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Authors: Lois Lowry

Tags: #Cienica ficción , Juvenil

El mensajero (8 page)

BOOK: El mensajero
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—Hay algo que me inquieta —dijo la mujer de repente, y Mati supo que no le preocupaba el estado de los senderos o las direcciones de los edificios. Se la veía preocupada.

—Puede consultarle lo que quiera a Líder.

Ella meneó la cabeza.

—Quizá puedas decírmelo tú. Es sobre el cierre de Pueblo. He oído hablar de una petición.

—¡Pero usted ya está aquí! —la confortó Mati—. ¡No tiene por qué preocuparse! Ya es de los nuestros. No la van a echar, ni aunque cierren Pueblo.

—He traído a mi hijo conmigo. Vladik. Es más o menos de tu edad. ¿Lo conoces?

Mati meneó la cabeza. No conocía al chico. Había muchos nuevos. Se preguntó si la mujer estaría preocupada por su hijo: quizá sufría problemas para adaptarse a Pueblo. Algunos de los nuevos los tenían; él mismo había pasado por ello.

—Cuando yo llegué —le dijo a la mujer—, estaba aterrado. Y además me sentía solo. Y me comportaba fatal. Mentía y robaba. Pero ya ve… ahora estoy bien. Esperando a que me den mi nombre verdadero.

—No, no. Mi hijo es un buen chico —dijo—. Ni miente ni roba. Es fuerte y despierto: ya le han puesto a trabajar en los campos. Y dentro de poco irá a la escuela.

—Ah, pues entonces no tiene por qué preocuparse por él.

Ella meneó la cabeza.

—No, no es él quien me preocupa. Son los otros. Traje a Vladik, pero tuve que dejar a mis otros hijos. Mi chico y yo vinimos primero para encontrar el camino, porque era un viaje muy largo y muy duro. Los otros tenían que venir después. Los pequeños. Mi hermana iba a traerlos cuando yo estuviera instalada —se le quebró la voz—. Pero ahora oigo a la gente decir que van a cerrar la frontera. No sé qué hacer. Creo que debería regresar. Dejar a Vladik aquí, para que se gane la vida, y volver con mis pequeños.

Mati dudó. No sabía qué decirle. ¿Podría regresar? Su estancia allí había sido breve, así que no era demasiado tarde. Seguramente el Bosque no enredaría aún a la pobre mujer. Pero si se marchaba, ¿cómo iba a volver? El desconocía cómo había sido herida, pero sabía que en algunos lugares (también en el de Mati) la gente recibía castigos terribles. Miró sus cicatrices y su brazo roto, y se preguntó si habría sido apedreada.

Por supuesto ella quería traer a sus hijos a la seguridad de Pueblo.

—Votarán mañana —explicó Mati—. Usted y yo no podemos votar porque todavía no tenemos nuestros nombres verdaderos, pero sí podemos asistir y escuchar el debate. Y podemos intervenir si queremos. Y vigilar la votación.

Le indicó la forma de encontrar el estrado ante el que se reunía la gente. Con su mano sana, la mujer estrechó las manos de Mati con un cálido gesto de agradecimiento y después se marchó.

En el puesto del mercado Mati compró una barra de pan a Jean, que incluyó un crisantemo en el envoltorio.

La chica sonrió a Juguetón y se agachó para que le lamiera unas miguitas de los dedos.

—¿Vas a ir a la reunión de mañana? —le preguntó Mati.

—Creo que sí. Mi padre no habla de otra cosa —Jean suspiró y empezó a recolocar su mercancía sobre el mostrador.

—En otro tiempo sólo hablaba de libros y de poesía —dijo con súbita y vehemente angustia—. Cuando era pequeña, después de la muerte de mi madre, me contaba historias y me recitaba poemas mientras cenábamos. Y después me hablaba sobre la gente que los había escrito. Cuando nos tocó estudiarlos en la escuela (¿te acuerdas, Mati, de cuando estudiábamos literatura?) me resultaba todo conocido, por su modo de enseñármelo, sin que yo siquiera me diera cuenta de que me daba lecciones.

