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Authors: Erich Fromm

El miedo a la libertad (32 page)

BOOK: El miedo a la libertad
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Y, sin embargo, todo esto apunta a una confusa revelación de la verdad: que el hombre moderno vive bajo la ilusión de saber lo que quiere, cuando, en realidad, desea únicamente lo que se supone (socialmente) ha de desear. Para aceptar esta afirmación es menester darse cuenta de que saber lo que uno realmente quiere no es cosa tan fácil como algunos creen, sino que representa uno de los problemas más complejos que enfrentan al ser humano. Es una tarea que tratamos de eludir con todas nuestras fuerzas, aceptando fines ya hechos como si fueran fruto de nuestro propio querer. El hombre moderno está dispuesto a enfrentar graves peligros para lograr los propósitos que se supone sean «suyos», pero teme profundamente asumir el riesgo y la responsabilidad de forjarse sus propios fines. A menudo se considera la intensidad de la actividad como una prueba del carácter autodeterminado de la acción, pero ya sabemos que esa conducta bien podría ser menos espontánea que la de una persona hipnotizada o de un actor. Conociendo la trama general de la obra, cada actor puede representar vigorosamente la parte que le corresponde y hasta crear por su cuenta frases y determinados detalles de la acción. Sin embargo, no hace más que representar un papel que le ha sido asignado.

La dificultad especial que existe en reconocer hasta qué punto nuestros deseos —así como los pensamientos y las emociones-no son realmente nuestros sino que los hemos recibido desde afuera, se halla estrechamente relacionada con el problema de la autoridad y la libertad. En el curso de la historia moderna, la autoridad de la Iglesia se vio reemplazada por la del Estado, la de éste por el imperativo de la conciencia, y, en nuestra época, la última ha sido sustituida por la autoridad anónima del sentido común y la opinión pública, en su carácter de instrumentos del conformismo. Como nos hemos liberado de las viejas formas manifiestas de autoridad, no nos damos cuenta de que ahora somos prisioneros de este nuevo tipo de poder. Nos hemos transformado en autómatas que viven bajo la ilusión de ser individuos dotados de libre albedrío. Tal ilusión ayuda a las personas a permanecer inconscientes de su inseguridad, pero ésta es toda la ayuda que ella puede darnos. En su esencia el yo del individuo ha resultado debilitado, de manera que se siente impotente y extremadamente inseguro. Vive en un mundo con el que ha perdido toda conexión genuina y en el cual todas las personas y todas las cosas se han transformado en instrumentos, y en donde él mismo no es más que una parte de la máquina que ha construido con sus propias manos. Piensa, siente y quiere lo que él cree que los demás suponen que él deba pensar, sentir y querer, y en este proceso pierde su propio yo, que debería constituir el fundamento de toda seguridad genuina del individuo libre.

La pérdida del yo ha aumentado la necesidad de conformismo, dado que origina una duda profunda acerca de la propia identidad. Si no soy otra cosa que lo que creo que los otros suponen que yo debo ser..., ¿quién soy yo realmente? Hemos visto cómo la duda acerca del propio yo se inicia con el derrumbe del mundo medieval, en el cual el individuo había disfrutado de un lugar seguro dentro de un orden fijo. La identidad del individuo ha constituido el problema de mayor envergadura de la filosofía moderna desde Descartes. Hoy damos por supuesto lo que somos. Sin embargo, la duda acerca de nuestro ser todavía existe y hasta ha aumentado. Pirandello, en sus obras, expresa este sentimiento del hombre moderno. Comienza con la pregunta: «¿Quién soy yo? ¿Qué prueba tengo de mi propia identidad más que la permanencia de mi yo físico?» Su contestación no es como la de Descartes —la afirmación del yo individual—, sino su negación: no poseo identidad, no hay yo, excepto aquel que es reflejo de lo que los otros esperan que yo sea; yo soy «como tú me quieras».

Entonces, esta pérdida de la identidad hace aún más imperiosa la necesidad de conformismo; significa que uno puede estar seguro de si mismo sólo en cuanto logra satisfacer las expectativas de los demás. Si no lo conseguimos, no sólo nos vemos frente al peligro de la desaparición pública y de un aislamiento creciente, sino que también nos arriesgamos a perder la identidad de nuestra personalidad, lo que significa comprometer nuestra salud psíquica.

