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Authors: Erich Fromm

El miedo a la libertad (36 page)

BOOK: El miedo a la libertad
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No hemos hablado de la función que el proceso educativo desempeña con respecto a la formación del carácter social; pero teniendo en cuenta el hecho de que para muchos psicólogos los métodos de aprendizaje empleados en la primera infancia y las técnicas educativas usadas con respecto al niño en desarrollo constituyen la causa de la evolución del carácter, me parece que son necesarias algunas observaciones a este respecto. En primer lugar, debemos preguntarnos qué entendemos por educación. Si bien la educación puede ser definida de distintas maneras, para considerarla desde el punto de vista del proceso social me parece que debe ser caracterizada de este modo: la función social de la educación es la de preparar al individuo para el buen desempeño de la tarea que más tarde le tocará realizar en la sociedad, esto es, moldear su carácter de manera tal que se aproxime al carácter social; que sus deseos coincidan con las necesidades propias de su función. El sistema educativo de toda sociedad se halla determinado por este cometido; por lo tanto, no podemos explicar la estructura de una sociedad o la personalidad de sus miembros por medio de su proceso educativo, sino que, por el contrario, debemos explicar éste en función de las necesidades que surgen de la estructura social y económica de una sociedad dada. Sin embargo, los métodos de educación son extremadamente importantes, por cuanto representan los mecanismos que moldean al individuo según la forma prescrita. Pueden ser considerados como los medios por los cuales los requerimientos sociales se transforman en cualidades personales. Si bien las técnicas educativas no constituyen la causa de un tipo determinado de carácter social, representan, sin embargo, uno de los mecanismos que contribuyen a formar ese carácter. En este sentido, el conocimiento y la comprensión de los métodos educativos constituye una parte importante del análisis total de una sociedad en funcionamiento.

Lo que se acaba de decir también vale para un sector especial de todo el proceso educativo: la familia. Freud ha demostrado que las experiencias tempranas de la niñez ejercen una influencia decisiva sobre la formación de la estructura del carácter. Si eso es cierto, ¿cómo podemos aceptar, entonces, que el niño, quien —por lo menos en nuestra cultura— tiene tan pocos contactos con la vida social, sea realmente moldeado por la sociedad? Contestamos afirmando que los padres no solamente aplican las normas educativas de la sociedad que les es propia, con pocas excepciones, debidas a variaciones individuales, sino que también, por medio de sus propias personalidades, son portadores del carácter social de su sociedad o clase. Ellos transmiten al niño lo que podría llamarse la atmósfera psicológica o el espíritu de una sociedad simplemente con ser lo que son, es decir, representantes de ese mismo espíritu. La familia puede así ser considerada como el agente psicológico de la sociedad.

Después de haber establecido que el carácter social es estructurado por el modo de existencia de la sociedad, quiero recordar al lector lo que se ha afirmado en el primer capítulo con respecto al problema de la adaptación dinámica. Si bien es cierto que las necesidades de la estructura económica y social de la comunidad moldean al hombre, su capacidad de adaptación no es infinita. No solamente existen ciertas necesidades fisiológicas que piden satisfacción de manera imperiosa, sino que también hay ciertas cualidades psicológicas inherentes al hombre que deben necesariamente ser satisfechas y que originan determinadas reacciones si se ven frustradas. ¿Cuáles son tales cualidades? La más importante parece ser la tendencia a crecer, a ensanchar y a realizar las potencialidades que el hombre ha desarrollado en el curso de la historia, tal, por ejemplo, el pensamiento creador y crítico, la facultad de tener experiencias emocionales y sensibles diferenciadas. Cada una de estas potencialidades posee un dinamismo propio. Una vez desarrolladas a través del proceso evolutivo, tienden a ser expresadas. Tal tendencia puede ser reprimida y frustrada, pero esta regresión origina nuevas reacciones, especialmente con la formación de impulsos simbióticos y destructivos. También parece que esta tendencia general al crecimiento —equivalente psicológico de una tendencia biológica— origina impulsos específicos, como el deseo de libertad y el odio a la opresión, dado que la libertad constituye la condición fundamental de todo crecimiento. Análogamente, el deseo de libertad puede ser reprimido y desaparecer así de la conciencia del individuo, pero no por ello dejará de existir como potencialidad, revelando su existencia por medio de aquel odio consciente o inconsciente que siempre acompaña a tal represión.