Mati recordó.

—Hablaba con voces diferentes. ¿Te acuerdas de Lady Macbeth? «¡Fuera, mancha maldita! ¡Fuera, digo!»—intentó repetir la frase con la siniestra a la par que regia voz usada por Mentor.

Jean se rió.

—¡Y Macduff! ¡Cuánto lloré cuando mi padre recitó el parlamento de Macduff sobre la muerte de su esposa y sus hijos!

Mati recordaba también aquel parlamento. De pie frente al puesto de pan, con Juguetón correteando a sus pies, Mati y Jean recitaron juntos las frases:

¿Todos mis preciosos niños?

¿Habéis dicho todos? ¡Milano del infierno! ¿Todos?

¡Qué! ¿Todos mis lindos pequeños y su madre

arrebatados de un solo zarpazo?…

No puedo olvidar que esos seres vivían,

que eran para mí lo más querido.

Entonces Jean se volvió. Siguió colocando los panes sobre el mostrador, pero no cabía duda de que sus pensamientos estaban en otra parte. Por último miró a Mati y dijo con tono de perplejidad:

—Era tan importante para él e hizo que fuera tan importante para mí: la poesía, el idioma, y cómo los usamos para recordarnos a nosotros mismos cómo debemos vivir nuestras vidas…

Entonces su tono cambió y se llenó de amargura:

—Y ahora de lo único que habla es de la viuda de Suministrador y de cerrar Pueblo. ¿Qué le ha pasado a mi padre?

Mati meneó la cabeza. Ignoraba la respuesta.

Recitar el famoso parlamento de Macduff le recordó a la mujer del sendero, la mujer que temía por el futuro de sus hijos. «Todos mis preciosos niños».

De pronto sintió que la comunidad entera, todos ellos, estaban condenados.

Había olvidado por completo su propio poder. Había olvidado la rana.

Capítulo 10

La reunión para discutir y votar la petición empezó de la forma minuciosa y ordenada en que siempre se celebraban tales encuentros. Líder subió al estrado, leyó la petición con voz clara y firme, y abrió el periodo de debate. Uno por uno, los habitantes de Pueblo se pusieron en pie y dieron sus opiniones.

Los nuevos habían ido. Mati divisó a la mujer del sendero al lado de un chico alto, de cabello rubio, que debía de ser Vladik. Ambos estaban con un grupo de los nuevos situado aparte, ya que no podían votar.

Los niños pequeños, aburridos, jugaban al lado del pinar. Mati había sido como ellos una vez, cuando era nuevo y no tenía afición por reuniones ni debates. Pero ahora estaba con Veedor y los otros adultos, y prestaba atención. Ni siquiera había llevado a Juguetón, que solía acompañarle a todas partes. Hoy el cachorro se había quedado en casa, gimoteando detrás de la puerta.

Ahora, con la población reunida, era aterradoramente obvio que algo ominoso ocurría. El Mercado de Canje había sido por la noche, estaba oscuro, y Mati había tenido tanto interés por el procedimiento que no se había fijado mucho en la gente, sólo en los que subían al estrado, como Mentor, y en la mujer que había sido tan cruel con su marido cuando se marchaban a casa.

Ahora, sin embargo, a pleno día, Mati podía verlos a todos y, para su espanto, podía darse cuenta de los cambios que habían sufrido.

A su lado estaba su amigo Ramón, con sus padres y su hermana pequeña. Fue la madre de Ramón la que pidió un abrigo de piel que le fue negado. Pero hace bastante que tenían la Máquina de Juegos, así que habían hecho un canje en el pasado. Mati miró atentamente a la familia de su amigo. No había visto a Ramón desde el día que fue a buscarlo para ir a pescar, y le habían dicho que no estaba bien.

