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Authors: Erich Fromm

El miedo a la libertad (30 page)

BOOK: El miedo a la libertad
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Pero el poder que ejercía sobre Hitler una influencia mayor que Dios, la Providencia o el Destino, era la Naturaleza. Mientras la tendencia del desarrollo histórico de los últimos cuatro siglos era la de reemplazarla dominación sobre los hombres por el sometimiento de la naturaleza, Hitler insiste que se puede y se debe mandar a los hombres, pero que no es posible gobernar sobre la naturaleza. Ya he citado su afirmación de que probablemente la historia de la humanidad no se inició con la domesticación de los animales, sino con la dominación sobre los pueblos inferiores. Hitler ridiculiza la idea de que el hombre pueda conquistar la naturaleza y se ríe de aquellos que creen poder llegar a ser sus dominadores, «por cuanto —dice— estas personas no disponen sino de una idea». Afirma así que el hombre no domina a la naturaleza, sino que, fundándose sobre el conocimiento de unas cuantas leyes y secretos naturales, se ha erigido en la posición de dueño de aquellos otros seres que carecen de tal conocimiento. Hallamos aquí una vez más la misma idea: la naturaleza es el gran poder al que tenemos que someternos, y es, en cambio, sobre los seres vivientes que debemos ejercer nuestro dominio.

He tratado de mostrar en los escritos de Hitler la presencia de las dos tendencias que ya he descrito como fundamentales en el carácter autoritario: el anhelo de poder sobre los hombres y el de sumisión a un poder exterior omnipotente. Las ideas de Hitler son más o menos parecidas a la ideología del partido nazi. Las ideas que expresa en su libro son las mismas que manifestó en una infinidad de discursos que le sirvieron para lograr la adhesión de la masa a su partido. Esta ideología resulta de su misma personalidad, que, con sus sentimientos de inferioridad, odio a la vida, ascetismo y envidia hacia quienes disfrutan de la existencia, constituye la fuente de los impulsos sadomasoquistas, y se dirigía a gente que, a causa de su similar estructura de carácter, se sentía atraída y excitada por tales enseñanzas, transformándose así en ardientes partidarios del hombre que expresaba sus mismos sentimientos. Pero no era solamente la ideología nazi lo que satisfacía a la baja clase media; la práctica política realizaba las promesas de la ideología. Se creó así una jerarquía en la que cada cual tenía algún superior a quien someterse y algún inferior sobre quien ejercer poder, el hombre que se hallaba en la cumbre tenía sobre él al Destino, la Historia, la Naturaleza, que representaba el poder superior en cuyo seno debía sumergirse. De este modo la ideología y la práctica nazis satisfacían los deseos procedentes de la estructura del carácter de una parte de la población y proporcionaban dirección y orientación a aquellos que, aun no experimentando ningún goce en el ejercicio del poder o en el sometimiento, se habían resignado a abandonar su fe en la vida, en sus propias decisiones y en todo lo demás.

¿Proporcionan estas consideraciones algún indicio que nos permita formular un pronóstico acerca de la estabilidad del nazismo en el futuro? Si bien no me siento especialmente preparado para hacer tales predicciones, creo que vale la pena señalar algunos puntos significativos, y en particular los que pueden derivarse de las premisas psicológicas de que nos hemos ocupado hasta ahora. Dadas las condiciones psicológicas existentes, ¿satisface el nazismo las necesidades emocionales de la población y constituye esta función un factor que pueda permitir su creciente estabilidad?

Por todo lo que se ha afirmado hasta ahora resulta evidente que la respuesta a esta pregunta ha de ser negativa. El hecho de la individuación humana, de la destrucción de todos los «vínculos primarios», no puede ser invertido. El proceso de destrucción del mundo medieval ha necesitado cuatrocientos años y en nuestra era estamos presenciando su cumplimiento. A menos que todo el sistema industrial y el modo de producción fueran destruidos y reducidos a su nivel de la época preindustrial, el hombre seguirá siendo un individuo que ha emergido completamente del mundo circundante. Hemos visto que el hombre no puede soportar la libertad negativa; que trata de evadirse hacia nuevos lazos destinados a sustituir los vínculos primarios que ha abandonado. Pero estos nuevos lazos no representan una unión real con el mundo. Tiene que pagar la seguridad recién adquirida, despojándose de la integridad de su yo. La dicotomía existente de hecho entre él y las autoridades a quienes se somete no desaparece por eso. Ellas amputan y estropean su vida, aun cuando conscientemente se haya sometido de acuerdo con su propia voluntad. Al mismo tiempo vive en un mundo en el que no se ha desarrollado solamente para ser un átomo, sino que también le proporciona todas las potencialidades necesarias para transformarse en individuo. El sistema industrial moderno posee no sólo la capacidad virtual de producir los medios para una vida económicamente segura para todos, sino también la de crear las bases materiales que permitan la plena expresión de las facultades intelectuales, sensibles y emocionales del hombre, reduciendo al mismo tiempo de manera considerable las horas de trabajo.

