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Authors: Lois Lowry

Tags: #Cienica ficción , Juvenil

El mensajero (6 page)

BOOK: El mensajero
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El ciego removió el pollo que hervía en un caldo.

—¡Ay, Mati! Tienes más de lo que crees. Y la gente puede desear lo que posees.

Mati reflexionó. Veedor estaba en lo cierto, por supuesto. Tenía lo que le preocupaba: el poder, y quizá algunos lo desearan. Quizá debería encontrar el modo de canjearlo. Pero pensar en eso lo ponía nervioso, así que dirigió su pensamiento hacia cosas menos perturbadoras.

Tenía una caña de pescar, pero la necesitaba y le gustaba. Tenía una cometa guardada en el desván, y quizá algún día podría cambiarla por otra mejor.

Pero esa noche no. Esa noche sólo quería mirar. Se lo había prometido al ciego.

Capítulo 7

A última hora de la tarde, después de cenar, Mati y otros muchos recorrían apresuradamente el camino que conducía al Mercado de Canje. Mati saludó a los vecinos con los que se cruzaba y agitó la mano en dirección a los que estaban más lejos. La gente asentía o agitaba la mano en respuesta, pero las bromas bienintencionadas que formaban parte de la convivencia en Pueblo parecían haber desaparecido. Se notaba una concentración especial, una extraña seriedad. Un halo de inquietud, inusual en la comunidad, invadía la atmósfera.

«No me extraña que Veedor no quisiera que yo viniese», pensó Mati mientras se aproximaba. «Algo va mal».

Escuchaba el ruido. Un murmullo. Gente que susurraba. No se parecía en nada al Día del Mercado, con sus risas, sus conversaciones y sus intercambios: los regateos amables, los chillidos de los cerdos, el maternal cacareo de las gallinas con sus proles de pollitos. Esta noche había sólo un murmullo bajo, un bisbiseo nervioso que recorría la multitud.

Mati se introdujo en un grupo que estaba en pie cerca del estrado, una sencilla estructura elevada de madera que se usaba en muchas ocasiones. La reunión para discutir si Pueblo se cerraba o no también se celebraría aquí, y Líder estaría sobre el estrado para dirigirlo todo y mantener el orden.

Un gran techo de madera cubría el perímetro para que la lluvia no impidiera las reuniones, y en los meses fríos los paneles laterales se podían correr para cerrar el espacio. Aquella noche, sin embargo, hacía buen tiempo, y estaban abiertos. La brisa acarició el pelo de Mati. Percibió en ella el aroma de los pinos.

Encontró un sitio libre al lado de Mentor, y tuvo la esperanza de que la hija se reuniera con el padre, aunque no la veía por ninguna parte. Mentor miró hacia abajo y le sonrió.

—¡Mati! —dijo—. ¡Qué sorpresa verte por aquí! No habías venido nunca.

—No —contestó Mati—. No tengo nada que canjear.

El maestro apoyó su brazo con afecto sobre los hombros de Mati, y éste notó por primera vez que el hombre había adelgazado.

—Ya verás —dijo Mentor—. Esto te va a sorprender. Todos tienen algo que canjear.

—Jean tiene las flores —dijo Mati, esperando que la conversación derivara hacia la hija—, pero las lleva al puesto del mercado. No necesita canjes para eso. Y me ha prometido el cachorrito, así que tampoco puede cambiarlo.

Mentor se rió.

—No, el cachorrito es tuyo, Mati. Y cuanto antes, mejor. Es de la piel del diablo; esta misma mañana se ha dedicado a mordisquearme los zapatos.

Por un instante todo parecía igual que siempre. El hombre se mostraba afectuoso y alegre, era el mismo maestro y padre encantador que había sido durante años. El brazo que tenía Mati sobre los hombros resultaba familiar.