Ramón miró en dirección a Mati y sonrió, pero éste tuvo que contener el aliento: el aspecto de su amigo le dejó sin fuerzas. La cara de Ramón no era ya bronceada y de mejillas rosas, sino demacrada y gris. A su lado, su hermanita también parecía enferma; tenía los ojos hundidos y tosía.

Antes, estaba seguro, la madre se hubiera agachado de inmediato para atender a la niña ante el sonido de esa tos. Ahora, mientras Mati miraba, la mujer se limitó a agitar bruscamente a la niña agarrándola por el hombro y a decir:

—Shhhh.

Uno por uno, los asistentes hablaron y, uno por uno, Mati identificó a los que habían hecho canjes. Algunos de los ciudadanos más trabajadores, más amables y más incondicionales de Pueblo subían al estrado y gritaban su deseo de cerrar la frontera para que «nosotros —Mati se estremeció por el uso de nosotros— no tengamos que compartir nuestros recursos nunca más».

«Necesitamos todo el pescado para nosotros».

«Nuestra escuela es pequeña y sus hijos no caben; es para los nuestros».

«Ni siquiera saben hablar bien. No les entendemos».

«Tienen demasiadas necesidades. No queremos hacernos cargo de ellos».

Y por último: «Ya hemos hecho bastante».

De tarde en tarde, un ciudadano solitario que no había sido tocado por el canje subía al estrado e intentaba hablar. Narraba la historia de Pueblo, poniendo énfasis en que todos habían llegado huyendo de la pobreza y de la crueldad, y en que este nuevo lugar les había dado la bienvenida y los había acogido.

El ciego habló con elocuencia del día de su llegada, cuando lo trajeron medio muerto y fue atendido durante meses por la gente hasta que, a pesar de su ceguera, Pueblo se convirtió en su verdadero hogar. Mati se preguntó si debía levantarse e intervenir. Lo deseaba, porque Pueblo también era su hogar, y lo había salvado, pero sentía un poco de timidez. Entonces oyó que el ciego empezaba a hablar en su nombre:

—Mi chico llegó hace seis años, siendo niño. Muchos recordarán cómo era Mati por entonces. Peleaba, mentía y robaba.

A Mati le gustó como sonaba lo de «mi chico»; nunca se lo había oído decir. Pero le avergonzaba que la gente se volviera a mirarle.

—Pueblo lo ha cambiado y lo ha hecho como es —continuó el ciego—. Pronto recibirá su nombre verdadero.

Por un momento, Mati esperó que Líder, aún presente en el estrado, levantara la mano para pedir silencio, llamara a Mati, pusiera la mano en la frente de Mati y pronunciara su nombre verdadero. A veces ocurría así.

«Mensajero». Mati contuvo el aliento, esperanzado.

Pero en lugar de la voz de Líder, escuchó otra voz:

—¡Yo me acuerdo de cómo era! ¡Si cerramos la frontera no tendremos que aguantar eso nunca más! ¡No tendremos que exponernos a ladrones ni bravucones ni piojosos, gente como Mati cuando llegó!

Mati se volvió para mirar. Era una mujer. Se quedó estupefacto, como si acabara de recibir una bofetada. Era su propia vecina, la misma que le había hecho ropa a su llegada. Recordaba haber estado de pie ante ella, vestido con harapos, mientras le tomaba medidas, y cómo se ponía el dedal para dar puntadas a los trajes. Entonces su voz era suave, y le hablaba con dulzura mientras cosía.

Ahora tenía una máquina de coser, muy lujosa, y rollos de tela con los que confeccionaba ropa de primera calidad.

Desde hacía tiempo, el ciego era quien cosía las cosas sencillas que él y Mati necesitaban.

Así que ella también había hecho un canje, y no sólo se volvía contra él, sino contra todos los nuevos.

Su voz incitó a los otros, y casi todos empezaron a gritar:

—¡Pueblo cerrado! ¡Fuera extranjeros!

Mati nunca había visto a Líder tan triste.