Al adaptarnos a las expectativas de los demás, al tratar de no ser diferentes, logramos acallar aquellas dudas acerca de nuestra identidad y ganamos así cierto grado de seguridad. Sin embargo, el precio de todo ello es alto. La consecuencia de este abandono de la espontaneidad y de la individualidad es la frustración de la vida. Desde el punto de vista psicológico, el autómata, si bien está vivo biológicamente, no lo está ni mental ni emocionalmente. Al tiempo que realiza todos los movimientos del vivir, su vida se le escurre de entre las manos como arena. Detrás de una fachada de satisfacción y optimismo, el hombre moderno es profundamente infeliz; en verdad, está al borde de la desesperación. Se aferra desesperadamente a la noción de individualidad; quiere ser diferente, y no hay recomendación mejor para alguna cosa que la de decir que «es diferente». Se nos informa del nombre individual del empleado del ferrocarril a quien compramos los billetes; maletas, naipes y radios portátiles son «personalizados» colocándoles las iniciales de su dueño. Todo esto indica la existencia de un hambre de «diferencia», y sin embargo, se trata de los últimos vestigios de personalidad que todavía subsisten. El hombre moderno está hambriento de vida. Pero puesto que siendo un autómata no puede experimentar la vida como actividad espontánea, acepta como sucedáneo cualquier cota que pueda causar excitación o estremecimiento: bebidas, deportes o la identificación con la vida ilusoria de los personajes ficticios de la pantalla.

¿Cuál es, entonces, el significado de la libertad para el hombre moderno?

Se ha liberado de los vínculos exteriores que le hubieran impedido obrar y pensar de acuerdo con lo que había considerado adecuado. Ahora seria libre de actuar según su propia voluntad, si supiera lo que quiere, piensa y siente. Pero no lo sabe. Se ajusta al mandato de autoridades anónimas y adopta un yo que no le pertenece. Cuanto más procede de este modo, tanto más se siente forzado a conformar su conducta a la expectativa ajena. A pesar de su disfraz de optimismo e iniciativa, el hombre moderno está abrumado por un profundo sentimiento de impotencia, que le hace mirar fijamente y como paralizado las catástrofes que se avecinan.

Considerada superficialmente, la gente parece llevar bastante bien su vida económica y social; sin embargo, sería peligroso no percatarle de la infelicidad profundamente arraigada que se oculta detrás de la cobertura del bienestar. Si la vida pierde su sentido porque no es vivida, el hombre llega a la desesperación. Nadie está dispuesto a dejarse morir por inanición psíquica, como nadie moriría calladamente por inanición física. Si nos limitamos a considerar solamente las necesidades económicas, en lo que respecta a las personas «normales», si no alcanzamos a ver el sufrimiento del individuo automatizado medio, entonces no nos habremos dado cuenta del peligro que amenaza a nuestra cultura desde su base humana: la disposición a aceptar cualquier ideología o cualquier líder, siempre que prometan una excitación emocional y sean capaces de ofrecer una estructura política, y aquellos símbolos que aparentemente dan significado y orden a la vida del individuó. La desesperación del autómata humano es un suelo fértil para los propósitos políticos del fascismo.

2. Libertad y espontaneidad

Hasta ahora este libro ha versado acerca de un aspecto de la libertad: la impotencia y la inseguridad que sufre el individuo aislado en la sociedad moderna después de haberse liberado de todos los vínculos que en un tiempo otorgaban significado y seguridad a su vida. Hemos visto que el individuo no puede soportar este aislamiento: como ser aislado, se halla extremadamente desamparado en comparación con el mundo exterior, que, por lo tanto, le inspira un miedo profundo. A causa de su aislamiento, además, la unidad del mundo se ha quebrado para él, y de este modo ya no tiene ningún punto firme para su orientación. Por eso se siente abrumado por la duda acerca de sí mismo, del significado de la vida y, por fin, de todo principio rector de las acciones. Tanto el desamparo como la duda paralizan la vida, y de este modo el hombre, para vivir, trata de esquivar la libertad que ha logrado: la libertad negativa. Se ve así arrastrado hacia nuevos vínculos. Estos son diferentes de los vínculos primarios, de los cuales, no obstante la dominación de las autoridades o del grupo social, no se hallaba del todo separado. La evasión de la libertad no le restituye la seguridad perdida, sino que únicamente lo ayuda a olvidarse de que constituye una entidad separada. Halla una nueva y frágil seguridad a expensas del sacrificio de la integridad de su yo individual. Prefiere perder el yo porque no puede soportar su soledad. Así, la libertad —como libertad de— conduce hacia nuevas cadenas.

¿Podría afirmarse que nuestro análisis se presta a la conclusión de la inevitabilidad del ciclo que conduce de la libertad hacia nuevas formas de dependencia? ¿Es que la libertad de los vínculos primarios arroja al individuo en tal soledad y aislamiento que inevitablemente le obliga a refugiarse en nuevos vínculos? ¿Independencia y libertad son inseparables de aislamiento y miedo? ¿O existe, por el contrario, un estado de libertad positiva en el que el individuo vive como yo independiente sin hallarse aislado, sino unido al mundo, a los demás hombres, a la naturaleza?

