El miedo a la libertad (8 page)

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Authors: Erich Fromm

BOOK: El miedo a la libertad
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Esta inseguridad subyacente, consecuencia de la posición del individuo aislado en un mundo hostil, tiende a explicar el origen de un rasgo de carácter que fue —como lo señaló Burckhardt— peculiar del individuo del Renacimiento, y que no se halla presente, por lo menos con la misma intensidad, en el miembro de la estructura social del medioevo: su apasionado anhelo de fama. Si el significado de la vida se ha tornado dudoso, si las relaciones con los otros y con uno mismo ya no ofrecen seguridad, entonces la fama es un medio para acallar las propias dudas. Posee una función con respecto a la inmortalidad, comparable a la de las pirámides egipcias, o a la de la fe cristiana; eleva la propia vida individual, por encima de sus limitaciones e inestabilidad, hasta el plano de lo indestructible; si el propio nombre es conocido por los contemporáneos y se abriga la esperanza de que durará por siglos, entonces la propia vida adquiere sentido y significación por el mero hecho de reflejarse en los juicios de los otros. Es obvio que esta solución de la inseguridad individual era posible tan sólo para un grupo social cuyos miembros poseyeran los medios efectivos para alcanzar la fama. No era una solución posible para las masas impotentes que pertenecían a esa misma cultura, ni tampoco la solución que hallaremos en la clase media urbana que constituyó el fundamento de la Reforma.

Hemos empezado por la discusión del Renacimiento porque este período representa el comienzo del individualismo moderno, y también por cuanto el trabajo realizado por sus historiadores arroja alguna luz sobre aquellos mismos factores que son significativos para el proceso principal analizado en el presente estudio, es decir, la emergencia del hombre de la existencia preindividualista hacia aquella en que alcanzó una conciencia plena de sí mismo como entidad separada. Pero no obstante el hecho de que las ideas renacentistas no dejaron de tener influencia sobre el ulterior desarrollo del pensamiento europeo, las raíces esenciales del capitalismo europeo, su estructura económica y su espíritu no han de hallarse en la cultura italiana de la baja Edad Media, sino en la situación económica y social de la Europa central y occidental y en las doctrinas de Lutero y Calvino.

La principal diferencia entre las dos culturas es la siguiente: el período del Renacimiento representó un grado de evolución comparativamente alto del capitalismo industrial y comercial; se trataba de una sociedad en la que gobernaba un pequeño grupo de individuos ricos y poderosos que formaban la base social necesaria para los filósofos y los artistas que expresaban el espíritu de esta cultura. La Reforma, por otra parte, fue esencialmente una religión de las clases urbanas medias y bajas y de los campesinos. También Alemania tenía sus comerciantes ricos, como los Fuggers, pero no era a ellos a quienes interesaban las nuevas doctrinas religiosas, ni eran ellos la base principal sobre la que se desarrolló el capitalismo moderno. Como lo ha demostrado Max Weber, fue la clase media urbana la que constituyó el fundamento del moderno desarrollo capitalista en el mundo occidental. En conformidad con la completa diferencia en el sustrato social de los dos movimientos, debemos suponer que el espíritu del Renacimiento y de la Reforma fueron distintos. Al discutir la teología de Calvino y Lutero, aparecerán implícitamente algunas diferencias. Nuestra atención se enfocará sobre el problema de cómo la liberación de los vínculos individuales afectó a la estructura del carácter de la clase media urbana; trataremos de mostrar de qué modo el protestantismo y el calvinismo, si bien expresaron un nuevo sentimiento de la libertad, constituyeron a la vez una forma de evasión de sus responsabilidades. Discutiremos primero cuál fue la situación económica y social de Europa, especialmente la de Europa central, en los comienzos del siglo XVI, y luego analizaremos cuáles fueron las repercusiones de esta situación sobre la personalidad de los hombres que vivían en ese período, qué relaciones tuvieron las enseñanzas de Calvino y Lutero con tales factores psicológicos y cuál fue la relación de estas nuevas doctrinas religiosas con el espíritu del capitalismo.

En la sociedad medieval la organización económica de la ciudad fue relativamente estática. Los artesanos, desde el último período de la Edad Media, se hallaban unidos en sus gremios. Cada maestro tenía uno o dos aprendices y el número de maestros estaba relacionado en alguna medida con las necesidades de la comunidad. Aunque siempre había alguien que debía luchar duramente para ganar lo suficiente con qué vivir, por lo general el miembro de la corporación podía estar seguro de que viviría con el fruto de su trabajo. Si fabricaba buenas sillas, zapatos, pan, monturas, etc., eso era todo lo necesario para tener la seguridad de vivir sin riesgos dentro del nivel que le estaba tradicionalmente asignado a su posición social. Podía tener confianza en sus «buenas obras», para emplear la expresión no ya en el significado teológico, sino en su sencillo sentido económico. Las corporaciones impedían toda competencia seria entre sus miembros y constreñían a la cooperación en lo referente a la compra de las materias primas, las técnicas de producción y los precios de sus productos. En contradicción con una tendencia a idealizar el sistema corporativo juntamente con la vida medieval, algunos escritores han señalado cómo los gremios se hallaron siempre imbuidos de un espíritu monopolista que intentaba proteger a un pequeño grupo con exclusión de los recién llegados. La mayoría de los autores, sin embargo, coincide en que, aun evitando toda idealización de las corporaciones, éstas se hallaban basadas en la cooperación mutua y ofrecían una relativa seguridad a sus miembros.

