Algo más arriba del pequeño grupo de edificios, en el punto en el que se desvía el sendero del castillo, donde llega el último reverbero de la luz del muelle y del caserío, la doctora y el arqueólogo escuchan voces y pueden identificar, a pesar de la oscuridad, los bultos del Escamillo y del teniente. Parece evidente que los dos hombres, muy cerca el uno del otro, se increpan. La falta de claridad les da un aire de frenéticos muñecos animados, y a la distancia en que se encuentran, la doctora y el arqueólogo no son capaces de entender claramente sus voces. Su presencia ha sido advertida por los contendientes, que vuelven a ellos sus cabezas y, tras un silencio repentino, se dan la espalda y se separan. El Escamillo desciende, camino del Lugar Sin Nombre, entre las rocas y los matorrales, y su linterna va creando pequeños resplandores en el terreno. El teniente, acaso para prevenir el encuentro con los inesperados testigos del incidente, desaparece con rapidez por la senda del castillo.
La doctora y el arqueólogo continúan ascendiendo hacia los barracones. La quietud de todo, la oscuridad que apenas redime el suave claror de la hora, parecen haber invitado al hombre a la confidencia, y mientras ilumina con la linterna el suelo a sus pies, le cuenta, con voz sigilosa, algo que le confió un colega de la capital y que ha mantenido en secreto, que el teniente no está en la isla por su voluntad, que lo trasladaron desde un cuartel de las fuerzas pacificadoras, en las guerras balcánicas, donde había tenido algún asunto feo. Parece que no puede ascender y que lleva en sitios como éste muchos años.
La confidencia, en lugar de despertar la curiosidad de la doctora, hace que sienta la chismorrería con aversión, como si amenazase su propia intimidad, está a punto de contestarle que a ella no le importa lo que haya hecho el teniente, como no le importan las historias de nadie, allá cada uno con sus secretos y sus miserias, pero no necesita decírselo porque la bifurcación del sendero se presenta bruscamente, ahora ya bastante perceptible a la luz cada vez más consolidada del alba, separando los pasos de ambos. El arqueólogo intenta prolongar la despedida deteniéndose en la encrucijada, la doctora aprovecha el momento para sacar su propia linterna, dice que está cansada, luego sigue andando, adiós, exclama, mientras el hombre, inmóvil, la ve alejarse.
Al quedarse sola, la doctora escucha con atención el ruido del viento, que no ha cesado en toda la noche, ese ulular que retumba desde el arbolado y los roquedales y que la envuelve como el gemido de un animal de compañía, mientras la incipiente claridad va debilitando el espesor nocturno.
Hacia arriba sigue la senda del faro, donde parpadea el modesto fulgor, ese camino que recorren cada día los soldados en los relevos de sus guardias, y que debieron de recorrer los lejanos prisioneros, muertos de hambre y de necesidad, acaso intentando vislumbrar en el horizonte unas velas amigas que anunciasen su socorro o su liberación, una senda que ha servido desde hace tantos siglos para llegar al punto más alto, al lugar del fuego y del reclamo, y también de la absoluta soledad, donde es posible verificar el contorno de la isla y comprender su rigurosa separación de todo.
Se acerca al barracón del laboratorio, donde ella ha hecho instalar también su dormitorio, en ese propósito de soledad que fue su primer impulso para venir a la isla, y descubre una figura humana delante de la puerta. El bulto es tan extraño que se detiene, sobresaltada. La figura parece estar vestida estrafalariamente, de forma inapropiada para el calor que hace, y el aspecto le recuerda a la doctora Gracia a los pilotos de las películas bélicas, una cazadora de cuero, un gorro como un casco ajustado cubriendo el cráneo, con las orejeras y sus hebillas colgantes a cada lado del rostro.
La doctora observa la figura con curiosidad durante un momento y luego echa a andar de nuevo con decisión, unos pasos más, mientras intenta identificar a la persona que se mantiene inmóvil ante la puerta, hasta llegar más cerca y descubrir, al cabo de tres o cuatro pasos, que no existe tal figura, sino solamente una condensación de sombras evanescentes y luces tiernas suscitada por el amanecer. La ilusión de la figura se ha desvanecido, porque nunca fue otra cosa que un cúmulo impreciso de pequeñas claridades y negruras.
He visto el fantasma del alemán, vestido de faena, ese mismo del que habla Rafalet Viejo, murmura la doctora, intentando una explicación jocosa para su alucinación visual, quién sabe si su espíritu no se apoderará de mí, como de ese pobre pescador, y me quitará todo lo que la isla me ha dado hasta ahora, estamos en agosto y parece una noche de ánimas, pero se acuesta sintiéndose muy desasosegada, pues es cierto que la engañosa imagen ha aumentado el regusto mortuorio que trajo la noche, y el aullido del viento representa el eco del bosque solitario, de los escollos desnudos, de los acantilados inhóspitos.