Creemos que la contestación es positiva, que el proceso del desarrollo de la libertad no constituye un círculo vicioso, y que el hombre puede ser libre sin hallarse solo; crítico, sin henchirse de dudas; independiente, sin dejar de formar parte integrante de la humanidad. Esta libertad el hombre puede alcanzarla realizando su yo, siendo lo que realmente es. ¿En qué consiste la realización del yo? Los filósofos idealistas han creído que la autorrealización sólo puede alcanzarse por medio de la intuición intelectual. Han insistido en la división de la personalidad humana, suprimiendo la naturaleza y conservando la razón. La consecuencia de esta separación fue la de frustrar no solamente las facultades emocionales del hombre, sino también las intelectuales. La razón, al transformarse en guardián de su prisionera, la naturaleza, se volvió ella misma cautiva, frustrándose de este modo ambos lados de la personalidad humana: razón y emoción. Creemos que la realización del yo se alcanza no solamente por el pensamiento, sino por la personalidad total del hombre, por la expresión activa de sus potencialidades emocionales e intelectuales. Estas se hallan presentes en todos, pero se actualizan sólo en la medida en que lleguen a expresarse. En otras palabras, la libertad positiva consiste en la actividad espontánea de la personalidad total integrada.

Enfrentamos aquí uno de los problemas más difíciles de la psicología: el de la espontaneidad. Intentar una discusión adecuada de esta cuestión requeriría otro libro. Sin embargo, sobre la base de lo que se ha dicho hasta ahora es posible llegar, por vía de contrastes, a comprender la esencia de la actividad espontánea. Esta no es la actividad compulsiva, consecuencia del aislamiento e impotencia del individuo; tampoco es la actividad del autómata, que no representa sino la adopción crítica de normas surgidas desde afuera. La actividad espontánea es libre actividad del yo e implica, desde el punto de vista psicológico, el significado literal inherente a la palabra latina sponte: el ejercicio de la propia y libre voluntad. Al hablar de actividad no nos referimos al «hacer algo», sino a aquel carácter creador que puede hallarse tanto en las experiencias emocionales, intelectuales y sensibles, como en el ejercicio de la propia voluntad. Una de las premisas de esta espontaneidad reside en la aceptación de la personalidad total y en la eliminación de la distancia entre naturaleza y razón; porque la actividad espontánea tan sólo es posible si el hombre no reprime partes esenciales de su yo, si llega a ser transparente para sí mismo y si las distintas esferas de la vida han alcanzado una integración fundamental.

Si bien la espontaneidad es un fenómeno relativamente raro en nuestra cultura, no carecemos completamente de ella. Con el fin de contribuir a la comprensión de este problema, creo conveniente recordar al lector algunos ejemplos en los que a todos nos es dado sorprender un reflejo de espontaneidad.

En primer lugar, conocemos la existencia de individuos que son —o han sido— espontáneos; personas cuyos pensamientos, emociones y acciones son la expresión de su yo y no la de un autómata. Tales individuos los conocemos sobre todo con el nombre de artistas. En efecto, el artista puede ser definido como una persona capaz de expresarse espontáneamente. Si ésta fuera la definición del artista —Balzac se definía a sí mismo de esta manera— entonces ciertos filósofos y científicos también deberían llamarse artistas, en tanto que otros serían en comparación con ellos lo que un fotógrafo de viejo estilo con respecto a un pintor creador. Hay otras personas que, aun careciendo de la capacidad —o quizá tan sólo de adiestramiento— para alcanzar una expresión objetiva, como lo hace el artista, poseen, no obstante, la misma espontaneidad. La posición del artista, sin embargo, es vulnerable, pues se respeta tan sólo la espontaneidad o individualidad del que logra el éxito; si no alcanza a vender su arte, es para los contemporáneos un desequilibrado, un «neurótico». Desde este punto de vista, el artista se halla en una posición similar a la del revolucionario a través de la historia. El revolucionario afortunado es un hombre de Estado, el que no alcanza el éxito, un criminal.

Los niños pequeños ofrecen otro ejemplo de espontaneidad. Tienen la capacidad de sentir y pensar lo que realmente es suyo: tal espontaneidad se manifiesta en lo que dicen y piensan, en las emociones que se expresan en sus rostros. Si se pregunta qué es lo que origina la atracción que los niños pequeños ejercen sobre tanta gente, yo creo que, prescindiendo de razones convencionales y sentimentales, debe contestarse que es ese mismo carácter de espontaneidad. Atrae profundamente a cualquiera que no esté tan muerto como para haber perdido la capacidad de percibirla. En efecto, no hay nada más atractivo y convincente que la espontaneidad, ya sea que la observemos en un niño, en un artista, o también en aquellas personas que por su edad y ocupación no pertenecen a esas categorías.

Muchos de nosotros podemos percibir en nosotros mismos por lo menos algún momento de espontaneidad, momentos que, al propio tiempo, lo son de genuina felicidad. Que se trate de la percepción fresca y espontánea de un paisaje o del nacimiento de alguna verdad como consecuencia de nuestro pensar, o bien de algún placer sensual no estereotipado, o del nacimiento del amor hacia alguien..., en todos estos momentos sabemos lo que es un acto espontáneo y logramos así una visión de lo que podría ser la vida si tales experiencias no fueran acontecimientos tan raros y tan poco cultivados.

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