El misterio de Sittaford (2 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: El misterio de Sittaford
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—Viernes —replicó el comandante Burnaby con aire de ser muy explícito.

Pero Mrs. Willett se quedó confusa ante tan enigmática palabra.

—¿Viernes?

—Sí, los viernes voy a casa de mi amigo Trevelyan. Y los martes viene él. Así lo hemos hecho durante muchos años.

—¡Ah, ya comprendo! Es natural, viviendo tan cerca el uno del otro.

—Es una especie de costumbre.

—Pero, ¿sigue usted haciéndolo ahora? Quiero decir desde que él se ha ido a vivir a Exhampton.

—Es triste tener que romper una costumbre —contestó el comandante Burnaby—, pero el mal tiempo nos ha hecho perder estas últimas tardes.

—Tengo entendido que se dedican ambos a participar en concursos, ¿no es así? —preguntó Violet—. Acrósticos, crucigramas y todas esas cosas...

Burnaby asintió.

—Sí, yo resuelvo los crucigramas. Trevelyan se dedica a los acrósticos. Cada uno se ciñe a su propio terreno. El mes pasado gané tres libros en un concurso de crucigramas —explicó con cierto orgullo.

—¡Oh, muy bien! ¡Qué magnífico! ¿Eran interesantes los libros?

—No lo sé porque no los he leído. Tienen aspecto de ser muy aburridos.

—Lo que importa es ganar un premio, ¿verdad? —dijo Mrs. Willett con aire distraído.

—¿Cómo va usted a Exhampton? —preguntó Violet—. Porque usted no tiene automóvil.

—Voy a pie.

—¿Cómo? ¡No es posible! ¡Si hay seis millas!

—Es un buen ejercicio. ¿Qué son doce millas? Así se conserva uno en forma. Y es una gran cosa estar en forma.

—¡Imagínese! ¡Doce millas andando! Según tengo entendido, usted y el capitán Trevelyan eran grandes deportistas, ¿no es así?

—Teníamos la costumbre de ir juntos a Suiza. Practicábamos los deportes de nieve en invierno y escalábamos las montañas en verano. ¡Un hombre maravilloso sobre el hielo, el amigo Trevelyan! Ahora ambos somos demasiado viejos para estas cosas.

—Usted ganó el campeonato militar de marcha con raquetas, ¿verdad que sí? —preguntó Violet con aire entusiasta.

El comandante se ruborizó como una damisela.

—¿Quién le ha contado eso? —musitó entre dientes.

—El capitán Trevelyan.

—Valdría más que Joe contuviese su lengua —comentó Burnaby—. Habla demasiado. ¿Cómo sigue el tiempo ahora?

Respetando su turbación, Violet le acompañó hasta la ventana. Apartaron la cortina a un lado y miraron hacia la desolada escena exterior.

—Sigue nevando —dijo Burnaby—. Y mucho, diría yo.

—¡Oh, qué emocionante! —exclamó Violet—. Siempre he pensado que la nieve es una cosa muy romántica. Nunca la había visto antes de ahora.

—No resulta tan romántica cuando las cañerías empiezan a reventar, locuela —dijo su madre.

—¿Ha vivido siempre en Sudáfrica, miss Willett? —preguntó el comandante Burnaby.

Ante esta pregunta, la muchacha perdió visiblemente algo de su animación. Y pareció que se violentaba un poco cuando contestó:

—Sí. Ésta es la primera vez que he salido de allí. Por eso me resulta todo tan terriblemente emocionante.

¿Emocionante enterrarse en el más remoto y desierto pueblucho inglés? ¡Vaya idea! Nunca entendería a esa gente.

Se abrió la puerta y la doncella anunció:

—Mr. Rycroft y Mr. Gardfield.

Se presentaron un anciano pequeño y seco como una pasa y, tras él, un joven de rostro fresco y coloreado y semblante infantil. Este último fue el que habló primero:

—Aquí se lo traigo, Mrs. Willett. Me dijo que si quería verlo enterrado bajo un alud de nieve. ¡Ja, ja! Esto tiene un aspecto sencillamente maravilloso. ¡Un buen fuego en la chimenea!