El comercio medieval era llevado a cabo, como lo ha indicado Sombart, por una multitud de pequeños comerciantes. La venta al por mayor y la venta al detalle todavía no se habían separado, y hasta aquellos comerciantes que visitaban el extranjero, tales como los miembros de la Hansa del norte de Alemania, todavía se ocupaban del comercio al detalle. También la acumulación del capital fue muy lenta hasta fines del siglo XV. De este modo el pequeño comerciante poseía un grado considerable de seguridad en comparación con lo que ocurrió durante la última parte de la Edad Media, cuando el gran capital y el comercio monopolista asumieron una importancia creciente. «Mucho de lo que ahora tiene carácter mecánico», dice el profesor Tawney acerca de la vida de una ciudad medieval, «era entonces personal, íntimo y directo, y había poco lugar para una organización demasiado vasta para el individuo y para la doctrina que hace acallar los escrúpulos y cierra todas las cuentas con la justificación final de la conveniencia económica».

Esto nos conduce a un asunto esencial para la comprensión de la posición del individuo en la sociedad medieval: el que se refiere a las opiniones éticas concernientes a las actividades económicas, tales como ellas se expresaban no solamente en las doctrinas de la Iglesia católica, sino también en las leyes seculares. Sobre este punto seguimos la exposición de Tawney, puesto que su posición no puede ser sospechosa de ningún intento de idealizar el mundo medieval o de considerarlo bajo un aspecto romántico. Los supuestos básicos referentes a la vida económica eran dos: «Que los intereses económicos se subordinan al problema de la vida, que es la salvación, y que la conducta económica es un aspecto de la conducta personal, sometida, al igual que las otras, a las reglas de la moralidad».

Tawney formula así la opinión medieval acerca de las actividades económicas:

Las riquezas materiales poseen importancia secundaria, pero son necesarias, puesto que sin ellas los hombres no se pueden mantener ni ayudarse entre si... Mas los motivos económicos son sospechosos. Como constituyen apetitos poderosos, los hombres los temen, pero no son tan bajos como para llegar a aplaudirlos... No hay lugar, según la teoría medieval, para una actividad económica que no esté relacionada con un fin moral, y el hallar una ciencia de la sociedad fundada en el supuesto de que el apetito para la ganancia económica es una fuerza constante y mensurable, que debe ser aceptada, al modo de las demás fuerzas naturales, como un hecho inevitable y evidente por sí mismo, hubiera parecido al pensador medieval casi tan irracional e inmoral como el escoger, como supuesto de la filosofía social, la actividad desenfrenada de atributos humanos tales como la belicosidad y el instinto sexual... Las riquezas, como dice San Antonio, existen para el hombre y no el hombre para las riquezas... A cada paso, entonces, hay límites, restricciones, advertencias contra toda posible interferencia de los asuntos económicos sobre las cuestiones serias. Es lícito para un hombre buscar aquellas riquezas que son necesarias para mantener el nivel de vida propio de su posición social. Buscar más no es ser emprendedor, sino ser avaro, y la avaricia es un pecado mortal. El comercio es legítimo; los diferentes recursos naturales de los distintos países muestran que la Providencia lo había previsto. Pero se trata de un asunto peligroso. Hay que estar seguro de que se lo está ejercitando para el beneficio público y que las ganancias de que uno se apropia no son más que el salario de su trabajo. La propiedad privada es una institución necesaria, por lo menos en un mundo caído en el pecado; los hombres trabajan más y disputan menos cuando los bienes son privados que cuando son comunes. Pero la propiedad privada debe ser tolerada como una concesión a la debilidad humana y no ser exaltada como un bien en sí misma; el ideal, si es que el hombre pudiera elevarse hasta él, seria el comunismo. «Communis enim —escribe Graciano en su decretum—, usus omnium quoe sunt in hoc mundo, ómnibus hominibus ese debuit.» En el mejor de los casos las posesiones son un estorbo. Deben ser adquiridas legítimamente. Deben hallarse en el mayor número posible de manos. Deben proveer al sustento de los pobres. Su uso en la medida de lo practicable debe ser común. Sus propietarios han de estar prontos para compartirlas con los necesitados, aun cuando éstos no se hallen en la indigencia inmediata.