La luz creciente va biselando las aristas de las estanterías y de los marcos, ella cierra los ojos para intentar dormir y está a punto de hundirse en el sueño cuando en su imaginación surge un fulgor turquesa que le hace pensar en las lagartijas que forman a su alrededor pequeños grupos en las sobremesas, en la lagartija posada sobre el alféizar solamente unas horas antes, hasta que el fulgor se confunde con otro, el pequeño brillo de la sortija de la ahogada, y de repente la doctora Gracia abre los ojos como si pudiese encontrar de nuevo la imagen de esa mano, y se le revela una sospecha que hasta entonces se ha ocultado dentro de ella, también huidiza como una lagartija, para no ser descubierta ni atrapada.
Ahora la doctora recupera el color y el brillo y la forma de esa sortija vislumbrada, y recuerda con claridad otra parecida, y se sobresalta, pues la sortija que ha entrevisto en la mano de la muchacha ahogada quizá sea la misma que ha lucido durante mucho tiempo en la mano su hija, una sortija de plata con un trébol de tres hojas turquesa como motivo, se la había traído desde Argentina a la Nena Enfurruñada cuando fue a un congreso, y tal vez era el único regalo que, desde los tiempos de la niñez, la muchacha había aceptado sin objeciones, se la puso en el dedo, extendió la mano para contemplar el efecto, dijo gracias, esa simple palabra llenó de regocijo a la doctora, y en ese momento la sospecha se hace atroz, y la doctora Gracia se asombra de no haberlo advertido antes, se encuentra como saliendo de una estupefacción hipnótica.
Cómo es posible que no haya tenido ni siquiera un leve barrunto, el arqueólogo narraba la historia de su hijo y ella encontraba en el doloroso relato aspectos reconocibles, la negativa a comunicarse que levanta un muro moral sin acceso posible, ese desencuentro que los rincones del hogar hacen aún más dramático, que llega a crear una certera atmósfera angustiosa, casi de terror. Sin embargo, la imagen de la mano blanca con su sortija, como escapada del cuerpo invisible, ha estado a su vez oculta por una bruma que ahora ha desaparecido y le permite volver a verla con nitidez, desmadejada fuera de la manta.
La doctora se ha entregado demasiado a la lejanía, a su feliz irresponsabilidad solitaria, al hechizo de la isla, pero los recuerdos, la amargura de los últimos años, la relación cada vez más fría con su marido, el difícil tránsito adolescente de su hija, crecen con la luminosidad del alba hasta recuperar su tamaño y su lugar, y reencuentra toda aquella hostilidad, la inquina hacia ella, que al principio asumía la actitud de su hija como si debiese ser su natural o principal destinatario.
El Buen Marido es comprensivo, nunca perdió los nervios, tiene mucha paciencia, desde el primer momento le dijo creo que los dos debemos intentar entenderla, pero tú puedes conseguirlo mejor que yo, puedes tender lazos que yo no adivino, porque tenéis más cosas en común, cuando la muchacha estaba beligerante él desaparecía, el ordenador se convirtió en su compañía preferida, un día ella le exigió que afrontase también la conducta cada vez más rebelde de la hija, las insólitas compañías que empezó a buscar, el apóstol de una secta apocalíptica, el treintañero propietario de un bar de copas, el ayudante de producción de películas raras, todos bastante mayores que ella, era evidente que los traía a casa sólo para mortificar a sus padres y la verdad es que los tipos parecían fruto de un diseño que hubiese tenido ese propósito.
A veces se preguntaba cuándo había comenzado a alejarse la nena, cuándo había pasado a convertirse en una enemiga, se lo preguntaba al Buen Marido, intentaba ordenar en el recuerdo los años de la infancia, buscaba fotografías que le diesen huellas, signos, en muchas tenía el habitual gesto enfurruñado, sólo en algunas sonreía con gesto feliz, había sido una niña muy guapa y muy revoltosa, no paraba, en el colegio se quejaban de sus travesuras pero al principio no se le daban mal los estudios, luego ya las notas fueron cada vez peores, los profesores particulares no sirvieron para mejorarlas, en las reconvenciones por causa del estudio empezaron los conflictos, a partir de la pubertad no se le podía decir nada, se iba refugiando en una hosquedad cada vez mayor, se hizo mujer muy pronto, te acuerdas cómo nos cogió de sorpresa su primera menstruación, yo me puse a llorar, claro que no la había advertido, cómo podía imaginármelo, acaso no tuvieron con ella toda la atención debida, eran momentos, años de afirmación profesional, ese tiempo en el que uno es todavía demasiado joven, cuando no puede evitar la poca distancia con las cosas, y no había ningún signo en la nena que pudiese hacer sospechar ese otro cambio también repentino, las ropas extrañas, el pelo cortado y teñido absurdamente, la nariz y la lengua adornadas con objetos punzantes.
