgó con un abrecartas, extrajo de él un voluminoso documento de aspecto importante, carraspeó para aclarar su garganta y empezó a leerlo:

«Yo, Joseph Arthur Trevelyan, residente en mi mansión de Sittaford, en el condado de Devon, declaro que ésta es mi última voluntad que suscribo el trece de agosto de mil novecientos veintiséis.

»1.— Nombro a John Edward Bumaby, residente en el n°l de los chalés que existen en el mentado lugar de Sittaford, y a Frederick Kirkwood, residente en Exhampton, únicos albaceas y ejecutores testamentarios de éstas mis últimas voluntades.

»2.— Lego a Robert Henry Evans, quien durante largos años me ha servido lealmente, la suma de 100 libras (cien libras esterlinas), libres de derechos que puedan mermarlas, las cuales le cedo para su propio provecho, siempre que él continúe a mi servicio en el momento de ocurrir mi muerte y que prometa no abandonar esta localidad después de recibir mi legado.

»3.— Lego al susodicho John Edward Burnaby, en prueba de nuestra amistad y de mi afecto y consideración hacia él, todos mis trofeos deportivos, incluyendo entre ellos mi colección de cabezas y pieles de caza mayor, así como todas aquellas copas y premios de cualquier clase que se me hayan concedido por mis méritos en concursos y competiciones deportivas, y también todos los trofeos de caza que me pertenecen.

»4.— Deseo que todas mis propiedades personales, mobiliarias e inmobiliarias, de las que no se haya hecho mención especial en cualquier otro legado de este testamento, o bien en codicilos posteriores a él, sean entregadas a mis albaceas testamentarios con la condición de que ellos las vendan, convirtiéndolas en su totalidad en dinero efectivo.

»5.— Mis albaceas testamentarios separarán del producto de dichas ventas la cantidad necesaria para satisfacer todos aquellos gastos que ocasione mi muerte, así como los relativos a la tramitación del cumplimiento de mis últimas voluntades, los funerales que se me dediquen y las deudas que yo haya podido dejar impagadas, e igualmente los que se produzcan del pago de los derechos reales relativos a los legados que antes se han mencionado en este testamento y los que figuran en cualquier codicilo agregado al mismo.

»6.— Mis albaceas testamentarios dividirán en cuatro partes iguales la cantidad que quede, después de cumplimentar la cláusula anterior.

»7.— Después de efectuada dicha partición, mis albaceas testamentarios entregarán una de las partes a mi hermana Jennifer Gardner, que podrá disfrutar de su absoluta propiedad sin limitación alguna. Las tres partes restantes deberán ser entregadas por mis albaceas testamentarios a los tres hijos de mi difunta hermana Mary Pearson, una a cada uno de ellos, pasando a ser propiedad absoluta de los beneficiados sin limitación alguna.

»En testimonio de lo cual, yo, el citado Joseph Arthur Trevelyan, firmo este documento por mi propia mano, en el día y año que se ha apuntado en su encabezamiento.

«Certificamos que el susodicho testador ha firmado ésta, su última voluntad, estando presentes nosotros dos al mismo tiempo, después de lo cual, a presencia del testador y requerido por él, firmamos a continuación como testigos.»

Mr. Kirkwood entregó al inspector este documento.

—También firman como testigos dos de los empleados de mi oficina.

El policía echó una mirada al documento y se mostró muy pensativo.

—Aquí dice: «mi difunta hermana Mary Pearson» —comentó—. ¿Puede decirme alguna cosa referente a Mrs. Pearson, Mr. Kirkwood?

—Muy poco, recuerdo que murió hace unos diez años. Su marido, que era un agente de Cambio y Bolsa, había fallecido antes que ella. Por lo que yo sé, afirmaría que nunca vino por aquí a visitar al capitán Trevelyan.

—Pearson... —silabeó el inspector una vez más; y al cabo de un rato añadió—: Una cosa más: aquí no se menciona el valor de las propiedades que poseía el finado capitán. ¿A qué suma cree que alcanzan?

—Es difícil fijar esta cifra con cierta exactitud —contestó Mr. Kirkwood, quien disfrutaba, como buen abogado, al convertir la respuesta a una simple pregunta en algo difícil—. Es un asunto tan personal, que tal vez sólo él conocía la extensión de su fortuna. Además de la propiedad de Sittaford, el capitán Trevelyan poseía algunas tierras en las inmediaciones de Plymouth. Y algunas inversiones de cuando en cuando, que han fluctuado mucho en su cotización.

—Sólo le pedía una idea aproximada —indicó el inspector Narracott.

—Es que no me gustaría comprometerme afirmando...

—Tan sólo una ligera apreciación que me pueda servir de guía. Por ejemplo, ¿se apartaría mucho de la verdad la cifra de veinte mil libras?

—¡Veinte mil libras, inspector! Las propiedades inmobiliarias del capitán Trevelyan valen, por lo menos, cuatro veces esa cifra. Ochenta o acaso noventa mil libras se acercarían más a la verdad.