* * *

Cuando todo acabó, una vez tomada la decisión de cerrar Pueblo, Mati se encaminó pesadamente a casa al lado del ciego. Al principio no hablaron. No tenían nada que decir. Su mundo había cambiado.

Al cabo de un rato Mati intentó conversar, mostrarse jovial, mirar el lado bueno.

—Supongo que me mandarán a todos los otros pueblos y comunidades con el mensaje. Viajaré mucho. Me alegro de que aún no estemos en invierno. La nieve dificulta el viaje.

—Él llegó en invierno —dijo el ciego—. Sabe lo que es.

Mati no entendió por un instante a qué se refería. ¿O a quién? Ah, claro —pensó—. El pequeño trineo.

—Líder sabe más que nadie —convino Mati—. Y aún es más joven que muchos.

—Ve más allá —dijo Veedor.

—¿Qué?

—Tiene un don especial. Algunas personas lo tienen. Líder ve más allá.

Mati se quedó perplejo. Había notado la cualidad de los ojos claros de Líder, que parecían tener una visión de la que carecía la mayor parte de la gente. Pero nunca había oído describirla así.

Le hizo pensar en lo que había descubierto hacía poco sobre sí mismo.

—¿Así que algunas personas, como Líder, tienen un don especial?

—Así es —contestó Veedor.

—¿Y es siempre el mismo don? ¿Es siempre eso de, cómo lo has llamado… ver más allá?

Estaban cerca de la curva donde el sendero se bifurcaba hacia la casa. Mati observó con profundo respeto, igual que siempre, cómo el ciego sentía la curva y sabía, incluso a oscuras, dónde girar.

—No. Hay dones diferentes, según las personas.

—¿Tú tienes alguno? ¿Por eso sabes por dónde caminar?

El ciego se rió.

—No. Eso lo he aprendido. Llevo muchos años sin vista. Al principio tropezaba con todo. La gente tenía que ayudarme continuamente. Por supuesto, en otros tiempos, la gente de Pueblo estaba siempre dispuesta a ayudar.

Su voz se llenó de amargura.

—¿Quién sabe lo que ocurrirá ahora?

Habían llegado a la casa y escucharon que Juguetón arañaba la puerta y ladraba emocionado al oír que se acercaban.

Mati no quería que la conversación acabara allí. Quería hablarle al ciego sobre él, sobre su secreto.

—Así que tú no tienes un don especial, como Líder, pero… ¿otra gente sí?

—Mi hija sí. Me lo contó una noche, la noche que me llevaste a su casa.

—¿Nora? ¿Ella tiene un don?

—Sí, tu amiga Nora. La que te enseñó modales.

Mati ignoró el comentario.

—Debe de ser ya grande. La vi la última vez que estuve allí, pero de eso hace ya dos años. Pero, Veedor, ¿qué quieres decir…?

El ciego se detuvo bruscamente en los escalones que conducían a la puerta.

—¡Mati! —dijo con súbita urgencia.

—¿Qué?

—Acabo de darme cuenta. La frontera se cierra dentro de tres semanas.

—Sí.

Veedor se sentó en los escalones y apoyó la cabeza en las manos. A veces hacía eso cuando pensaba. Mati se sentó a su lado y esperó. Oía a Juguetón dentro, estampándose contra la puerta de tanta frustración.

Por fin el ciego habló:

—Quiero que vayas a tu antiguo pueblo, Mati. Líder te mandará allí de todos modos con el mensaje. Sin duda alguna te mandará a varios lugares pero, Mati, quiero que vayas allí primero. Líder lo entenderá.

—Pues yo no.

—Es por mi hija. Dijo que vendría a vivir aquí algún día, cuando llegara el momento. Ya la conoces, Mati. Sabes que primero tenía que hacer algo.

—Sí. Y lo está haciendo, Veedor. Estaba la última vez que fui. Las cosas han cambiado. La gente cuida mejor a sus hijos y…

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