La ayuda psicológica no les fue útil, la muchacha se negó a que la viese un especialista y, cuando al fin accedió, a cambio de dinero, sólo había asistido a un par de sesiones, el diagnóstico resultó vago, confuso, no hay una patología concreta, definible, y la decisión de los padres fue al fin seguir aguantando y procurar convivir con la hija, pero la doctora Gracia tenía que ir a ese cuarto donde el Buen Marido se encerraba con su ordenador para conseguir hablar del asunto, hacemos lo que tú digas, le decía él, yo me declaro incapaz de entenderla, al fin y al cabo es una mujer, es lógico que seas tú quien tenga más posibilidades de llevar las cosas, de identificar sus problemas, yo hago lo que me digas, mi apoyo está siempre asegurado, lo que a ti te parezca mejor.
Un día, la Nena Enfurruñada desapareció. Sin duda se había ido de casa, faltaban sus ropas preferidas, su documentación, algunas chucherías. Con un gesto acaso malévolo, cruel, había dejado sobre la cama las joyitas que ella le había regalado a lo largo de los años, un collar de ámbar, unos pendientes de perlas, una pulsera de distintos tonos de oro, pero no aquella sortija de turquesa que ahora brilla en su recuerdo en una pequeña mano blanca, lacia, extendida sobre la tarima húmeda de un barco que huele mucho a pescado.
La doctora Gracia había imaginado que la ausencia de su hija era resultado de un berrinche, que sería solamente una escapada más larga que las que acostumbraba a hacer de vez en cuando, muchos fines de semana se iba sin avisar, a veces el eclipse duraba varios días, pero en aquella ocasión, después de tres semanas, la chica no había regresado a casa. Denunciaron la ausencia a la policía, la búsqueda de la desaparecida fue inútil, y casi diez meses más tarde seguían sin noticias de ella.
La doctora Gracia había sentido desde entonces la falta de su hija como una carencia que no era sólo sentimental, aunque la convivencia hubiese sido tan áspera, y que conjugaba con la relación de su marido una solidaridad adversa. La casa familiar, donde permanecían tantas huellas de la muchacha, acabó por unir su aire de abandono a la reclusión del hombre frente al ordenador, haciendo que la doctora Gracia descubriese una desolación nueva, marcada sobre todo por una percepción exacta del fracaso. Perdió el apetito, la llegada de cada jornada le parecía una amenaza insoportable, una angustia que la luz del día y la presencia de los otros hacía más lacerante, tuvo que darse de baja en el trabajo, fue reconocida por sucesivos médicos.
Una fotografía en una pared le facilitó la primera imagen de la isla real, y otra isla similar, imaginaria, fue emergiendo lentamente en el mar de su conciencia, como un espacio de refugio, de pérdida reparadora. La isla fue su objetivo desde entonces.
Cuando llegó, mientras el barco iba entrando en la boca de la ensenada, entre los islotes y los escollos, al fondo el pequeño muelle al que se asomaba aquella calle diminuta, con las pocas casas que daban señales de presencia humana, y la línea clara de la playa, y encima el arbolado, y arriba las crestas rocosas, el paraje le prometía la seguridad del olvido y tuvo un sentimiento sereno, inédito en su vida, una intuición de que iba a vivir fuera del enredo humano, como las sabinas y los pinos y el mar, como las lagartijas, y las gaviotas, y las focas.
Mas el fulgor de las turquesas en la mano de la muchacha ahogada ha dejado de repente sin fuerza el sortilegio protector de la isla, y la doctora Gracia se siente otra vez inmersa en el tiempo, de nuevo acuciada por esa ansiedad del vivir que fluye como otra sangre paralela, perceptible, dolorosa.
Eran las siete de la mañana y sobre el oscuro y suave ronquido del motor electrógeno, que el eco del viento ahogaba, se escuchó otro más firme y creciente. La doctora saltó de la cama, volvió a vestirse y salió del edificio. El cielo era ya azul y algunos pájaros revoloteaban en silencio de matorral en matorral. La doctora bajó con rapidez por el sendero, camino del muelle, y por fin consiguió ver el helicóptero, junto al pequeño caserío, en el extremo del muelle, a su alrededor el ajetreo de algunas figuras humanas.
La doctora Gracia sentía con fuerza el sobresalto angustioso de intuir que aquella sortija de turquesas adornaba la mano de la hija muerta y echó a correr, recorrió el sendero del bosque, rebasó la encrucijada del equipo electrógeno. Gritaba esperen, esperen, pero no podían oírla. Las figuras que rodeaban el helicóptero se apartaron, el sonido del motor se hizo otra vez fuerte y, cuando ella bajaba por la calle, cerca del muelle, el aparato sobrevolaba ya la ensenada, con el fuselaje amarillento por el reflejo del sol que se alzaba detrás de la isla.
Se cruzó con los soldados que subían despacio desde el muelle y supo que el helicóptero se había llevado al herido y al cadáver, y que el teniente se había ido también en él. Estaba muy nerviosa, pero no lo dejaba apreciar. Se acercó al
Virgen de los Dolores
, que se preparaba para zarpar, y el patrón le explicó que no podían pasar por la capital, que tenían que darse mucha prisa para rematar cuanto antes la retirada de los palangres.