El misterio de Sittaford (8 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: El misterio de Sittaford
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—Por lo que me cuenta, comandante Burnaby, parece ser que la mesa deletreó el nombre de Trevelyan y les informó a ustedes que había muerto... asesinado, ¿no es eso?

El comandante Burnaby se enjugó el sudor de la frente.

—Sí, eso es precisamente lo que ocurrió. Yo no podía creer en ello, como es natural; no lo creí —Parecía avergonzado—. Bien, era viernes y pensé que, después de todo, lo mejor sería, para tranquilizarme, que viniese aquí y comprobase por mí mismo que todo iba bien.

El inspector reflexionó acerca de las dificultades de aquel paseo de seis millas por una carretera obstruida con numerosos montones de nieve, y la perspectiva de una formidable nevada, y se dio cuenta de que, por muy incrédulo que fuese el comandante Burnaby, no cabía duda de que el mensaje del espíritu le había impresionado profundamente. Narracott no cesaba de pensar en todo aquello que tanto le había sorprendido. Ciertamente, lo ocurrido era extraño, demasiado extraño para haber ocurrido. Se trataba de una de esas cosas que nadie puede explicar satisfactoriamente. Debía haber alguna cosa cierta en aquel asunto del espiritismo. Por primera vez en su carrera policíaca, había tropezado con un caso auténtico.

Un asunto muy extraño en conjunto, pero, por lo que podía observar, aunque explicaba la extraña actitud de Burnaby, no tenía realmente ningún significado práctico en cuanto se refería a su trabajo. El tenía que ocuparse del mundo físico, y no del psíquico.

Su labor consistía en descubrir al asesino.

Y para ese trabajo no se requería ningún auxilio procedente del mundo espiritual.

Capítulo VIII
 
-
Mr. Charles Enderby

Al echar una rápida mirada a su reloj, el inspector se dio cuenta de que tenía el tiempo justo para alcanzar el tren de Exeter, si se daba prisa. Estaba ansioso por entrevistarse, tan pronto como fuera posible, con la hermana del difunto capitán Trevelyan, de la que pensaba obtener las direcciones de los restantes miembros de la familia. Por consiguiente, tras unas apresuradas palabras de despedida dirigidas al comandante Burnaby, salió corriendo hacia la estación. El comandante desanduvo el camino hasta Las Tres Coronas. Apenas había tenido tiempo de poner su pie en el escalón de la puerta, cuando se vio solicitado por un apuesto joven de hermosa cabeza, en la que resplandecía un rostro redondo y de expresión infantil.

—¿El comandante Burnaby? —preguntó el joven.

—Sí, soy yo.

—¿El que vive en el n° 1 de Sittaford?

—El mismo —contestó el comandante.

—Soy del
Daily Wire
[2]
—explicó el recién llegado— y desearía…

No pudo terminar su explicación porque en una forma muy propia de los militares de la vieja escuela, el comandante le gritó:

—¡Ni una palabra más! —su voz rugía de enfado—. Le conozco muy bien a usted, así como a todos los de su calaña. Son ustedes unos indecentes que no saben más que rondar sobre un asesinato como los buitres se lanzan sobre la carroña. Pero le advierto, jovencito, que va usted a sacar muy poca información de mí. No me arrancará ni una palabra. No le proporcionaré ninguna historia para su condenado periódico. Si quiere saber algo, diríjase a la policía, y tenga la decencia de dejar en paz a los amigos de la víctima.

El joven no pareció inmutarse lo más mínimo por aquella andanada de insultos, sino que contestó, sonriendo más animosamente que nunca:

—Yo diría, señor, que mira las cosas del lado equivocado, porque yo no sé nada acerca de ese asesinato de que me habla.

En honor a la verdad, aquello no era exacto. Nadie podía pretender en Exhampton ignorar un acontecimiento que había sacudido hasta sus cimientos la tranquilidad de aquella ciudad.

—No soy más que un enviado del
Daily Wire
—continuó diciendo el joven— que viene a entregarle a usted ese cheque de 5.000 libras esterlinas y a felicitarlo por haber enviado la única solución exacta a nuestro concurso futbolístico.

