Read El miedo a la libertad Online
Authors: Erich Fromm
Este mecanismo puede ser observado fácilmente en los accesos de angustia pánica en ciertos individuos. Una persona que espera recibir dentro de pocas horas un diagnóstico de su enfermedad —que puede ser fatal— se halla naturalmente en un estado de angustia. Por lo general no se estará tranquilamente sentada, esperando. Con más frecuencia su angustia, si es que no la paraliza, la conducirá hacia una especie de actividad más o menos frenética. Caminará de un lado a otro, hará preguntas y tratará de hablar a todos los que pueda, limpiará su escritorio o escribirá cartas. Puede continuar haciendo su trabajo acostumbrado, pero con una actividad mayor y más febril. Cualquiera que sea la forma que asuma su esfuerzo, se hallará impulsada por la angustia y tenderá a superar el sentimiento de impotencia por medio de esa actividad frenética.
La actividad intensa, en la doctrina de Calvino, poseía además otro significado psicológico. El hecho de no fatigarse en tan incesante esfuerzo y el de tener éxito, tanto en las obras morales como en las seculares, constituía un signo más o menos distintivo de ser uno de los elegidos. La irracionalidad de tal esfuerzo compulsivo está en que la actividad no se dirige a crear un fin deseado, sino que sirve para indicar si ocurrirá o no algo que ha sido predeterminado con independencia de la propia actividad o fiscalización. Este mecanismo es una característica bien conocida en los neuróticos obsesivos. Tales personas cuando temen el resultado de algún importante asunto, mientras tanto aguardan la respuesta pueden dedicarse a contar las ventanas de las casas o los árboles de la calle: si su número es par creerán que todo irá bien, y lo contrario si es impar. A menudo esta duda no se refiere a un caso específico sino a toda la vida de la persona, y, de acuerdo con ello, habrá una tendencia compulsiva a buscar «signos». Con frecuencia la conexión entre el contar piedras, hacer solitarios o jugar por dinero, etc., y la angustia y la duda, no es consciente. Un individuo puede estar haciendo solitarios tan sólo por un vago sentimiento de inquietud, en tanto que la función oculta de su actividad únicamente será descubierta por el análisis, a saber, la revelación del futuro.
En el calvinismo este significado del esfuerzo formaba parte de la doctrina religiosa. Originariamente se refería esencialmente al esfuerzo moral, pero mas tarde se atribuyó cada vez más importancia al esfuerzo dedicado a la propia ocupación y a sus resultados, es decir, al éxito o al fracaso en los negocios. El éxito llegó a ser el signo de la gracia divina; el fracaso, el de la condenación.
Estas consideraciones muestran que la compulsión hacia el esfuerzo y el trabajo incesantes, estaba muy lejos de contradecir la convicción básica acerca de la impotencia humana; más bien se trataba de su consecuencia psicológica. El esfuerzo y el trabajo asumían en este sentido un carácter totalmente irracional. No se dirigían a cambiar el destino, dado que éste era predeterminado por Dios con independencia de toda actividad por parte del individuo. Servían únicamente como medio de predicción de un destino determinado de antemano, y, al mismo tiempo, esa frenética actividad era una renovada defensa contra aquel sentimiento de impotencia, que de otro modo hubiera sido insoportable.
Esta nueva actitud con respecto a la actividad y al trabajo considerados como fines en sí mismos, puede ser estimada como la transformación psicológica de mayor importancia que haya experimentado el hombre desde el final de la Edad Media. En toda sociedad el individuo debe trabajar, si quiere vivir. Muchas sociedades resolvieron el problema haciendo trabajar a los esclavos, permitiendo así al hombre libre dedicarse a ocupaciones «más nobles». En tales sociedades el trabajo no era una actividad digna del hombre libre. También en la sociedad medieval la carga del trabajo estaba distribuida de manera desigual entre las distintas clases de la jerarquía social, existiendo un grado considerable de brutal explotación. Pero la actitud hacia el trabajo era diferente de la que se desarrolló después, durante la era moderna. El trabajo no poseía la calidad abstracta de ser el medio para producir alguna mercancía susceptible de venderse con beneficio en el mercado. Por el contrario, constituía una respuesta concreta a una concreta exigencia: ganarse la vida. Como lo ha demostrado especialmente Max Weber, no existía ningún impulso a trabajar más de lo que fuera necesario para mantener el nivel de vida tradicional. Parece que entre algunos grupos de la sociedad medieval se disfrutaba del trabajo en tanto que éste permitía la realización de alguna capacidad productiva, y que muchos otros trabajaban porque estaban obligados a hacerlo y se daban cuenta de que esa necesidad era debida a la presión exterior. Lo nuevo en la sociedad moderna fue que los hombres estaban ahora impulsados a trabajar, no tanto por la presión exterior como por una tendencia compulsiva interna que los obligaba de una manera sólo comparable a la que hubiera podido alcanzar un patrón muy severo en otras sociedades.
