Pero a la doctora Gracia lo que le conmueve realmente es ver el zanjón lleno de matorrales, tomillo, romero, las pequeñas jaras de la isla, las innumerables especies vegetales que, a pesar de la estructura rocosa, cubren el terreno en muchos puntos, apretujadas las unas contra las otras, astrágalo, tomillo, seguro que las sustancias vitales de aquellos cuerpos han servido para ayudar a la fructificación de los sucesivos vegetales, rubia, hipericón, los cuerpos humanos somos al fin y al cabo un depósito de minerales, de elementos que la tierra reutiliza sin asco ni respeto, con la naturalidad del jardinero que prepara el compost con los restos orgánicos para abonar luego sus plantas, a la isla los muertos le dan igual, seguro que las lagartijas curiosas correteaban por encima de los cuerpos cuando salía el sol, se alimentarían de las larvas que las moscas debieron de generar, a los que enterraron la tierra los habrá devorado directamente, los que arrojaban desde el acantilado habrán sido unos bultos pasajeros contra el azul oscuro del agua que golpea en las rocas de la orilla, se habrán hundido, más tarde habrán flotado, sus ropas deshaciéndose en el vaivén de las olas, sus cuerpos descomponiéndose, troceándose, sus sustancias habrán alimentado a los peces, a los crustáceos, a los moluscos, el tiempo sólo habrá existido para esos restos de lo que fueron seres humanos con memoria y sentimientos, al fin la inmovilidad sin plazo de la isla prevalece, y sus lagartijas verdiazuladas de cabecitas de repente alzadas y curiosas.
Uno de los primeros días de su paseo, el arqueólogo la hizo internarse con él en el pinar para mostrarle un monumento conmemorativo de aquel holocausto, erigido por los compatriotas de los deportados muchos años después, una especie de obelisco muy ancho en su base.
La doctora comprendió que el obelisco había sido construido en un punto de la ladera que, en el momento de su erección, permitía su visibilidad desde muy lejos, desde la misma boca de la ensenada. Cuando las formas de la isla comenzasen a ser perceptibles, aquel poliedro blanquecino resaltaría entre la parda materia rocosa y los oscuros matorrales, pero con los años el pinar ha crecido y ahora el monumento no sólo es invisible a pocos pasos, sino que está totalmente cubierto por las ramas de los pinos inmediatos, que se apoyan en su masa para hacer más nutridas sus copas. Sin prisas ni plazos, al final la isla confirma, fortalece su rotunda indiferencia.
La arboleda presenta mayor densidad en la parte de la falda del monte que está a la derecha del sendero, pero hacia el lado del mar empieza a despejarse un poco, hay una senda casi inapreciable que baja entre peñas y matorrales hasta la pequeña playita, el lugar donde la doctora Gracia suele bañarse.
Esa playita está desierta, como de costumbre, es un espacio de la bahía que nadie frecuenta, los soldados se bañan en un roquedal cercano a su campamento, las tripulaciones de los yates utilizan éstos como trampolines para zambullidas cercanas a los propios cascos, y la doctora Gracia se arrepiente de haber cedido ante la insistencia del Hombre de los Tesoros. Podría estar ahora bañándose ahí, sintiendo en todo el cuerpo la sutileza del agua cálida que es otro de los elementos del lugar sin tiempo, ni prisa, ni alma.
Se baña todas las mañanas después de levantarse y le gusta también hacerlo a esta hora del atardecer. Un día, dentro del agua, percibió la extrañeza del bañador y se lo quitó, y desde entonces siempre se baña desnuda, para que toda su piel recoja el tacto directo del agua. Una vez descubrió en una peña a uno de los centinelas, atraído sin duda por esa desnudez femenina que tanto reclama la atención de los varones, se sintió algo turbada, pero enseguida rechazó el sentimiento, el soldado nunca más volvió a ser visible, o al menos ella no se ocupó de prestar atención a su posible presencia, porque el baño es un rito de olvido, de ensimismamiento, de entrega a esa parte acuática de la isla, un rito que hay que practicar también sin mente, aceptando sólo los estímulos físicos, como los peces, las anémonas o las lapas.
No se piensa en nada más que en flotar, en respirar, entre el fluido salado de donde vino toda la vida, asumiendo su tibieza como un nutriente que alimenta nuestra parte exterior y nos ayuda a despojarnos de intimidad, fortalece nuestra piel para acorazarla, para convertirla también en una defensa contra las debilidades del recuerdo, entre el silencio que hace más claros los aleteos de las gaviotas o las suaves sacudidas del agua sobre la arena. Un vistazo a la bahía puede hacer más acusada la sensación de aislamiento, de soledad y silencio, en la media distancia los yates que cabecean con suavidad amarrados a las grandes boyas, al otro lado la pinada que el sol ilumina frontalmente en la mañana, o donde la sombra comienza a espesarse en la tarde. Y tú flotando allí con el mínimo esfuerzo, casi como si fueses una rama, un pedazo de madera, un objeto inerte, sin voluntad, al albur del bamboleo de las ondas.