El comandante Burnaby se quedó asombrado.

—Estoy seguro —siguió explicando el joven— de que ya habrá recibido nuestra carta de ayer por la mañana informándole de tan buena noticia.

—¿Una carta? —preguntó el comandante Burnaby—. Usted no se da cuenta, mi querido joven, de que Sittaford está enterrado bajo diez pies de nieve. ¿Qué probabilidades cree que hemos tenido de que el servicio de Correos funcionase con regularidad?

—Pero indudablemente usted habrá visto su nombre anunciado como ganador en el
Daily Wire
de esta mañana.

—No —replicó el comandante Burnaby—, no he tenido tiempo de ojear el periódico en toda la mañana.

—¡Ah, claro que no! —comentó el joven—. Con ese maldito asunto. Tengo entendido que el asesinado era un buen amigo suyo...

—Mi mejor amigo —dijo el comandante.

—¡Mala cosa! —exclamó el joven, desviando la mirada con gran tacto. Luego, extrajo del bolsillo un pequeño papel doblado, de color malva, y lo puso en manos del comandante Burnaby con una respetuosa inclinación.

—Reciba usted esto, acompañado de un afectuoso saludo del
Daily Wire
—dijo.

El comandante Burnaby lo tomó y no supo contestar otra cosa que la única posible en aquellas circunstancias.

—¿Quiere tomar algo, Mr...?

—Enderby, mi nombre es Charles Enderby. Llegué aquí ayer noche —explicó—. Pregunté acerca del modo más práctico de ir a Sittaford. Tenemos la costumbre de entregar personalmente los cheques a los ganadores. Siempre publicamos una pequeña entrevista con el beneficiado para satisfacer el interés de nuestros lectores. Bueno, todo el mundo me dijo que no soñase en llegar a Sittaford. La nieve no cesaba de caer y era sencillamente imposible emprender ese trayecto entonces. Con gran suerte para mí, descubrí que usted se encontraba precisamente aquí, albergado en Las Tres Coronas —Sonrió al decirlo—. No tuve ninguna dificultad en identificarlo, pues parece ser que aquí todos los habitantes conocen a todo el mundo.

—¿Qué quiere que tomemos? —preguntó el comandante.

—A mí que me traigan cerveza —contestó Enderby.

El comandante pidió dos cervezas.

—Parece que el pueblo entero está preocupado con ese asesinato —observó Enderby—. Es verdad que el caso resulta misterioso, se mire como se mire.

El comandante dejó escapar un sordo gruñido. Estaba algo perplejo. Sus sentimientos hacia los periodistas no habían cambiado en lo más mínimo, pero al hombre que acababa de entregarle un cheque de 5.000 libras tenía que considerarlo digno de ciertos privilegios. No era cosa de mandarlo al diablo.

—Su amigo no tenía ningún enemigo, ¿verdad? —preguntó el joven.

—No —contestó secamente el comandante.

—Pero he oído decir que la policía no cree que se trate de un robo —continuó diciendo Enderby.

—¿Cómo sabe eso? —preguntó el comandante.

A pesar de la pregunta, Mr. Enderby no reveló el origen de su información.

—También oí decir que fue usted quien, en realidad, descubrió el cadáver —dijo el periodista.

—Sí.

—Debe de haber sido una desagradable sorpresa para usted.

La conversación continuó en los mismos términos. El comandante Burnaby se obstinaba en no facilitarle la menor información, pero no era rival para la destreza de Mr. Enderby. Este último hacía de vez en cuando afirmaciones que el comandante se veía obligado a confirmar o negar, de modo que, sin querer, iba suministrando la información que el joven necesitaba. Sin embargo, eran tan agradables y corteses los modales del joven, que la entrevista se deslizaba sin la menor molestia o rozamiento entre ellos y el comandante se fue sintiendo, poco a poco, inclinado hacia el ingenioso joven.

Al cabo de un largo rato de charla, Mr. Enderby se levantó e hizo constar que tenía que ir a Correos.

