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Authors: Lois Lowry

Tags: #Cienica ficción , Juvenil

El mensajero (11 page)

BOOK: El mensajero
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Él sonrió.

—¡Y te has agenciado otro perro! Esperaba que lo hicieras. Estabas tan triste, te acuerdas, cuando murió Palito.

—Éste se llama Juguetón, y siento mucho que esté mojando tus…

—Clemátides. No pasa nada —dijo ella riéndose. Se acercó a Mati y lo abrazó. Al chico solían incomodarle los abrazos; normalmente encogía los hombros y se echaba hacia atrás; pero ahora, entre el agotamiento y el afecto, se aferró a Nora y, para su sorpresa, sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. Parpadeó para evitarlas.

—Muy bien. Sepárate y déjame verte —dijo ella—. ¿Eres ya más alto que yo?

Él se separó sonriente y vio que eran iguales.

—Pronto lo serás. Y tu voz es casi la de un hombre.

—Leo a Shakespeare —dijo presumido.

—¡Ah, vaya! ¡Y yo! —contestó ella, y entonces él supo con certeza lo que había cambiado la aldea, porque antes no dejaban leer a las chicas.

—¡Oh, Mati, cómo me acuerdo de cuando eras pequeñito, tan pequeñito y tan rebelde!

—¡El más feroz de los feroces! —le recordó, y ella le dedicó una sonrisa llena de cariño.

—Debes de estar muy cansado. ¡Y hambriento! Has hecho un viaje muy largo. Pasa. Tengo sopa en el fuego. Y quiero que me cuentes cosas de mi padre.

La siguió al interior de la familiar casita y esperó mientras ella alcanzaba el bastón, apoyado contra una pared, y se lo colocaba bajo el brazo derecho. Arrastrando su pierna inútil, sacó un pesado cuenco de barro de un estante y se acercó al fuego donde hervía un gran caldero, despidiendo aroma a hierbas y verduras.

Mati miró a su alrededor. No cabía duda de por qué no había querido dejar ese lugar. De las sólidas vigas del techo colgaban incontables hierbas y plantas secas con las que hacía sus tintes. Los estantes de la pared brillaban con las madejas de hilo ordenadas por colores, del blanco y el amarillo pálido de un extremo, pasaban gradualmente a los azules y los morados, hasta llegar a los marrones y los grises del otro. En un telar colocado entre dos ventanas, un tapiz a medio hacer representaba un complejo paisaje montañoso; Mati vio que la chica estaba trabajando en el cielo, donde había entretejido livianas nubes blancas matizadas de rosa.

Ella colocó el cuenco de sopa humeante sobre la mesa, enfrente de Mati, y después se acercó al fregadero donde bombeó agua para llenarle un cuenco a Juguetón.

—Ahora, háblame de mi padre —rogó—. ¿Cómo está?

—Está bien. Te envía todo su cariño.

Observó a Nora mientras ella apoyaba su bastón contra el fregadero y se arrodillaba con dificultad para poner el cuenco en el suelo. La joven llamó al perro, que mordisqueaba aplicadamente una escoba arrimada al rincón.

Cuando el cachorro se acercó a ella y desvió todo su interés hacia el cuenco de agua, Nora volvió a levantarse, cortó una gruesa rebanada de la barra de pan, metió de nuevo el bastón bajo su brazo y llevó el pan a la mesa. Mati observó cómo caminaba, cómo había caminado siempre. Su pie derecho estaba desviado hacia adentro, arrastrando con él toda la pierna. Esa pierna no había crecido de igual forma que la otra. Era más corta, estaba retorcida y no servía para nada.

Mati le dio las gracias y mojó un trozo de pan en la sopa.

—Es un perrito adorable, Mati.

Él apenas escuchaba mientras ella conversaba animadamente sobre el cachorro. Estaba pensando en el nacimiento de Juguetón y en lo cerca que habían estado él y su madre de la muerte.