La función de una ideología y práctica autoritarias puede compararse a la función de los síntomas neuróticos. Estos resultan de condiciones psicológicas insoportables y, al mismo tiempo, ofrecen una solución que hace posible la vida. A pesar de ello, no constituyen una solución capaz de conducir a la felicidad o a la expansión de la personalidad. Dejan inmutables las condiciones que originaron la solución neurótica. El dinamismo de la naturaleza humana constituye un factor importante que tiende a buscar soluciones más satisfactorias, si existe la posibilidad de alcanzarlas. La soledad e impotencia del individuo, su búsqueda para la realización de las potencialidades que ha desarrollado, el hecho objetivo de la creciente capacidad productiva de la industria moderna, todos estos elementos son factores dinámicos que forman la base de una creciente búsqueda de libertad y felicidad. Refugiarse en la simbiosis puede aliviar durante un tiempo los sufrimientos, pero no los elimina. La historia de la humanidad no sólo es un proceso de individuación creciente, sino también de creciente libertad. El anhelo de libertad no es una fuerza metafísica y no puede ser explicado en virtud del derecho natural; representa, por el contrario, la consecuencia necesaria del proceso de individuación y del crecimiento de la cultura. Los sistemas autoritarios no pueden suprimir las condiciones básicas que originan el anhelo de libertad; ni tampoco pueden destruir la búsqueda de libertad que surge de esas mismas condiciones.

VII - LIBERTAD Y DEMOCRACIA
1. La ilusión de la individualidad

En los capítulos anteriores he tratado de mostrar cómo ciertos factores propios del sistema industrial moderno en general y de su fase monopolista en particular conducen al desarrollo de un tipo de personalidad que se siente impotente y sola, angustiada e insegura. Me he referido a las condiciones específicas existentes en Alemania, que hicieron de un sector de su población un suelo fértil para el desarrollo de aquella ideología y práctica política capaz de ejercer influencia sobre ese tipo de carácter que he descrito como autoritario.

Pero, ¿qué podemos decir acerca de nosotros mismos? ¿Se halla nuestra democracia amenazada tan sólo por el fascismo de allende el Atlántico y por la «quinta columna» existente en nuestras filas? Si éste fuera el caso, la situación podría llamarse seria, mas no crítica. Pero aun cuando debemos tener muy en cuenta las amenazas internas y externas del fascismo, hay que reconocer que no existe error mayor ni más grave peligro que el de cegarnos ante el hecho de que en nuestra propia sociedad nos vemos ante ese mismo fenómeno que constituye un suelo fértil para el surgimiento del fascismo en todas partes: la insignificancia e impotencia del individuo.

Esta afirmación refuta la creencia convencional de que la democracia moderna ha alcanzado el verdadero individualismo al liberar al individuo de todos los vínculos exteriores. Nos sentimos orgullosos de no estar sujetos a ninguna autoridad externa, de ser libres de expresar nuestros pensamientos y emociones, y damos por supuesto que esta libertad garantiza —casi de manera automática— nuestra individualidad. El derecho de expresar nuestros pensamientos, sin embargo, tiene algún significado tan sólo si somos capaces de tener pensamientos propios; la libertad de la autoridad exterior constituirá una victoria duradera solamente si las condiciones psicológicas íntimas son tales que nos permitan establecer una verdadera individualidad propia. ¿Hemos alcanzado esta meta o nos estamos, por lo menos, aproximando a ella? Este libro se refiere al factor humano: su tarea, por lo tanto, es la de analizar críticamente tal pregunta. Al hacerlo debemos volver a considerar ciertos temas que habíamos abandonado antes. Al discutir los dos aspectos de la libertad para el hombre moderno hemos señalado las condiciones económicas que conducen, en la época actual, a la impotencia y al aislamiento creciente del individuo; al tratar acerca de las consecuencias psicológicas de estos hechos hemos mostrado cómo tal impotencia conduce a esa especie de evasión que hallamos en el carácter autoritario, o a una conformidad compulsiva por la cual el individuo aislado se transforma en autómata, pierde su yo, y, sin embargo, al mismo tiempo se concibe conscientemente como libre y sujeto tan sólo a su propia determinación.