Aun cuando estas opiniones expresan normas y no constituyan la imagen precisa de la realidad de la vida económica, reflejan, sin embargo, en alguna medida el real espíritu de la sociedad medieval.

La relativa estabilidad de la posición de los artesanos y de los mercaderes, que era característica de la ciudad medieval, fue debilitándose paulatinamente durante la baja Edad Media, hasta que se derrumbó por completo durante el siglo XVI. Ya desde el siglo XIV, y aun antes, se había iniciado una diferenciación creciente en el seno de las corporaciones, que siguió su curso a pesar de todos los esfuerzos por detenerla. Algunos miembros de los gremios poseían más capital que otros y empleaban cinco o seis jornaleros en lugar de uno o dos. Muy pronto algunos gremios admitieron solamente a las personas que dispusieran de un cierto capital. Otras corporaciones se tornaron poderosos monopolios que trataban de lograr todas las ventajas posibles de su posición monopolista y de explotar al consumidor en todo cuanto podían. Por otra parte, muchos miembros de las corporaciones se empobrecieron y debieron buscar alguna ganancia fuera de su ocupación tradicional, llegando frecuentemente a ser pequeños comerciantes accidentales. Muchos de ellos habían perdido su independencia económica y su seguridad, mientras al mismo tiempo se aferraban al ideal tradicional de la independencia económica.

En conexión con esta evolución del sistema de gremios la situación de los jornaleros fue de mal en peor. Mientras en las industrias de Italia y de Flandes existía una clase de obreros insatisfechos ya desde el siglo xiii o aun antes, la situación del jornalero en los gremios artesanos todavía era relativamente segura. Aun cuando no fuera cierto que todo jornalero podía llegar a patrón, muchos lo conseguían. Pero a medida que aumentaba el número de jornaleros dependientes de un solo patrón, que aumentaba el capital necesario para hacerse patrón y que aumentaba el carácter monopolista y exclusivo asumido por los gremios, disminuían las oportunidades del jornalero. El empeoramiento de su posición económica y social se manifestó en su creciente descontento, en la formación de organizaciones propias, huelgas y hasta violentas insurrecciones.

Lo que se ha dicho acerca del creciente desarrollo capitalista de los gremios de artesanos es aún más evidente en lo que toca al comercio. Mientras el comercio medieval había sido principalmente un modesto negocio interurbano, durante los siglos XIV y XV el comercio nacional e internacional creció rápidamente. Aun cuando los historiadores no están de acuerdo acerca del momento de iniciación de las grandes compañías comerciales, coinciden en que en el siglo XV ellas se estaban volviendo cada vez más poderosas y se habían desarrollado en monopolios que, por la fuerza superior de su capital, amenazaban tanto al pequeño comerciante como al consumidor. La reforma del emperador Segismundo, en el siglo XV, intentó restringir el poder de los monopolios por medios legislativos. Pero la posición del pequeño negociante se tornó cada vez más insegura; «apenas ejercía la influencia suficiente para dejar oír sus quejas, pero no la necesaria para impulsar una acción efectiva».

La indignación y la ira del pequeño comerciante contra los monopolios fueron expresadas elocuentemente por Lutero en su folleto «Sobre el comercio y la usura», impreso en 1524:

Ellos tienen bajo su vigilancia todos los bienes y practican sin disimulo todos los engaños que han sido mencionados; suben y bajan los precios según su gusto, y oprimen y arruinan a todos los pequeños comerciantes, al modo como el lucio come los pececillos, justamente como si fueran señores de las criaturas de Dios y no tuvieran obligación de prestar obediencia a todas las leyes de la fe y el amor.

Estas palabras de Lutero habrían podido escribirse hoy. El miedo y la ira de la clase media contra los ricos monopolistas, durante los siglos XV y XVI, son similares en muchos aspectos al sentimiento que caracteriza la actitud de la clase media contra los monopolistas y los poderosos capitalistas de nuestra época.

También aumentaba el papel del capital en la industria. Un ejemplo notable es el de la industria minera. Originariamente la parte de cada miembro de una corporación minera era proporcional a la cantidad de trabajo por él realizada. Pero alrededor del siglo XV, las participaciones pertenecían en muchos casos a capitalistas que no trabajaban personalmente y, en medida cada vez más creciente, el trabajo era llevado a cabo por obreros retribuidos con salarios y sin participación en la empresa. El mismo desarrollo capitalista ocurrió también en otras industrias, y aumentó la tendencia que derivaba del papel creciente del capital en los gremios de artesanos y en el comercio: un aumento en la división entre ricos y pobres y en el descontento reinante entre estos últimos.

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