La casa estaba siendo asaltada pacíficamente por la isla, como aquel obelisco tapado por el bosque, o aquellos cimientos borrosos que señalaban el emplazamiento del templo paleocristiano. Aunque todavía con los muros enhiestos y el tejado incólume, en las excoriaciones de las paredes, en la corrosión de los marcos, en los baldosines desajustados, cariados, era posible percibir la caricia destructora, las señales del abandono profundo que anunciaban otro destino sin memoria.
Antes de incorporarse al grupo, el Apuesto Oficial se ha acercado al mostrador donde, con un mandil sobre el biquini, atiende a la clientela la Rubia Cantinera. Desde el otro lado del tosco murete, la Rubia Cantinera suele inclinarse mucho en dirección al Apuesto Oficial, si él está allí apoyado, hasta que sus cabezas se encuentran tan cercanas que no les costaría nada juntarlas. Ingrid y el teniente componen en esos instantes una imagen de abstraída confidencia, tan intensa que reclama las miradas de todos.
Al presenciarla por primera vez, el Hombre de los Tesoros, que ya había expuesto en algunas ocasiones ciertos inventarios dramáticos de la isla, el Espectro Desorientado, los Furtivos Pertinaces, el Poeta Suicida, el Anfitrión Caníbal, incorporó el tema del Bizarro Militar y la Linda y Jovial Mesonera, pero nadie manifestó que el asunto le pareciese divertido, pues al fondo de la estancia el compañero de Ingrid, un malagueño alto y flaco al que la doctora llama para sí Escamillo, el Escamillo, en el borroso recuerdo de un barítono de rasgos parecidos al que había visto interpretar el papel del torero en
Carmen
, ordenaba unas cajas de refrescos ayudado por un soldado.
La doctora Gracia, que contempla cada mañana, al levantarse, el cuerpo del malagueño mientras cruza las aguas de la ensenada con enérgicas brazadas, observa ahora los gestos con que los soldados que están también en la taberna, recién terminado su servicio, intercambian guiños casi imperceptibles, pues saben que el teniente, que tolera su presencia aparentando no apreciarla, podría ordenar en cualquier momento que se fuesen a su barracón a esperar allí el toque de retreta, que va a sonar muy pronto.
Y como si fuese una señal también para él, muy poco tiempo después de que suene el toque de retreta, llegará al Lugar Sin Nombre Rafalet Viejo, el Pescador Tradicional. Nunca se sienta con ellos, pero desde su rincón interviene a veces en sus conversaciones, con su peculiar forma de expresarse, en la que enreda con naturalidad y destreza la lengua de las islas y el castellano. Cuando llegue y conozca la noticia del día, hablará también de los que han causado la muerte de la foca, dirá que esos furtivos vienen bien preparados, que llevan lanchas con motores poderosos, rápidas, silenciosas, y buenos equipos de buceo, que saben aprovechar la oscuridad.
El parque natural es para ellos una reserva magnífica, menudo favor les ha hecho la Administración, no hay más que ver cuánto se paga por esos meros y esos sargos y esas lubinas y esas langostas en los restaurantes de la isla mayor. Desde luego, piezas que nunca podrán caer en sus propias manos.
Rafalet Viejo es el único pescador que tiene permiso para trabajar en las aguas de esta isla, por el derecho que le ha dado un uso mantenido a lo largo de muchos años. Sin embargo, al hablar del ejercicio actual de su oficio, en sus palabras hay siempre un aire de decepción. Ya no se considera un pescador de verdad, sino el residuo pintoresco de un tiempo desvanecido, el ejemplo palpable de una especie extinta. Si no fuese porque su tarea tiene alguna relevancia para el suministro alimentario de la gente de los equipos de investigación y conservación, y porque todavía disfruta de salud suficiente como para trabajar, y vive de ello, ya lo habría dejado, por puro sentido de la dignidad. Las artes que se le permite utilizar, de juguete, y las rigurosas vedas, han convertido su oficio en una tarea casi simbólica. Dice ser un animal más de la isla, tolerado pero no protegido, como la gaviota parda. Cualquier día me pegarán un tiro, añade, resoplando con grandes bufidos.