—Como dice muy bien mi joven amigo, él me ha guiado amablemente hasta esta casa —explicó Mr. Rycroft después de estrechar las manos de los presentes con afectada ceremonia—. ¿Cómo está usted, miss Violet? ¡Qué tiempecito más invernal! Demasiado propio de esta estación del año.

Y se acercó al fuego, sin dejar de hablar con Mrs. Willett, mientras Ronald Gardfield le daba la lata a Violet.

—Estaba pensando... ¿no podríamos patinar en algún sitio? Por aquí cerca habrá algún estanque helado.

—Creí que cavar caminos en la nieve era su único deporte.

—Pues eso he hecho toda la mañana.

—¡Oh, pobre hombre, cuánto trabaja...!

—¡No se ría de mí, no! Mire, tengo las manos llenas de ampollas.

—¿Cómo está su tía?

—¡Oh, siempre igual! A veces asegura que se encuentra mejor y otras que está mucho peor, pero yo creo que, en realidad, su salud no experimenta nunca la menor variación. La suya es una vida terrible como ya sabe. Cada nuevo año que transcurre me pregunto cómo puedo aguantarla. Pero ¡qué le vamos a hacer! No hay más remedio que ayudar un poco a ese viejo pajarraco, Navidad tras Navidad. Si no, sería muy capaz de dejar su dinero a un asilo de gatos. Ahora tiene ya cinco en casa, ¿no lo sabía? Yo me paso el día acariciando a esos antipáticos animales y simulando que les tengo un cariño loco.

—Me gustan más los perros que los gatos.

—Lo mismo me pasa a mí. Lo que yo digo es que un perro es.... bueno, un perro es siempre un perro, ¿verdad?

—¿Y toda la vida le han gustado los gatos a su tía?

—Yo creo que esa afición es consecuencia propia de su vida de solterona. ¡Uf, odio a esos animales!

—Su tía es muy simpática, pero en algunas ocasiones asusta un poco.

—Yo diría que antes no era así. A veces, me vuelve loco. Como usted ya sabe, ella cree que no tengo nada dentro de la cabeza.

—¿Y tiene usted algo en realidad?

—¡Oh, venga ya! ¡No me diga esto! Hay muchas personas que parecen locas y se ríen de todo.

—Mr. Duke —anunció la doncella.

Era el que acababa de llegar. Había comprado en septiembre el sexto y último de los chalés. Era un hombre alto y robusto, de carácter tranquilo y aficionado a la jardinería. Mr. Rycroft, que sentía un verdadero entusiasmo por los pájaros y vivía en el chalé de al lado, se encargó de protegerlo con su amistad tapando la boca a quienes decían que Duke era un hombre muy simpático, pero que... después de todo... bastante... bueno ¿bastante qué? ¿Podía asegurarse que era un comerciante retirado?

Lo cierto era que nadie se había atrevido a preguntarle por su pasado y, por otra parte, casi resultaba preferible ignorarlo. Porque si alguien se enteraba de eso, acaso se vería en una situación un poco embarazosa y en un pueblo tan pequeño era preferible estar a buenas con todos.

—¿No ha dado hoy su paseíto hasta Exhampton con este tiempo, verdad? —le preguntó Duke al comandante Burnaby.

—No, señor. Imagino que es difícil que el amigo Trevelyan me espere esta noche.

—Es horroroso, ¿no es verdad? —dijo Mrs. Willett con un estremecimiento—. Vivir enterrado en esta aldea año tras año debe de ser terrible.

Mr. Duke le lanzó una rápida mirada, mientras el comandante Burnaby la contemplaba con cierta curiosidad.

Pero en aquel momento, entró la doncella con el té.

Capítulo II
 
-
El mensaje

Terminado el té, Mrs. Willett propuso que jugasen al bridge.