Pero Mati no pudo evitar preguntarse qué hacía allí Mentor. Qué hacía, de hecho, cualquiera de ellos. Nadie llevaba nada para canjear. Miró alrededor para asegurarse: la gente esperaba de pie, tensa, con los brazos cruzados o caídos. Algunos susurraban a los de al lado. Mati vio a la joven pareja que vivía en su misma calle. Hablaban en voz baja, quizá discutían, y la joven esposa parecía preocupada por las palabras del marido. Pero los brazos de ambos, como los de Mati, los de Mentor, los de todo el mundo, estaban vacíos. Nadie había traído nada para el canje.

Todo quedó en silencio y el gentío abrió paso al hombre alto de pelo oscuro que se dirigía a grandes zancadas hacia el estrado. Se llamaba Canjeador. La gente decía que había llegado con otros nuevos hacía años, y que ya tenía ese nombre; él había traído el canje del lugar de donde procedía y lo había introducido en Pueblo. Mati le había visto a menudo y sabía que, además de estar a cargo del mercado, comprobaba los canjes, pasando por cada casa donde se hubiera hecho uno; había ido a la de Ramón cuando sus padres adquirieron la Máquina de Juegos. Esta noche sólo llevaba un grueso libro que Mati no había visto nunca.

Mentor retiró el brazo de los hombros de Mati y concentró toda su atención en el estrado, donde Canjeador esperaba en pie.

—El Mercado de Canje da comienzo —dijo Canjeador. Tenía una voz potente con un ligero acento, como muchas personas de Pueblo, resto del idioma de su lugar de origen. La multitud guardó absoluto silencio. Cesaron incluso los murmullos más leves. Pero, a lo lejos, Mati escuchó que una mujer empezaba a sollozar. Se puso de puntillas y miró en su dirección a tiempo de ver cómo se la llevaban entre varias personas.

Mentor ni siquiera miró el alboroto de la mujer llorosa. Mati lo observaba. Notó de repente que el rostro de Mentor parecía distinto, aunque no supo por qué; la luz vespertina era tenue.

Más que eso: el maestro, usualmente tan tranquilo, estaba tenso, alerta, como si esperara algo.

—¿Quién es el primero? —dijo Canjeador y, mientras Mati observaba, Mentor levantó la mano y la agitó frenéticamente, como un escolar reclamando su premio.

—¡Yo! ¡Yo! —gritó el maestro con tono perentorio, retirando a empujones a la gente que tenía delante para hacerse notar.

Más tarde, por la noche, el ciego escuchaba con expresión preocupada la descripción que Mati le hacía.

—Como levantó la mano tan rápido, Mentor fue el primero. Y se olvidó por completo de mí, Veedor. Estaba a mi lado y habíamos estado hablando, como de costumbre pero, cuando empezó todo, fue como si yo no existiera. Se abrió paso a empujones y llegó el primero.

—¿Qué quiere decir que llegó el primero? ¿Adónde llegó?

—Al estrado. Apartó a todos los demás. Los empujó y les dio codazos, Veedor. Fue muy extraño. Entonces, cuando Canjeador dijo su nombre, subió al estrado.

El ciego se retorció en su silla de izquierda a derecha. Esa noche no había tocado música. Mati sabía que estaba preocupado.

—Antes era diferente. La gente hablaba en voz alta. Cuando fui yo, todo eran risas y bromas.

—Esta noche no se ha reído nadie, Veedor. Sólo había silencio, como si todos estuvieran muy nerviosos. Daba un poco de miedo.

—¿Y qué pasó cuando Mentor subió al estrado?

Mati reflexionó. Le había sido difícil verlo bien entre la multitud.

—Se quedó allí de pie. Entonces Canjeador le preguntó algo, pero se lo preguntó como si ya supiera la respuesta. Y todos rieron un poquito, como si también ellos la supieran, pero las risas no eran de alegría: eran de estar al tanto.

—¿Oíste lo que le preguntó?

—Esa primera vez no, pero sé lo que era, porque hacía la misma pregunta a todos los que subían al estrado. Decía tres palabras: «¿Canje por qué?».

—¿Y todos contestaban lo mismo?

Mati meneó la cabeza; después recordó que debía contestar en voz alta.

—No —dijo—. Contestaban cosas distintas.