Contempló la pierna torcida. Cuánto mejor caminaría, con cuánta más resistencia y rapidez podría viajar si esa pierna estuviera recta, si el pie se apoyara con firmeza en el suelo.

Recordó cómo se había sentido el día en que curó al cachorro y a su madre. Hoy estaba cansado, muy cansado, a causa del largo viaje por el Bosque. Pero aquel día le pareció que estaba a punto de morir.

Intentó recordar cuánto tiempo le había costado recuperarse. Había dormido, eso lo sabía. Sí. Recordaba haber dormido toda la tarde, contento de que el ciego no estuviera en casa para preguntarle el porqué. Se levantó a la hora cenar; seguía cansado pero disimuló, y fue capaz de comer y de hablar como si nada hubiera ocurrido.

Así que, en realidad, se recobró a las pocas horas. Pero se había tratado de un cachorro. Bueno, de un cachorro y de su madre. Dos perros. Había puesto bien (¿curado?, ¿salvado?) a dos perros a última hora de la mañana y se había recobrado a última hora de la tarde.

—¿Mati? ¡No me estás escuchando! ¡Estás medio dormido! —la risa de Nora era cálida y comprensiva.

—Lo siento —se metió la última miguita de pan en la boca y miró a la joven con expresión culpable.

—Los dos estáis cansados. Mira a Juguetón.

Él le echó un vistazo y vio que dormía acurrucado junto a un montículo de hilo sin teñir, cercano a la puerta, como si la suave pila fuera una madre junto a la que echar una cabezadita.

—Tengo que trabajar en el jardín, Mati. Las coreopsis necesitan que las sostenga con estacas. Mientras estoy fuera, puedes echarte y descansar un poco. Ya hablaremos después. Y luego puedes ir a la aldea para ver a tus amigos.

Él asintió y se dirigió al sofá para tumbarse sobre la manta tejida con que Nora lo había cubierto. Calculó mentalmente los días que les quedaban. Tenía que explicarle que no había tiempo para visitas a conocidos.

La miró con ojos entrecerrados por el sueño, mientras ella dejaba el cuenco en el fregadero y, después, apoyándose en el bastón, sacaba unas estacas y un ovillo de cordel de un estante. Con sus artículos de jardinería a cuestas, se volvió para salir. El pie torcido se arrastró como de costumbre. Conocía desde antaño todo lo que caracterizaba a Nora: su sonrisa, su voz, su optimismo inagotable, la fuerza y la habilidad sorprendentes de sus manos y el peso muerto de su pierna inútil.

«Tengo que decírtelo», pensó Mati antes de quedarse dormido. «Puedo ponerte bien».

Capítulo 14

Para su asombro, Nora dijo que no. No le dijo que no fuera a ir con él (aún no se lo había pedido), sino que le dio un no definitivo e incontestable a la idea de una pierna estirada y completa.

—Esto es lo que soy, Mati —dijo—. Es lo que he sido siempre.

Lo miró con cariño, pero su voz fue firme. Había caído la noche. El fuego resplandecía en la chimenea y la joven había encendido las lámparas de petróleo. Mati deseó que el ciego estuviera en la habitación con ellos, tocando el instrumento, porque los dulces y complicados acordes daban serenidad a sus veladas compartidas y quería que la joven escuchara la música, sintiera el bienestar que daba.

Aún no le había dicho que debía volver con él. Durante la cena, mientras Nora comentaba las mejoras de la aldea, la había escuchado sólo a medias. No dejaba de darle vueltas a qué decirle, cómo y cuándo. Quedaba muy poco tiempo; y él debía, estaba convencido, exponerlo de un modo contundente e irrefutable.

Pero, de pronto, la oyó hacer un comentario casual sobre su pierna. Estaba describiendo un pequeño tapiz que había tejido como regalo de boda para su amigo Tomás, el entallador, que se había casado hacía poco.