—Somos seis; por lo tanto, dos tendrán que esperar turno.

Los ojos de Ronnie brillaron de satisfacción.

—Empiecen a jugar los cuatro —indicó el joven—. Miss Violet y yo hablaremos.

Pero Mr. Duke dijo que no contasen con él porque desconocía el bridge. El rostro de Ronnie perdió su momentánea animación.

—Entonces, podríamos escoger un juego en el que entrásemos todos —dijo la señora de la casa.

—O hagamos el experimento del velador —sugirió Ronnie—. Es noche de fantasmas y espíritus. El otro día hablábamos acerca de esto, ¿recuerdan ustedes? Y esta tarde, mientras veníamos hacia aquí, Mr. Rycroft y yo hemos vuelto a hablar del mismo asunto.

—Soy miembro de la Sociedad de Investigaciones Psíquicas —explicó Rycroft con su acostumbrada concisión—, y he querido precisarle al joven amigo uno o dos puntos.

—¡Sandeces! —exclamó el comandante Burnaby de un modo que todos lo oyeron.

—¡Oh! Pero es muy divertido, ¿no les parece? —replicó Violet—. Yo opino que tanto si uno cree en ello como si no, se trata de un buen entretenimiento. ¿Qué dice a eso, Mr. Duke?

—Lo que usted guste, miss Violet.

—Pues apaguemos las luces y escojamos una mesa que vaya bien. No, ésa no, mamá. Estoy segura de que es demasiado pesada.

Finalmente, se arreglaron las cosas a entera satisfacción de todos. Una bonita mesita redonda, con la superficie lisa, fue traída desde una habitación contigua. La colocaron frente a la chimenea y cada cual se sentó donde quiso a su alrededor. Las luces continuaron apagadas.

El comandante Burnaby se encontró entre Mrs. Willett y Violet. Al otro lado de la joven, estaba Ronnie Gardfield. Una cínica sonrisa plegaba los labios del comandante, mientras pensaba: «En los días de mi juventud, esto se llamaba: «¡Levántate, Jenkins!»». Y en vano trató de recordar el nombre de una muchacha de sedoso cabello cuya mano mantuvo él cogida por debajo de la mesa durante un larguísimo rato. ¡Cuánto tiempo había pasado desde entonces! Pero eso de «¡Levántate, Jenkins!» era un bonito juego.

Empezaron por las acostumbradas burlas, risas, cuchicheos y demás comentarios obligados.

—Los espíritus tardarán mucho en venir —dijo uno.

—Hay que andar un buen rato para llegar hasta aquí —dijo otro.

—¡Silencio! Si no estamos serios, no sucederá nada.

—¡Oh, quietecitos! ¡Todo el mundo bien quieto!

—No ocurre nada.

—¡Claro que no! Nunca se manifiestan al principio.

—Si al menos se estuviese usted quieto y callado...

Por fin, al cabo de un rato, los murmullos de las conversaciones sostenidas en voz baja se extinguieron. Sobrevino un largo silencio.

—Esta mesa está más muerta que mi abuela —murmuró Ronnie Gardfield con aire de disgusto.

—¡Chis...!

Una ligera vibración se extendió por la pulida superficie de la mesita y ésta empezó a oscilar.

—¡Pregúntele cosas! —exclamó Violet—. ¿Quién va a encargarse de las preguntas? Usted, Ronnie, háganos el favor.

—Sí, pero... bueno, ¿y qué pregunto?

—Pregunte si hay algún espíritu presente —le apuntó Violet.

—Bueno, pues... ¿hay un espíritu presente?

La mesa se agitó abruptamente.

—Eso quiere decir que sí —apuntó Violet.

—Esto... ¿quién eres?

—Pídale que nos indique su nombre.

—¿Cómo va a poder hacerlo?

—Mediante una serie de oscilaciones que nosotros contaremos.

—¡Ay, ya comprendo! Bien... ¿me quieres deletrear tu nombre, espíritu?

El velador comenzó a moverse violentamente.