—Espero de su amabilidad que me haga un pequeño recibo del cheque, comandante Burnaby.

El comandante se dirigió a un escritorio, extendió el recibo y se lo entregó a su visitante.

—Perfecto —dijo el joven, que deslizó el documento en su bolsillo.

—Supongo —indicó el comandante Burnaby— que regresará a Londres hoy mismo.

—¡Oh, no! —replicó el periodista—. Como ya supondrá, necesito tomar algunas fotografías de su vida en Sittaford y de usted mismo dando de comer a los cerdos o cuidando sus plantas, o haciendo cualquier cosa característica que le guste a usted. No se imagina hasta qué punto nuestros lectores aprecian esa información. Además, me gustaría que me escribiese unas cuantas líneas dignas de ser publicadas. Por ejemplo: «Cómo pienso gastarme las 5.000 libras» o algo por el estilo que llame la atención a los lectores. No tiene ni idea de lo desencantados que se quedarían si no les obsequiamos con una buena información de esta clase.

—De acuerdo, pero fíjese bien, es imposible ir a Sittaford con este tiempo. La nevada de la pasada noche ha sido excepcionalmente intensa y no habrá vehículo capaz de recorrer ese camino durante tres días al menos por más esfuerzos que se hagan, y tal vez tengamos que añadir otros tres antes de que el deshielo lo permita.

—Ya lo sé —contestó el joven—, y es bien fastidioso que así sea. Bueno, bueno... no habrá más remedio que resignarse a esperar sentadito aquí en Exhampton. La verdad es que se vive bien en esta fonda de Las Tres Coronas. Hasta la vista, Mr. Burnaby, ya nos veremos.

Salió a la calle principal de Exhampton y se encaminó a la oficina de Correos, desde la cual telegrafió a su periódico, felicitándose por la magnífica suerte que le había favorecido y gracias a la cual podría enviar a Londres una sabrosa y exclusiva información relativa al caso de Exhampton.

Después, reflexionó acerca de lo que le convenía hacer en primer lugar y decidió entrevistarse con Evans, el criado del difunto capitán Trevelyan, cuyo nombre se había deslizado incautamente de los labios del comandante Burnaby durante su larga conversación.

Pocas preguntas le hicieron falta para encaminarlo al 85 de Fore Street. El sirviente del caballero asesinado era ya la persona importante del día y nadie en el pueblo podía ignorar su domicilio, pues desde el primer momento manifestaron todos un ansioso deseo de puntualizar aquel detalle.

Enderby golpeó en la puerta con un habilidoso repiqueteo. Le abrió un hombre en el que el periodista vio tan claros los típicos rasgos de un antiguo marinero, que no tuvo la menor duda de su identidad.

—Usted es Evans, ¿no es así? —preguntó Enderby en tono alegre—. Acabo de dejar al comandante Burnaby.

—¡Oh! —y Evans dudó un instante—. ¿Quiere hacer el favor de entrar, caballero?

El recién llegado aceptó la invitación. Una joven y frescachona mujer de cabellos oscuros y rojas mejillas asomó al fondo del pasillo. Enderby la tomó en seguida por lo que era: la reciente esposa del señor Evans.

—Mal asunto lo de su viejo patrón, ¿eh? —comentó el periodista.

—Algo impresionante, señor, eso es.

—¿Y qué piensa usted de todo ello? —preguntó Enderby, simulando con ingenuidad un gran deseo de conseguir detalles.

—Pues yo supongo que habrá sido obra de alguno de esos malditos vagabundos —contestó Evans.

—¡Oh, no, amigo mío! Esa teoría ha sido ya abandonada por completo.

—¿Eh?

—Ese crimen es un trabajo refinado. La policía se dio cuenta de ello desde el primer momento.

—¿Quién le ha dicho eso, señor?

La que en realidad había informado al joven no era otra que la doncella de Las Tres Coronas, cuya hermana estaba casada con el agente Graves; pero el hábil periodista replicó:

—Algo de eso me han dicho en la comisaría de policía. Sí, la idea de un robo era una simulación.