La compulsión interna tenía mayor eficacia en dirigir la totalidad de las energías hacia el trabajo que cualquier otra forma de compulsión externa. Por el contrario, en contra de ésta siempre existe un cierto grado de rebeldía que reduce la eficacia del trabajo o anula la capacidad de la gente para cualquier tipo de ocupación especializada que requiera inteligencia, iniciativa y responsabilidad. La tendencia compulsiva hacia el trabajo, por la cual el hombre llega a ser el esclavo de sí mismo, no tiene esos inconvenientes. Sin duda, el capitalismo no se habría desarrollado si la mayor parte de las energías humanas no se hubieran encauzado en beneficio del trabajo. No existe ningún otro periodo de la historia en el cual los hombres libres hayan dedicado tantas energías a un solo propósito: el trabajo. La tendencia compulsiva hacia el trabajo incesante fue una de las fuerzas más productivas, no menos importante para el desarrollo de nuestro sistema industrial que el vapor y la electricidad.
Hasta aquí nos hemos referido principalmente a la angustia y al sentimiento de la impotencia que impregnaban la personalidad de los miembros de la clase media. Debemos ahora tratar otro rasgo, del cual hemos hablado sólo brevemente: su hostilidad y su resentimiento. Que la clase media desarrollara una hostilidad intensa no debe sorprender. Es normal que todos los que se sientan frustrados en su expresión emocional y sensual y también amenazados en su existencia misma, experimenten como reacción un sentimiento de hostilidad. Como ya hemos visto, la clase media en conjunto, y especialmente aquellos miembros que todavía no se beneficiaban con las ventajas del naciente capitalismo, se sentía frustrada y seriamente amenazada. Había otro factor destinado a incrementar su hostilidad: el lujo y el poder que podía permitirse y ostentar el pequeño grupo de capitalistas, incluso los altos dignatarios de la Iglesia. La consecuencia natural era una envidia intensa en contra del mismo. Pero, si bien su hostilidad y envidia aumentaban, los miembros de la clase media no podían hallar una expresión directa de sus sentimientos, tal como les era posible hacerlo a las clases bajas. Estas odiaban a los ricos que los explotaban, deseaban destruir su poder y, por lo tanto, nada impedía que sintieran y expresaran su odio. También la clase superior podía expresar su agresividad a través del apetito del poder. Pero los miembros de la clase media eran esencialmente conservadores, querían estabilizar la sociedad y no revolucionarla; cada uno de ellos tenia la esperanza de llegar a ser más próspero y participar en el progreso general. La hostilidad, por lo tanto, no debía manifestarse abiertamente, ni aun podía ser experimentada conscientemente: debía ser reprimida. Sin embargo, esta represión sólo aleja el objeto reprimido de la claridad de la conciencia, pero no lo anula. Además, la hostilidad reprimida, al no hallar ninguna forma de expresión directa, aumenta hasta el punto de impregnar la personalidad toda, las relaciones con los otros y con uno mismo, pero de modo más racional y disfrazado.
Lutero y Calvino representan esta hostilidad que todo lo penetra. No solamente en el sentido de que estos hombres, personalmente, pueden contarse entre las grandes figuras de la historia y aún más entre los líderes religiosos que con mayor intensidad experimentaron sentimientos de odio, sino —y esto es mucho más importante— en el sentido de que sus doctrinas se hallaban teñidas de esa hostilidad y sólo podían tener eco en un grupo que también se viera impulsado por una hostilidad intensa y reprimida. Su expresión más saliente puede hallarse en la concepción que ellos sustentaban acerca de Dios, especialmente en las doctrinas de Calvino. Si bien estamos familiarizados con este concepto, con frecuencia no nos damos cuenta cabal de lo que significa concebir a Dios como un ser tan arbitrario y despiadado como lo es la divinidad calvinista, capaz de predestinar a una parte de la humanidad a la condenación eterna, sin más justificación o razón que manifestar una expresión del poder divino. El mismo Calvino, por supuesto, se preocupaba por las evidentes objeciones que podían hacerse a esta concepción; pero las construcciones más o menos sutiles que formulara para sostener la imagen de un Dios justo y lleno de amor no tenían el don de convencer. Esta concepción de una divinidad despótica que exige un poder ilimitado sobre los hombres, su sumisión y humillación, era la proyección del odio y la envidia sufridos por la clase media.