—A... B... C... D... E... F... G... H... I... ¡Oh! Ahora he perdido la cuenta y no sé si se ha parado en la I o en la J.

—Pregúntaselo. ¿Era la I?

La mesa afirmó con una oscilación.

—Muy bien. Venga la letra siguiente, por favor.

El nombre del espíritu presente resultó ser IDA.

—Dinos, ¿tienes algún mensaje que comunicar a alguien aquí presente?

—Sí.

—¿Para quién es ese mensaje? ¿Para miss Willett?

—No.

—¿Para Mrs. Willett?

—No.

—¿Para Mr. Rycroft?

—No.

—¿Para mí? —acabó por preguntar el joven.

—Sí.

—¡Es para usted, Ronnie! ¡Vamos, haga que se explique!

El velador deletreó DIANA.

—¿Quién es Diana? —preguntó Violet—. ¿Conoce usted a alguien que se llame Diana?

—No, no recuerdo. A menos que se trate de...

—Venga, diga... seguro que sí.

—¿Por qué no le pregunta si es una viuda?

Aquello resultaba divertido. Mr. Rycroft sonrió indulgentemente. La gente joven siempre estaba de broma. Aprovechando un momentáneo relámpago del fuego de la chimenea, echó una ojeada al rostro de Mrs. Willett y pudo observar que parecía preocupada y abstraída. Sus pensamientos estaban lejos de allí.

El comandante Burnaby pensaba en la nieve. Seguro que aquella noche seguiría nevando. Era el invierno más crudo que podía recordar.

Mr. Duke se tomaba el juego muy en serio. Por lo visto, los espíritus no le prestaban apenas atención. Todos los mensajes parecían ser para Violet y Ronnie.

Violet iría en breve iría a Italia. Alguien iría con ella. No sería otra mujer, sino un hombre que se llamaba Leonard.

Hubo más risas. La mesita deletreó el nombre de la ciudad, pero no tenía nada de italiano; el nombre más bien parecía una ciudad rusa.

Salieron a relucir las acusaciones propias de estas sesiones.

—Miren... miren lo que hace Violet —indicó alguien, observando que la joven estaba casi echada sobre el velador—. No empuje la mesa.

—¡Yo no la empujo! Fíjense, tengo las manos completamente separadas del tablero y sigue oscilando. Véanlo, véanlo.

—A mí me gustan los golpes secos, las llamadas de los espíritus —dijo otro—. Voy a pedirles que nos hagan oír algún ruido, y que sea de los fuertes.

—Bueno, pediremos que haya ruidos. —aceptó Ronnie; y volviéndose hacia Mr. Rycroft, su amigo, le preguntó—: ¿Podremos conseguir algún ruido? ¿Qué le parece?

—En las circunstancias actuales, opino que será un poco difícil —contestó Mr. Rycroft con sequedad.

A estas palabras siguió un largo silencio. La mesa estaba inerte, sin querer responder a las preguntas que se le hacían.

—¿Es que se ha marchado ya Ida?

Una lánguida oscilación confirmó esa sospecha.

—¿No hay por ahí algún otro espíritu amable que quiera decirnos algo?

Nada, la mesa seguía inmóvil. De repente, empezó a moverse y a oscilar violentamente.

—¡Hurra! ¿Eres tú otro espíritu?

—Sí.

—¿Traes un mensaje para alguien?

—Sí.

—¿Para mí?

—No.

—¿Para Violet?

—No.

—¿Para el comandante Burnaby?

—Sí.

—Esta vez le toca a usted, comandante Burnaby. ¿Quieres deletrearlo, por favor?

La mesa inició un lento bailoteo.

—T... R... E... V... ¿Estás seguro de que la última es una V? ¿Sí? ¡Pues no tiene ningún sentido.

—TREVELYAN, sin duda alguna —indicó Mrs. Willett—. Se refiere al capitán Trevelyan.

—¿Nos vas a decir algo del capitán Trevelyan?

—Sí.

—¿Traes algún mensaje para él?

—No.

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