Es importante detenernos a considerar de qué manera nuestra cultura fomenta estas tendencias hacia el conformismo, aun cuando haya espacio tan sólo para algunos ejemplos sobresalientes. La represión de los sentimientos espontáneos y, por lo tanto, del desarrollo de una personalidad genuina, empieza tempranamente; en realidad desde la iniciación misma del aprendizaje del niño. Esto no quiere decir que la educación haya de conducir inevitablemente a la represión de la espontaneidad, si es que su objetivo real consiste en fomentar la independencia íntima y la individualidad del niño, así como su expansión e integridad. Las restricciones que tal forma de educación puede verse obligada a imponer al niño durante su desarrollo, constituyen tan sólo medidas transitorias que, en realidad, sirven para apoyar el proceso de crecimiento y expansión. Dentro de nuestra cultura, sin embargo, la educación conduce con demasiada frecuencia a la eliminación de la espontaneidad y a la sustitución de los actos psíquicos originales por emociones, pensamientos y deseos impuestos desde afuera. (Por original no quiero significar, como ya se ha señalado, que una idea no haya sido pensada antes por algún otro, sino que se origina en el individuo, que es el resultado de su propia actividad y que en este sentido representa su pensamiento.) Para elegir un ejemplo al azar, una de las formas más tempranas de represión de sentimientos se refiere a la hostilidad y a la aversión. Muchos niños manifiestan un cierto grado de hostilidad y rebeldía como consecuencia de sus conflictos con el mundo circundante, que ahoga su expansión, y frente al cual, siendo más débiles, deben ceder generalmente. Uno de los propósitos esenciales del proceso educativo es el de eliminar esta reacción de antagonismo. Los métodos son distintos: varían desde las amenazas y los castigos, que aterrorizan al niño, hasta los métodos más sutiles de soborno o de «explicación», que lo confunden e inducen a hacer abandono de su hostilidad. El niño empieza así a eliminar la expresión de sus sentimientos, y con el tiempo llega a eliminarlos del todo. Juntamente con esto se le enseña a no reparar en la existencia de hostilidad y falta de sinceridad en los demás; algunas veces, esto no resulta tan fácil, puesto que los niños se hallan dotados de una cierta capacidad para advertir en los demás tales cualidades negativas, sin dejarse engañar tan fácilmente por las palabras, tal como ocurre, generalmente, entre los adultos. Ellos siguen sintiendo aversión hacia alguien «sin razón alguna»..., si exceptuamos el motivo muy sólido de que sienten la hostilidad o la falta de sinceridad que irradia de tal persona. Muy pronto esta reacción es desaprobada: y no pasará mucho tiempo antes de que el niño alcance la «madurez» del adulto medio y pierda la capacidad de discriminar entre una persona decente y un hombre ruin, hasta tanto este último no haya cometido algún acto manifiesto.

Por otra parte, muy pronto en su educación se enseña al niño a experimentar sentimientos que de ningún modo son suyos; de modo particular, a sentir simpatía hacia la gente, a mostrarse amistoso con todos sin ejercer discriminaciones críticas, y a sonreír. Aquello que la educación no puede llegar a conseguir se cumple luego por medio de la presión social. Si usted no sonríe se dirá que no tiene «un carácter agradable»..., y usted necesita tenerlo si anhela vender sus servicios, ya sea como camarera, dependiente de comercio o médico. Solamente los que se hallan en la base de la pirámide social, que no venden más que su fuerza física, y los que ocupan la cúspide, no necesitan ser particularmente «agradables». El ser amistoso, alegre y todo lo que se supone deba expresar una sonrisa, se transforma en una respuesta automática que se enciende y apaga, como una llave de luz eléctrica.

Naturalmente, en muchos casos el individuo se da cuenta de que el suyo no es sino un gesto externo; pero la mayoría de las veces se pierde esta noción y con ella la capacidad de discriminar entre lo que es seudosentimiento y la amistad espontánea.

Y no solamente se suprime directamente la hostilidad y se matan los sentimientos amistosos al sobreponerles su falsificación, sino que también hay una amplia gama de emociones espontáneas que son reprimidas y reemplazadas por seudosentimientos. Freud ha tenido en cuenta una de tales represiones y la ha colocado en el centro de su sistema: la del sexo. Si bien yo creo que la limitación del goce sexual no es la única represión importante de las reacciones espontáneas, sino tan sólo una entre muchas, su importancia no debe ser, ciertamente, disminuida. Sus consecuencias son obvias en los casos de las inhibiciones sexuales y también en aquellos en los que la sexualidad asume un carácter compulsivo y es satisfecha como si se tratara de un licor o una droga desprovista de todo gusto peculiar y útil, tan sólo para olvidarse de uno mismo. En cualquiera de estas dos consecuencias, la represión, a causa de la intensidad del deseo sexual, no solamente afecta esta esfera específica, sino que también debilita el valor del individuo para la expresión espontánea de sus sentimientos en todos los demás sectores.

En nuestra sociedad se desaprueban, en general, las emociones. Si bien pueden caber muy pocas dudas de que todo pensamiento creador, así como cualquier otra actividad espontánea, se hallan inseparablemente ligados a las emociones, el vivir y el pensar sin ellas ha sido erigido en ideal. Ser «emotivo» se ha vuelto sinónimo de ser enfermizo o desequilibrado. Al aceptar esta norma, el individuo se ha debilitado grandemente; su pensamiento ha resultado empobrecido y achatado. Por otra parte, como las emociones no pueden ser por entero eliminadas, ellas han de mantener una existencia completamente separada del aspecto intelectual de la personalidad; el sentimiento barato e insincero que el cine y la música popular ofrecen a millones de sus clientes, hambrientos de emociones, resultan ser la consecuencia de todo esto.

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