—Ya le dije que Trevelyan era rico —comentó Burnaby.

El inspector Narracott se levantó de su silla.

—Le agradezco muchísimo, Mr. Kirkwood —dijo—, la información que ha tenido la bondad de facilitarme.

—Usted piensa que le será útil, ¿verdad?

Se veía muy claramente que el letrado estaba ansioso de curiosidad, pero el inspector Narracott no tenía la menor intención de satisfacerla en aquel momento.

—En un caso como éste hemos de tomar en consideración cualquier dato —contestó poco comunicativo—. A propósito, ¿tiene los nombres y las direcciones de esa Mrs. Jennifer Gardner y de todos los miembros de la familia Pearson?

—No sé nada de la familia Pearson. En cuanto a Mrs. Gardner, su dirección es Los Laureles, carretera de Waldon, Exeter.

El inspector la anotó en su cuaderno.

—Esto bastará para encontrarla —explicó—. ¿No sabe cuántos hijos dejó la difunta Mrs. Pearson?

—Tres, según creo. Dos muchachas y un chico... o tal vez dos chicos y una chica. En este momento, no lo recuerdo bien.

El inspector asintió, lo apuntó en su cuaderno de notas, dio las gracias al abogado una vez más y salió del despacho acompañado del comandante Burnaby.

Cuando llegaron a la calle, se volvió de repente para encararse con su compañero.

—Ahora, señor mío —le dijo—, vamos a saber la verdad acerca del asunto de «las cinco y veinticinco».

El rostro del comandante enrojeció de disgusto ante aquel anuncio.

—Ya le he dicho que...

—Esto no me basta. Lo que está usted haciendo, comandante Burnaby, es obstaculizar mi trabajo ocultando esa información. Usted pensaba en algo cuando mencionó esa hora tan exacta al doctor Warren, y yo creo que tengo una buena idea de lo que era ese «algo».

—Bueno, pues si ya lo sabe, ¿por qué me lo pregunta a mí? —gruñó Burnaby.

—Estoy seguro de que usted sabía que una persona llamada James estaba citada con el capitán Trevelyan hacia esa hora, ¿no es verdad?

El comandante Burnaby se le quedó mirando con gran sorpresa.

—¡Nada de eso! —refunfuñó—. Absolutamente nada de eso.

—Tenga cuidado con lo que dice, comandante Burnaby. ¿Qué me cuenta de Mr. James Pearson?

—¿James Pearson? ¿Y quién es James Pearson? ¿Se refiere a uno de los sobrinos de Trevelyan?

—Presumo que será uno de ellos. El capitán tenía uno llamado James, ¿verdad?

—No tengo ni la menor idea. Trevelyan tenía sobrinos, es lo único que sé, pero no tengo ni la más remota idea de cuáles son sus nombres.

—El joven en cuestión estuvo en Las Tres Coronas la pasada noche. Probablemente, lo reconoció al verlo allí.

—Ya no reconocí a nadie —rezongó el comandante—. De ningún modo podría reconocerlo, puesto que nunca he visto a los sobrinos de Trevelyan en mi vida.

—Pero sí sabía usted que el capitán Trevelyan esperaba que uno de sus sobrinos le visitase ayer por la tarde.

—No, señor —rugió el comandante.

Varias personas que pasaban por la calle se volvieron a observarlo.

—¡Maldita sea! ¡Se empeña usted en no aceptar la pura verdad! No sabía nada de ninguna cita. Por todo lo que yo sé, los sobrinos de Trevelyan podrían estar en Timbuctú.

El inspector Narracott se quedó un poco cortado. La vehemente negativa del comandante parecía tan llanamente sincera que era imposible sentirse engañado por sus palabras.

—Entonces, ¿por qué habló usted de las cinco y veinticinco?

—¡Oh! Bueno, ya veo que será mejor contárselo todo —y el comandante tosió de un modo que demostraba su incomodidad—; pero no es nada que deba preocuparle. Se trata tan sólo de una maldita tontería, de una sesión de espiritismo, inspector. ¿Puede creer en semejantes sandeces un hombre con sentido común?

El inspector Narracott se le quedó mirando con una sorpresa que iba en aumento. Observó que el comandante Burnaby se sentía más molesto y avergonzado de sí mismo a cada segundo que pasaba.

—Ya sabe qué es eso, inspector. Hay que participar en ellas para complacer a las damas. Desde luego, nunca pensé que fuera nada serio.

—¿De qué habla exactamente, comandante Burnaby?

—De la mesa que se mueve.

—¡Cómo! ¿Qué es eso
de la mesa que se mueve
?

Por mas cosas raras que Narracott hubiese esperado oír, nunca se hubiera esperado esto. El comandante procedió a explicarse. Casi tartamudeando y con muchos comentarios para tratar de demostrar lo poco que creía en aquellas cosas sobrenaturales, describió los acontecimientos de la tarde anterior y el mensaje que durante ellos había llegado de tan extraño modo dirigido a él.

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