—Lo acabé, lo enrollé y lo adorné con flores —dijo—, y la mañana de la boda salí cargada con él. Pero había llovido, el sendero estaba mojado, me resbalé ¡y tiré el tapiz justo en un charco de barro! —Nora se rió—. Por suerte era temprano: tuve tiempo de volver aquí y limpiarlo. Nadie se enteró de nada. Mi pierna y mi bastón son un incordio cuando está mojado el suelo —añadió—. Mi bastón nunca ha sabido arreglárselas en el barro.

La chica levantó la tetera y sirvió más té.

Mati, sorprendiéndose a sí mismo, lo soltó:

—Yo puedo arreglarte la pierna.

Salvo por el siseo y el crepitar del fuego, la habitación quedó en silencio. Nora miró a Mati de hito en hito.

—Sí que puedo —repitió pasado un instante—. Tengo un don. Tu padre dice que tú también lo tienes, así que supongo que lo entenderás.

—Lo entiendo —convino Nora—. Siempre lo he tenido, pero mi don no endereza las cosas torcidas.

—Ya lo sé. Tu padre me ha dicho que tu don es diferente.

Nora se miró las manos, que rodeaban la taza de té. Abrió los dedos, extendió las manos sobre la mesa y las volvió. Mati observó las esbeltas palmas y los fuertes dedos, encallecidos en las puntas por la jardinería, el telar y las agujas que utilizaba para sus complejos y bellos bordados.

—El mío está en las manos —dijo ella bajito—. Aparece cuando me pongo a hacer cosas. Mis manos…

Sabía que no hubiera debido interrumpirla, pero el tiempo apremiaba. Así que cortó su explicación y se disculpó por ello.

—Nora, quiero que me cuentes lo de tu don, pero más tarde. Ahora tenemos cosas que hacer y decisiones importantes que tomar. Voy a enseñarte algo. Mira esto. También mi don está en las manos.

No lo había planeado, pero le pareció necesario. Sobre la mesa se encontraba el afilado cuchillo con el que la joven había cortado el pan de la cena. Mati lo empuñó. Se agachó y se levantó la pernera izquierda de los pantalones. Nora lo miraba intrigada. Rápidamente, sin rechistar, se pinchó en la rodilla. Un hilito de sangre roja oscura serpenteó por su pierna.

—¡Oh! —dijo Nora jadeando. Le miró fijamente y se cubrió la boca con la mano—. ¿Qué…

Mati tragó, respiró hondo, cerró los ojos y colocó las manos sobre la rodilla herida. Lo sintió llegar. Sintió que sus venas empezaban a latir; la vibración le traspasó y el poder salió de sus manos y penetró en la herida. Apenas duró unos segundos; después acabó.

Parpadeó y retiró las manos. Estaban ligeramente manchadas de sangre. El hilito serpenteante de su pierna empezaba a secarse.

—¡Mati! ¿Pero qué has…

Cuando él señaló, Nora se inclinó hacia delante y miró atentamente la rodilla. Algo más tarde agarró la servilleta de la mesa, la mojó en el té y limpió la pierna del chico con el paño húmedo. La línea de sangre desapareció. La rodilla estaba intacta. No había ninguna herida. Nora la contempló otro poco, después se mordió los labios, se agachó y le bajó la pernera de los pantalones.

—Ya veo —fue todo lo que dijo.

Mati se quitó de encima el cansancio que le embargaba.

—Era una herida muy pequeña —explicó—. Me la he hecho para demostrarte que puedo curar. Esto me ha costado poco, pero lo he hecho con cosas más importantes, Nora. Con otras criaturas. Con heridas mucho mayores.

—¿De humanos?

—Todavía no. Pero puedo hacerlo. Presiento que puedo, Nora. Con el don, ya sabes.

Ella asintió.

—Sí. Es verdad —miró sus propias manos, que descansaban sobre la mesa aferrando aún el paño húmedo.

—Nora, tu pierna me costaría mucho. Después tendría que dormir, quizá un día entero o incluso más. Y tengo poco tiempo.

Ella lo miró sorprendida.