Una noche muy calurosa había bajado hasta la playita iluminando el sendero con la linterna. Al entrar en el agua, descubrió que sus movimientos producían señales fosforescentes, resplandores que sus miembros generaban, como súbitas estelas, como rasponazos voluminosos, en todas las formas y extremos de su superficie. Movía las manos y un remolino de chispazos florecía alrededor en diminutos fuegos artificiales. Era una noche muy estrellada y el embeleso la hizo sentir que el agua alcanzaba todo el espacio y que el cielo estaba lleno también de otras pequeñas fosforescencias similares a las que su cuerpo era capaz de provocar.
Pero incluso fuera del agua la vida en la isla era una inmersión continua. Estaba sumergida en un fluido entre matorrales y arboledas, peñascos y acantilados, con las lagartijas como turquesas vivientes y los sapitos verdes que se resguardaban en el cobertizo de las herramientas, y los lirones que a veces era posible advertir en sus ocasionales carreras, y esa inmersión la salvaba de todas las posibles agresiones, le permitía apropiarse de la fortaleza de la isla, le concedía su firme, inasequible impasibilidad.
Así, las llamadas de la Hermana Preferida se veían como un patético guiñol ajeno, aquellas historias de una vieja loca alimentando ratones y palomas parecían propias de la parte tenebrosa de un cuento maravilloso, y la ausencia de la Nena Enfurruñada, que a los veintidós años no quería crecer, apenas merecía ese encogerse de hombros con el que hay que saludar a las cosas que debemos ver pasar sin remedio. Y también lo que sucedió doscientos años antes, esa gente hambrienta muriendo de abandono, rompiéndose las uñas en el esfuerzo de arrancar las lapas o de sacar los cangrejos de sus agujeros, los fluidos putrefactos de los cadáveres que empaparían la tierra entre los tomillos. Y con ello, todo lo que, en la escala de los antecesores humanos, pudiese llegar a los primeros visitantes de la isla, de quienes no quedaba otra muestra que unas piedras dudosas, algún fragmento cerámico, una esquirla oxidada.
Al salir del bosque, el Hombre de los Tesoros no olvida hoy la alusión a otro tópico cotidiano. Esa peste, esa maldita peste, murmura mientras rodean la caseta del equipo electrógeno que, entre el traqueteo poderoso del motor, deja salir por la pequeña chimenea humo negro, espeso, que marca las ramas de las cercanas encinas con una pátina de rotunda suciedad.
El arqueólogo se quejó una vez, ante el Apuesto Oficial que manda el destacamento militar, de esa contaminación permanente, que parece una burla al paraje natural protegido por tantas leyes y ordenanzas. Pero ese equipo electrógeno es el que instaló en su día la Autoridad Competente, recordó el teniente, y además todos ustedes dependen de él para el consumo eléctrico de sus lámparas y laboratorios, mi gente puede arreglárselas sin luz, el rancho se cocina con butano y no hacen falta bombillas entre retreta y diana, si ustedes quieren mando parar el motor, y el arqueólogo mostró el gesto fastidiado de quien no tenía argumentos, habrá que esperar a que traigan un grupo menos contaminante, a que pongan paneles solares, a que instalen algún molino eólico, aunque habría que escuchar a los ecologistas si ven instalarse aquí alguno de esos molinos, concluyó el arqueólogo, con bastante incoherencia.
Ahora vuelve a musitar qué pestazo, qué asco de pestazo, mientras descienden por el sendero hasta el caserío que se alza no muy lejos del antiguo fortín con su torreón vigía, lo que llaman el castillo, cuatro o cinco edificios pequeños junto al muelle. El sol ya está oculto por el monte y sólo en la parte más lejana de la bahía, la que se abre al mar, relumbra la luz directa del fulgor dorado. En el agua más cercana hay un brillo grisáceo de metal, una opacidad peculiar, como si el agua estuviese siendo sustituida por una cubierta sólida, impenetrable, que acentúa el aspecto de fragilidad de los motoveleros amarrados a las grandes boyas anaranjadas.
La luz de poniente ha perdido casi toda su fuerza, y las tres o cuatro bombillas que cuelgan entre las fachadas de las modestas edificaciones y el borde del muelle han adquirido esa relevancia artificial que suele distinguir los poblados humanos. El Lugar Sin Nombre tiene tono amarillento, como si su iluminación no proviniese de otro par de esas bombillas elementales, sino de un fuego de hogar que irradiase su fulgor desde algún sitio que la vista no puede alcanzar.