La hostilidad y el resentimiento también se expresaban en el tipo de relaciones con los demás. La forma principal que asumían era la de indignación moral, característica de la baja clase media desde los tiempos de Lutero hasta los de Hitler. Esta clase, que en realidad era envidiosa de los que poseían riqueza y poder y disfrutaban de la vida, racionalizaba su resentimiento y envidia del buen vivir por medio de la indignación moral y de la convicción de que esos grupos, socialmente superiores, serían castigados por el sufrimiento eterno. Pero la tensión hostil en contra de los demás halló aún otras expresiones. El régimen de Calvino en Ginebra se caracterizaba por un clima de sospecha y hostilidad universales que colocaba a cada uno contra todos los demás, y, ciertamente, en este despotismo hubiera podido hallarse muy poco espíritu de amor y fraternidad. Calvino desconfiaba de la riqueza y, al mismo tiempo, experimentaba poca piedad hacia la pobreza. En el desarrollo ulterior del calvinismo aparecen frecuentes advertencias contra los sentimientos de amistad hacia los extranjeros, actitudes crueles para con los pobres y una atmósfera general de sospecha.
Aparte de la proyección en Dios de la hostilidad y de los celos y de su expresión indirecta bajo la forma de indignación moral, otra manera de manifestar la hostilidad fue la de dirigirla hacia uno mismo. Ya vimos cómo Calvino y Lutero subrayaban la maldad propia del hombre y enseñaban que la autohumillación y degradación son base de toda virtud; para ellos esta exigencia no significaba, conscientemente, otra cosa que un grado extremo de humildad. Pero quien esté familiarizado con los mecanismos psicológicos de la autoacusación y la autohumillación, no puede dudar de que esta clase de «humillación» se arraiga en un odio violento que, por una razón u otra, halla bloqueada su expresión hacia el mundo exterior y opera entonces en contra del propio yo. Para entender cabalmente este fenómeno es menester darse cuenta de que las actitudes hacia los otros y hacia uno mismo, lejos de ser contradictorias, en principio corren paralelas. Pero mientras la hostilidad contra los otros a menudo es consciente y puede expresarse en forma abierta, la hostilidad en contra de uno mismo, generalmente (excepto en los casos patológicos), es inconsciente, y halla su expresión en formas indirectas y racionalizadas. Una de ellas consiste —como ya se ha dicho— en subrayar la propia maldad e insignificancia; otra aparece como imperativo de la conciencia o sentimiento del deber. Del mismo modo como existe un tipo de humildad que no tiene nada que ver con el odio de sí mismo, así también existen imperativos de la conciencia que son genuinos, y un sentido del deber que no está arraigado en la hostilidad. Estos sentimientos legítimos son parte de la personalidad integrada, y el obedecer a sus demandas constituye una afirmación del yo. Por el contrario, el sentimiento del «deber», tal como lo vemos impregnar la vida del hombre moderno, desde el período de la Reforma hasta el presente, en las racionalizaciones religiosas o seculares, se halla, intensamente coloreado por la hostilidad contra el yo. La «conciencia» es un negrero que el hombre se ha colocado dentro de sí mismo y que lo obliga a obrar de acuerdo con los deseos y fines que él cree suyos propios, mientras que en realidad no son otra cosa que las exigencias sociales externas que se han hecho internas. Manda sobre él con crueldad y rigor, prohibiéndole el placer y la felicidad, y haciendo de toda su vida la expiación de algún pecado misterioso. Es también la base de aquel «ascetismo mundano interior» tan característico del calvinismo primitivo y del puritanismo ulterior. La hostilidad en la cual se arraiga esta forma moderna de la humildad y del sentimiento del deber explica también una contradicción que de otra manera sería desconcertante: el hecho de que tal humildad se halle acompañada por el desprecio hacia los otros y que el sentimiento de la propia virtud haya reemplazado el amor y la piedad. Una humildad y un sentimiento del deber genuinos no hubieran podido hacerlo; pero la autohumillación y la «conciencia» que se niega a sí misma constituyen únicamente un lado de la hostilidad; en el otro están el odio y el desprecio para con los demás.
Me parece conveniente resumir ahora, sobre la base de este breve análisis acerca del significado de la libertad durante el período de la Reforma, las conclusiones alcanzadas con referencia al problema específico de la libertad y al problema general de la interacción de los factores económicos, psicológicos y sociales en el proceso social.
El derrumbamiento del sistema medieval de la sociedad feudal posee un significado capital que rige para todas las clases sociales: el individuo fue dejado solo y aislado. Estaba libre y esta libertad tuvo un doble resultado. El hombre fue privado de la seguridad de que gozaba, del incuestionable sentimiento de pertenencia, y se vio arrancado de aquel mundo que había satisfecho su anhelo de seguridad tanto económica como social. Se sintió solo y angustiado. Pero también era libre de obrar y pensar con independencia, de hacerse dueño de sí mismo y de hacer de su propia vida todo lo que era capaz de hacer, y no lo que le mandaban hacer.