También tenemos razones para suponer que, como se dijo anteriormente, la tendencia hacia la justicia y la verdad constituye un impulso inherente a la naturaleza humana, aun cuando pueda ser reprimido y pervertido como en el caso de la libertad. Desde el punto de vista teorético esta afirmación se funda sobre un supuesto peligroso. Todo resultaría muy fácil si pudiésemos volver a las hipótesis religiosas y filosóficas con las que explicaríamos la existencia de tales impulsos, creyendo que el hombre ha sido creado a semejanza de Dios o admitiendo el supuesto de la ley natural. Sin embargo, nos está vedado fundar nuestra argumentación en tales explicaciones. La única vía que, según nuestra opinión, puede seguirse para explicar esas tendencias hacia la justicia y la verdad, es la de analizar toda la historia social e individual del hombre. Descubrimos así que, para quien carece de poder, la justicia y la verdad constituyen las armas más importantes en la lucha dirigida a lograr la libertad y asegurar la expansión. Prescindiendo del hecho de que la mayoría de la humanidad, en el curso de su historia, ha debido defenderse contra los grupos más poderosos que la oprimían y explotaban, todo individuo durante la niñez, atraviesa por un período que se caracteriza por su impotencia. Nos parece que en tal estado de debilidad han de desarrollarse ciertos rasgos, como el sentido de la justicia y la verdad, capaces de constituir potencialidades comunes a toda la humanidad como tal. Llegamos entonces al hecho de que, si bien el desarrollo del carácter es estructurado por las condiciones básicas de la vida, y si bien no existe una naturaleza humana fija, ésta posee un dinamismo propio que constituye un factor activo en la evolución del proceso social. Aun cuando no seamos capaces todavía de formular claramente en términos psicológicos cuál es la exacta naturaleza de este dinamismo humano, debemos reconocer su existencia. Al tratar de evitar los errores de los conceptos biológicos y metafísicos, no debemos abandonarnos a la equivocación igualmente grave de un relativismo sociológico en el que el hombre no es más que un títere movido por los hilos de las circunstancias sociales. Los derechos inalienables del hombre a la libertad y a la felicidad se fundan en cualidades inherentemente humanas: su tendencia a vivir, a ensancharse, a expresar las potencialidades que se han desarrollado en él durante el proceso de la evolución histórica.

Llegados a esta altura, podemos volver a formular las diferencias más importantes que existen entre el punto de vista psicológico sustentado por esta obra y el de Freud. La primera diferencia ha sido tratada por nosotros de una manera detallada en el primer capítulo, de modo que nos limitaremos a mencionarla brevemente: consideramos la naturaleza humana como condicionada por la historia, sin olvidar, empero, el significado de los factores biológicos y sin creer que la cuestión pueda formularse correctamente como una oposición entre elementos culturales y biológicos. En segundo lugar, el principio esencial de Freud es el de considerar al hombre como una entidad, un sistema cerrado, dotado por la naturaleza de ciertas tendencias biológicamente condicionadas, e interpretar el desarrollo de su carácter como una reacción frente a la satisfacción o frustración de tales impulsos. Según mi opinión, por el contrario, debemos considerar la personalidad humana por medio de la comprensión de las relaciones del hombre con los demás, con el mundo, con la naturaleza y consigo mismo. Creemos que el hombre es primariamente un ser social, y no, como lo supone Freud, autosuficiente y sólo en segundo lugar necesitado de mantener relaciones con los demás con el fin de satisfacer sus exigencias instintivas. En este sentido creemos que la psicología individual es esencialmente psicología social o, para emplear el término de Sullivan, psicología de las relaciones interpersonales.

El problema central de la psicología es el de la especial forma de conexión del individuo con el mundo, y no el de la satisfacción o frustración de determinados deseos instintivos. El problema relativo a lo que ocurre con éstos ha de ser comprendido como parte integrante del problema total de las relaciones del hombre con el mundo, y no como la cuestión central de la personalidad humana. Por tanto, desde nuestro punto de vista, las necesidades y deseos que giran en torno de las relaciones del individuo con los demás, como el amor, el odio, la ternura, la simbiosis, constituyen fenómenos psicológicos fundamentales, mientras que, según Freud, sólo representan consecuencias secundarias de la frustración o satisfacción de necesidades instintivas.

La diferencia entre la orientación biológica de Freud y la nuestra, de carácter social, posee un significado especial con referencia a los problemas de la caracterología. Freud —y sobre la base de sus escritos, Abraham, Jones y otros— ha supuesto que el niño experimenta placer en las llamadas zonas erógenas (boca y ano) en conexión con el proceso de la alimentación y la defecación; y que, debido a una excitación excesiva, a frustración o a una sensibilidad constitucionalmente intensificada, tales zonas erógenas retienen su carácter libidinal en años posteriores, cuando, en el curso del desarrollo normal, la zona genital debería haber adquirido una importancia primaria. Se supone, entonces, que esta fijación en niveles pregenitales conduce a sublimaciones y a formaciones reactivas que se transforman en elementos de la estructura del carácter. Así, por ejemplo, determinada persona puede poseer una tendencia a ahorrar dinero o a guardar otros objetos, porque ha sublimado el deseo inconsciente de retener la evacuación; o bien es posible que espere poder lograrlo todo de otras personas y no por medio de sus propios esfuerzos, porque está impulsada por un deseo inconsciente de ser alimentada, deseo que sublima en el de recibir ayuda, conocimiento, etc.