La doctora Gracia no sabe quién dio tal denominación al cobertizo. Acaso surgió espontáneamente, para ajustar el punto de la cita en los primeros encuentros que fueron constituyendo el núcleo y la costumbre diaria de la pequeña comunidad, cuando cada uno de ellos estaba recién llegado y sentía en el silencio y la pequeñez de la isla dos muestras abrumadoras de una ausencia capaz de aturdir y atemorizar, una soledad excesivamente concentrada frente al mar infinito que agita sin cesar y por todas partes sus aguas. Sin embargo, al cabo de los meses, aquella estancia acotada por viejas paredes desconchadas, el suelo de tierra y el techo sostenido por vigas escuálidas, una puerta de anchura desmesurada, tal vez un antiguo cobijo de barcas y aparejos de pesca, con un mostrador de ladrillo sin enlucir, sillas de plástico blanco dispersas alrededor de cajas invertidas que debieron de tener algún uso militar, y un soportal cubierto de tejas viejas que sostienen una larga y gruesa viga y dos fuertes pies de madera, adquirió el título que sin duda lo ennoblece, por lo dudoso de la sugerencia.
Cuando va llegando la noche, ellos suelen sentarse bajo el porche, de cara al humilde muelle y a la ensenada, ven bambolearse las luces de situación de los barcos, escuchan las voces o la música que llegan desde las cubiertas distantes, miran cómo cruzan la cortísima calle las figuras de los soldados que, tras el relevo, se acercan al barucho, los bultos de los escasos viajeros que han abandonado su navío para pisar el suelo de este lugar casi prohibido, adonde sólo se puede llegar navegando, con un permiso que restringe la visita pública a las horas de sol y a ciertas partes de la costa y de los caminos interiores de la isla.
El Lugar Sin Nombre está medio vacío. Dos soldados de monos sucios llenan de cascos cajas de botellas, y uno de los chicos de la patrulla de conservación bebe a morro un refresco. En el porche, a estas horas, suele ya estar sentado el Intrépido Buceador, con su imagen ambigua de hombre musculoso y a la vez teñido de un rubio blanquecino, el cuerpo depilado, que trae a la isla una figura insólita, pero vista alguna vez en las calles de las ciudades, y acaso en el cine, hay un actor que en cierta ocasión se caracterizó así, aunque la doctora no pueda recordarlo.
En estos momentos, cuando los responsables de la pequeña sociedad de la isla van reuniéndose, la doctora Gracia acepta la costumbre de la tertulia como si la isla no fuese para cada uno un destino azaroso, un espacio donde ninguno ha vivido lo suficiente como para conservar motivos de arraigo, y todos ellos gente que ha juntado la casualidad, sino la casa de siempre, habitada por generaciones sucesivas de una familia a la que todos ellos pertenecerían. Además, en cada uno de sus compañeros ha podido encontrar el difuso recuerdo de alguien conocido en la vida, o en la ficción, o en la ópera, una cercanía que no hubiera podido imaginar que facilitase una coincidencia tan azarosa como ésta.
En esos momentos es posible no advertir la pobreza del Lugar Sin Nombre, su suelo de tierra apisonada, sus paredes cubiertas de humedades mohosas, con viejas argollas y garfios herrumbrosos cuyo uso no se puede adivinar, las estalactitas de antiquísimos y caducos papeles matamoscas o de cuerdas negruzcas que cuelgan entre las vigas, sino el espíritu de una voluntad de concurrencia que se ejercita al final de cada jornada frente a la placidez de la bahía como ante el fuego hogareño de los tópicos tradicionales. La suciedad antigua de los muros se convierte en un barniz pintoresco, el suelo de tierra que los zapatos frotan tiene una blandura confortable, el angosto soportal, con los pies que sostienen el tejadillo, marca una imagen de acogida, de frontera protectora.
Estos días sopla viento norte, a veces con fuerza, pero se mantiene un paradójico mar de fondo que empuja desde el sur, resto acaso de algún fortísimo temporal que, no previsto ni declarado por los meteorólogos, hubiese azotado de repente las costas berberiscas. Sin embargo, en toda la bahía, tan cerrada, el mar está calmado, y casi inmóvil en el pequeño puerto, al resguardo de todos los vientos. El cuerpo de la isla detiene su fuerza, como el alto y rocoso espolón que cierra el muelle, proyectado al final en una larga restinga, se opone al vigor del mar. En el extremo superior de los mástiles se balancean las luces de las embarcaciones, pero una quietud sólida lo rodea todo como la señal de un refugio muy antiguo y bien probado por ellos y por todos los que les antecedieron en el tiempo.
De modo que la doctora Gracia se acomoda en su asiento y respira despacio, esperando que el desaliento y la irritación que durante la jornada han intentado corroer su sentimiento de isla, y lagartija, y tiempo al fin vencido, se vayan disipando.
También están en el Lugar Sin Nombre la Alegre Rosita, su ayudante, y el Chico Taciturno, el becario del arqueólogo, que son los más jóvenes y se sientan siempre juntos y en un extremo, por lo general silenciosos, como estableciendo una comunidad particular, no del todo integrada en la de los mayores.
Se habla de la foca muerta. El equipo de vigilancia de los espacios naturales depende del Intrépido Buceador, que parece seguir tan consternado como en la mañana de la jornada, cuando los hombres de la patrullera trajeron el cuerpo del animal, que el arponazo de algún submarinista furtivo había dejado sin vida.