—¿Escuchaste la respuesta de Mentor?

—Sí. Hizo reír a todo el mundo de esa forma tan rara. Mentor dijo: «Lo mismo que la otra vez».

El ciego frunció el ceño.

—¿Tienes alguna idea de lo que quería decir?

—Creo que sí, porque todos miraron a la viuda de Suministrador, y ella se sonrojó. Estaba cerca de mí, por eso pude verla. Sus amigas le dieron codazos, bromeando, y oí que ella respondía: «Necesita unos cuantos canjes más».

—¿Qué pasó entonces?

Mati intentó rememorar la secuencia de los hechos.

—Me parece que Canjeador dijo que sí, o al menos asintió con la cabeza, y luego abrió el libro y anotó algo.

—Me gustaría ver ese libro —dijo el ciego y, después, riéndose de sí mismo, añadió—: o que lo vieras tú y me lo leyeras. ¿Qué pasó luego?

—Mentor siguió allí de pie. Pareció aliviarle que Canjeador escribiera algo para él.

—¿Por qué lo sabes?

—Sonreía y estaba menos nervioso.

—¿Y después qué?

—Después se callaron todos y Canjeador preguntó: «¿Canje de qué?».

El ciego reflexionó.

—Otras tres palabras. ¿Decía lo mismo a todos? Primero «¿Canje por qué?» y luego «¿Canje de qué?».

—Sí, pero a la primera pregunta todos contestaban en voz alta, como Mentor, y a la segunda en susurros, para que nadie oyera la respuesta.

—Así que todos se enteraban de lo pedido, del canje por qué…

—Sí, y a veces la gente daba voces como de desprecio. Abucheaban, me parece que se dice.

—¿Y él siempre tomaba notas?

—No. La madre de Ramón subió al estrado y, cuando Canjeador preguntó: «¿Canje por qué?», ella dijo: «Abrigo de piel». Pero Canjeador contestó que no.

—¿Le dio alguna razón?

—Le dijo que ya tenía una Máquina de Juegos y que quizá en otra ocasión. Y añadió que siguiera intentándolo.

El ciego se removió inquieto en su silla.

—Haz té para los dos, Mati, ¿quieres?

Mati se acercó a la cocina de leña donde ya hervía el agua en la tetera. Vertió el agua en dos tazones que contenían hojas de té y entregó uno a Veedor.

—Dime otra vez la segunda pregunta de tres palabras —dijo el ciego después de tomar un sorbo.

Mati repitió:

—«¿Canje de qué?» —intentó imitar la voz fuerte e imponente de Canjeador, así como su ligero acento extranjero.

—Pero tú no pudiste oír ninguna de las respuestas que le daba la gente, ¿no?

—No. Contestaban en susurros, y él escribía esos susurros en su libro.

Mati se enderezó en la silla porque acababa de ocurrírsele una idea.

—¿Y si le robo el libro y te leo lo que pone?

—Mati, Mati…

—Lo siento —replicó Mati de inmediato. Robar había formado una parte integrante de su existencia anterior y, a veces, incluso después de años, olvidaba que en Pueblo no era una conducta admisible.

—Bien —dijo el ciego después de beber el té en silencio un momento—, quizá pueda imaginar qué entrega la gente en los canjes. Dijiste que iban con las manos vacías, que susurraban algo que quedaba escrito.

—Excepto la madre de Ramón —le recordó Mati—. Canjeador le dijo que no. Pero otros consiguieron sus canjes; Mentor logró el suyo.

—Pero no sabemos cuál fue.

—No. «Lo mismo que la otra vez», pidió.

—Dime una cosa, Mati. Cuando Mentor salió del mercado, ¿no le habían dado nada? ¿No llevaba ninguna cosa?

—No. Nada.

—¿Le dieron algo a alguien?

—A algunos les dijeron las fechas de entrega, y una mujer se llevó una Máquina de Juegos. A mí me encantaría tener una, Veedor —añadió Mati, aunque sabía que era causa perdida.

El ciego no le prestó atención.