—¿Tiempo para qué?

—Ya te explicaré. Pero creo que deberíamos empezar ahora mismo. Si lo hago enseguida, podré dormir toda la noche y casi toda la mañana. Y tú podrás aprovechar para ir acostumbrándote a estar toda entera…

—Estoy entera —dijo ella desafiante.

—Quiero decir a tener dos piernas. Te sorprenderá lo bien que sienta y lo bien que te podrás mover. Aunque te lleve un poco amoldarte a ella.

Nora le clavó los ojos. Miró su pierna torcida.

—¿Por qué no te acuestas en el sofá? —sugirió Mati—. Yo acercaré esta silla y me sentaré a tu lado.

Empezó a masajearse las manos como preparación. Respiró hondo varias veces y se sintió lleno de energía. Hubiera podido jurar que le había vuelto toda su fuerza. La herida de la rodilla había carecido de importancia, desde luego.

Se levantó, arrastró la silla de madera y la puso junto al sofá donde había echado la siesta por la tarde. Arregló los cojines para que ella estuviera cómoda. Por detrás, oyó que Nora también se levantaba, agarraba el bastón, que había dejado apoyado contra la mesa, y cruzaba la habitación. Para su asombro, cuando se dio la vuelta, vio que ella había llevado las tazas al fregadero y estaba lavándolas, como si fuera otra noche normal y corriente.

—¿Nora?

Ella se volvió para mirarle, frunció suavemente el ceño y dijo que no.

No hubo manera de convencerla, ninguna manera. Al cabo de un rato, Mati se dio por vencido.

Por último, trasladó de nuevo la silla para sentarse frente al fuego. El verano tocaba a su fin y ya refrescaba por las noches. El Bosque había sido crudamente frío de noche, y por las mañanas Mati se despertaba adolorido y congelado. Era agradable sentarse al calorcito de la chimenea.

Nora agarró un pequeño bastidor de madera con una tela a medio bordar. Se lo llevó a su silla y colocó a su lado, en el suelo, una cesta repleta de hilos de colores. Apoyó el bastón contra la pared de la chimenea, se sentó y asió la aguja que, enhebrada de verde, esperaba pinchada en la tela.

—Iré contigo —dijo de repente con su voz dulce—, pero iré como soy. Con mi pierna. Con mi bastón.

Mati, perplejo, se quedó mirándola. ¿Cómo lo había sabido? ¿Cómo había sabido lo que pensaba pedirle antes de que se lo pidiera?

—Iba a explicártelo —dijo después de una pausa considerable—. Iba a convencerte. ¿Cómo…

—Había empezado a contártelo antes —dijo ella—, lo de mi don. Lo que hacen mis manos. Acerca tu silla y te lo enseñaré.

Él acercó la rudimentaria silla de madera. Ella inclinó el bastidor de bordar para que él lo viera. Como el colorido tapiz de la casa del ciego, se trataba de un paisaje. Las puntadas eran minúsculas y complicadas, y había sutiles variaciones de color, que pasaba del verde oscuro a otro más claro, al verde pálido y por último, en los bordes, al amarillo. Los colores se combinaban formando un exquisito dibujo de árboles con innumerables hojitas claramente delineadas.

—Es el Bosque —dijo Mati, reconociéndolo.

Nora asintió.

—Mira más allá —dijo, y extendió un dedo para señalar una sección de la parte superior derecha donde el Bosque se abría y en senderos sinuosos bordeados por casitas diminutas.

Mati creyó distinguir incluso la casa que compartía con el ciego, aunque en la tela fuera infinitamente más pequeña.

—Pueblo —dijo, examinando sobrecogido la meticulosidad de la labor.

—He bordado esta escena una y otra vez —dijo Nora—, y a veces, no siempre, mis manos se mueven de una forma que no entiendo. Como si los hilos tuvieran voluntad propia.

Él se acercó más a la tela para mirar atentamente el bordado. Era asombroso, el detalle que tenía, lo diminuto que era.

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