—Entonces, ¿quién piensan ellos que lo ha hecho? —preguntó Mrs. Evans acercándose. Sus ojos parecían llenos de espanto y ansiedad.

—Mira, Rebeca, tú no te metas en esto —le dijo su marido.

—Esos policías son tan estúpidos como crueles —comentó Mrs. Evans—. En cuanto sospechan de alguien, no se preocupan de buscar al verdadero culpable —y dirigió una rápida mirada al joven Enderby—. Dispense, ¿está usted relacionado con la policía, señor?

—¿Yo? ¡Oh, no! Soy redactor de un periódico, el
Daily Wire
. Vine aquí para visitar al comandante Burnaby, quien acaba de ganar nuestro gran concurso futbolístico con un premio de 5.000 libras.

—¡Caramba! —gritó Evans—. ¡Maldita sea! Entonces esos concursos son cosa seria, por lo que se ve.

—¿Se creía que no lo eran? —preguntó Enderby.

—Bien, no he querido decir eso, señor —El ex marino estaba un poco confuso lamentando que su imprudente exclamación hubiera tenido tan poco tacto—. Es que yo había oído decir que a veces se hacen algunas trampas en esos asuntos. El pobre capitán, mi amo, acostumbraba a decir que los premios no van nunca a las direcciones buenas. Por eso usaba la mía de vez en cuando.

Y con cierta ingenuidad, descubrió el caso en que el capitán ganó tres novelas.

Enderby estimuló su charlatanería. Por de pronto, allí se presentaba la ocasión de escribir una interesante historia acerca de la personalidad de Evans. Un fiel criado, un viejo lobo de mar retirado. Por un instante, recapacitó acerca de la causa que motivaba la visible nerviosidad de Mrs. Evans, pero la atribuyó a la recelosa ignorancia propia de su clase.

—Usted debe encontrar al malhechor que cometió esa fechoría —indicó Evans—. Los periódicos pueden hacer mucho, según dice la gente, para pescar a los criminales.

—Ya verás como fue un ladrón —comentó Mrs. Evans—. ¡Caramba, en todo Exhampton no hay nadie que le desease el menor daño al capitán!

Enderby se levantó de su asiento.

—Bien —dijo—, tengo que marcharme. He de correr de aquí para allá para charlar con unos y otros y ver lo que puedo sacar en claro. Si el capitán ganó tres novelas en un concurso del
Daily Wire
, el
Daily Wire
está obligado a hacer de la caza de su asesino una cuestión personal.

—No se puede ser más razonable de lo que usted es, señor. No se puede decir algo más justo.

Deseándoles a ambos esposos toda suerte de prosperidades, lo que manifestó con su vibrante y peculiar modo de expresarse, Charles Enderby salió de aquella casa.

«Me gustaría saber quién fue en realidad el verdadero asesino —murmuró para sí—. No puedo creer que haya sido nuestro buen amigo Evans. Tal vez fuera un ladrón quien lo hizo. Sería muy decepcionante si fuera así. Desde luego, parece que no hay ninguna mujer complicada en el asunto, lo cual es una verdadera lástima. Estoy seguro de que pronto conseguiré algunos informes sensacionales, aunque también puede ser que este caso se reduzca a la más vulgar insignificancia. ¡Qué suerte la mía si ocurre eso! Ésta es la primera vez que he llegado a tiempo al lugar del suceso, y en un asunto como éste. Tendré que esforzarme. ¡Charles, amigo mío, se te ha presentado la oportunidad de tu vida! ¡Tienes que sacarle partido! Mi amigo el comandante se sentará a comer y puedo sacar de él grandes noticias, si no me olvido ni un instante de portarme ante él con extremado respeto y le doy el tratamiento de «señor» suficientemente a menudo. Me gustaría saber si estuvo en el levantamiento de la India. No, desde luego que no, porque no es bastante viejo para eso. Donde debió de estar es en la guerra sudafricana, eso es. Le preguntaré por esa guerra, lo que le pondrá como un guante.»

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