Las observaciones de Freud son de gran importancia, pero este autor no supo darles una explicación correcta. Observó con exactitud la naturaleza pasional e irracional de estos rasgos de los caracteres anal y oral. También vio que tales deseos penetran todas las esferas de la personalidad, en la vida sexual, emocional e intelectual, y que colorean todas las actividades. Pero concibió la relación causal entre las zonas erógenas y los rasgos del carácter exactamente al revés de lo que ella es en realidad. El deseo de recibir pasivamente todo lo que se quiera obtener —amor, protección, conocimiento, cosas materiales— de una fuente exterior a la persona se desarrolla en el carácter del niño como una reacción a sus experiencias con los demás. Si a través de tales experiencias el miedo llega a debilitar el sentimiento de su propia fuerza, si se paralizan su iniciativa y confianza en si mismo, si desarrolla cierta hostilidad y luego la reprime, si al mismo tiempo su padre o madre le ofrece cariño o cuidado, pero con la condición de someterse, toda esta constelación de circunstancias lo conduce a la adopción de una actitud de abandono del dominio activo, dirigiendo todas sus energías hacia fuentes exteriores, de las que espera debería originarse oportunamente el cumplimiento de todos sus deseos. Esta actitud asume un carácter apasionado, porque constituye el único medio por el cual el individuo puede lograr la realización de sus anhelos. El hecho de que con frecuencia tales personas experimenten sueños o fantasías en los cuales se ven alimentados, cuidados, etcétera, tiene su origen en que la boca, más que cualquier otro órgano, se presta a la expresión de una actitud receptiva de esa naturaleza. Pero la sensación oral no es causa de la actitud misma: es, por el contrario, la expresión de una actitud frente al mundo, manifestada mediante el lenguaje del cuerpo.

Lo mismo puede decirse con respecto a la persona anal, quien, sobre la base de sus peculiares experiencias, se halla más retraída de los demás que el individuo oral. Busca su seguridad construyéndose un sistema autárquico, autosuficiente, y considera el amor y cualquier otra actitud dirigida hacia afuera como una amenaza a su seguridad. Es verdad que en muchos casos estas actitudes se desarrollan primeramente en conexión con la aumentación o la defecación, que en la temprana niñez representan actividades fundamentales y también la esfera principal en la que se expresan el amor o la opresión por parte de los padres y las actitudes amistosas o desafiantes por parte del niño. Sin embargo, la excesiva excitación y frustración reactivas a tales zonas erógenas no originan de por sí solas una fijación de esas actitudes en el carácter de la persona; si bien el niño experimenta ciertas sensaciones placenteras en conexión con la alimentación y la defecación, tales sensaciones no llegan a tener importancia con respecto al desarrollo del carácter, a menos que representen —en el nivel físico— actitudes arraigadas en la estructura del carácter.

Para una criatura que confía en el amor incondicional de su madre, la interrupción repentina de la lactancia no tendrá consecuencias graves sobre el carácter, pero el niño que experimenta una falta de confianza en el amor materno, puede adquirir rasgos orales, aun cuando la lactancia misma siguiera sin trastorno alguno. Las fantasías orales o anales, o las sensaciones físicas en años posteriores, no revisten importancia a causa del placer físico que suponen, o de alguna misteriosa sublimación de ese placer, sino tan sólo debido al tipo específico de conexión con el mundo que constituye su fundamento y que ellas expresan.

Solamente desde este punto de vista pueden ser fecundos para la psicología social estos descubrimientos caracterológicos de Freud. En tanto sigamos suponiendo, por ejemplo, que el carácter anal, típico de la clase media europea, es originado por ciertas experiencias tempranas relacionadas con la defecación, careceremos de datos suficientes para comprender por qué una clase determinada debe poseer el carácter social anal. Por el contrario, si entendemos este hecho como una forma determinada de relacionarse con los demás, arraigada en la estructura del carácter y resultante de experiencias con el mundo externo, estaremos en posesión de una clave para la comprensión de por qué todo el estilo de vida de la baja clase media, su estrechez, aislamiento y hostilidad contribuyeron a este tipo de estructura del carácter.

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