—Una pregunta más. Piénsalo bien.

—Vale —Mati se preparó para pensarlo bien.

—Intenta recordar si la gente parecía distinta cuando se acabó el mercado. No me refiero a todos; hablo sólo de los que habían hecho canjes.

Mati suspiró. Estaba abarrotado y había durado mucho, y cuando acabó, él se sentía incómodo y cansado. Había visto a Ramón de lejos y le había saludado con la mano, pero iba con su madre, y ella estaba de mal humor, porque Canjeador había rechazado su solicitud. Ramón no le devolvió el saludo.

Había buscado a Jean, pero ella no estaba.

—No me acuerdo. Al final no presté mucha atención.

—¿Y la que se llevó la Máquina de Juegos? Dices que alguien se llevó una. ¿Quién era?

—Era esa mujer que vive cerca de la plaza del mercado. ¿Sabes quién digo? Su marido camina encorvado porque tiene la espalda torcida. Estaba con ella, pero no hizo ningún canje.

—Sí, sé a quién te refieres. Es una familia buena —dijo el ciego—. Así que ella se llevó una Máquina de Juegos. ¿La viste cuando se marchó?

—Creo que sí. Estaba con otras mujeres y se iban riendo.

—Creí que habías dicho que estaba con su marido.

—Sí, pero él iba detrás.

—¿Qué aspecto tenía ella?

—Parecía feliz, porque tenía la Máquina de Juegos. Les iba diciendo a sus amigas que podían ir a jugar a su casa.

—¿Y algo más? ¿Recuerdas algo más de ella? Después del canje, no antes.

Mati se encogió de hombros. Empezaba a aburrirse del interrogatorio. Estaba pensando en Jean y en que iría a verla por la mañana. Quizá el cachorro ya estuviera listo. Por lo menos el cachorro era una excusa para hacerle una visita. El perrito era saludable y crecía deprisa, con sus patas grandes y sus grandes orejas; poco antes había observado, riendo, que su madre le gruñía porque al jugar le mordisqueaba las orejas.

Al pensar en el comportamiento del cachorro, Mati recordó un detalle:

—Vi algo diferente —dijo—. Es una mujer agradable, la que se llevó la Máquina de Juegos, ¿verdad?

—Sí, sí lo es. Amable, cariñosa y muy amante de su esposo.

—Bueno —dijo Mati despacio—, pues cuando se iba, andando y charlando con las otras mujeres, y su esposo cojeaba detrás intentando alcanzarlas, ella se revolvió como una víbora y le reprendió por ser tan lento.

—¿Lento? Pero si está todo contrahecho. No puede andar de otra manera —dijo el ciego sorprendido.

—Ya lo sé. Pero le miró con desprecio e imitó su forma de caminar. Se burló de él. Aunque sólo durante un segundo.

Veedor guardó silencio, meciéndose. Mati recogió los tazones vacíos, los llevó al fregadero y los lavó.

—Es tarde —dijo el ciego—. Vamos a la cama.

Se levantó de la silla y colocó el instrumento de cuerda en el estante donde siempre estaba. Luego se dirigió lentamente a su habitación.

—Buenas noches, Mati —dijo.

Después añadió algo más, casi para sí.

—Así que ahora tiene una Máquina de Juegos —murmuró. Su tono era desdeñoso.

Mati, junto al fregadero, recordó algo.

—¡La marca de nacimiento de Mentor ha desaparecido por completo! —le gritó a Veedor.

Capítulo 8

El cachorro estaba listo. Y Mati también. El otro perro, el que había sido su compañero durante muchos años, disfrutó de una vida activa y dichosa, murió mientras dormía y fue enterrado con pompa y pesadumbre detrás del huerto. Durante algún tiempo, Mati, que echaba de menos a Palito, no quiso tener otro perro. Pero ahora había llegado el momento, y cuando Jean lo llamó —su mensaje decía que Mati debía llevarse el cachorro inmediatamente, porque su padre estaba hecho una furia con sus travesuras—, fue a su casa como una flecha.

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