Además, frente a la fascinación que suscita el lugar en casi todos los forasteros, él declara aborrecerlo: no salió de allí más que en un par de ocasiones, una para hacer el servicio militar en una capital de la Península, otra cuando llevó a sus hijos a estudiar a la isla mayor, y recuerda aquellas experiencias como los mejores tiempos de su vida, las ciudades con sus grandes construcciones, sobre todo la de la Península, las calles llenas de gentes y vehículos, los estancos, los cines, las barberías, las tiendas de ultramarinos, los mercados, las iglesias, los autobuses, la abundancia de bares, el edificio de correos, con sus buzones en forma de gran cabeza leonina. Si hubiese conocido un oficio distinto al de pescador, de ninguna manera iba él a haberse quedado aquí, a pasar estrecheces, lejos de cualquier comodidad, de los panaderos y de los dentistas, harto de luchar contra esa mar caprichosa, viendo cómo la pesca iba disminuyendo de año en año.
Y por qué no se quedó allí, en la isla mayor, por qué regresó a ésta, le preguntó una vez el arqueólogo, y el Pescador Tradicional le contestó aquí yo soy mi patrón, cuidado, aquí no tengo que arreglar las cuentas con nadie, cuando los chicos fueron mayores qué hacía yo allí, al fin y al cabo uno debe estar donde tiene más posibilidades, aquí hago mi trabajo sin depender de nadie, pero si allí hubiese podido trabajar por mi cuenta, claro que me habría quedado.
A la doctora Gracia le sorprende y le alarma un poco ese discurso de un hombre que, en el momento de conocerlo, le pareció una pieza más del cuerpo sin tiempo de la isla, o al menos un organismo de transición entre la naturaleza y la historia, algo que a ella, tras sentir el hechizo de aquellos espacios, le gustaría llegar a ser algún día. Sin embargo, Rafalet Viejo, el Pescador Tradicional, está decididamente de la parte de todo lo dañino, efímero y sensible, de lo consciente, ruidoso, histórico, y la doctora Gracia no puede dejar de observarlo con perplejidad.
El rincón del porche donde suele sentarse Rafalet Viejo mantiene la oquedad oronda de su ausencia hasta que el pescador llega por fin, con aire huraño. Cuando está de mal humor, Rafalet Viejo dice que se le ha metido dentro el espíritu del alemán, el espectro del aviador de la guerra mundial que vino a estrellarse a la isla y que enterraron hace muchos años en un cementerio improvisado para su cuerpo. El mismo lugar recibió luego el cuerpo de un ahogado que el mar depositó en una cala, y se decía que fue el cuerpo del ahogado el que, por error, se llevó la familia del alemán a Hamburgo, después de la guerra. Las cajas eran iguales y trasladaron la que no era. Así que el espíritu del aviador permanece en la isla, deambula por ella inquieto, desasosegado, buscando algún lugar reconocible, y a veces te cruzas con él y se te mete dentro y te pones a verlo todo torcido. Y a lo mejor al espíritu del chico que se llevaron a Alemania le pasa lo mismo y cada día se levanta allí alguien lleno de tristeza y malos augurios, sin saber por qué. Y Rafalet Viejo insiste en que debe de habérsele metido dentro el ánima del alemán, claro que la tramontana ha tenido que ayudar, es un viento malo para la cabeza, dice que para él ha sido un día negro.
La doctora Gracia bebe otro sorbo. A veces, como en esta ocasión, le gusta tomar el licor puro, sin agua ni hielo, y sentirlo ardiente en su lengua, y cómo baja también áspero por su interior y queda depositado en el estómago, como materia en materia, suscitando puras reacciones y contrastes físicos, huésped extraño, una especie de alimaña química a punto de estirar sus garras y causarle un dolor inimaginable. Pero como no es muy bebedora, el alcohol enseguida le concede sus mejores dones, una suave estupefacción, una extraña capacidad para cierta combinatoria de ideas.
Ahora cree haberse olvidado de su trabajo de la jornada, de esos análisis con resultados tan alarmantes, aunque la preocupación sigue filtrándose por debajo de su aire distraído. Sin embargo es una preocupación que está modificándose, como si fuese el resultado de una conquista y no de una derrota, un premio más a este aislamiento que le permite entregarse del todo a sus tareas preferidas y sentirse lejos, libre de cualquier atadura.
Las focas no se aclimatarán, al menos esta primera generación. Y qué. Se podrá buscar un remedio sanitario, intentarlo con otra generación. Las focas monje tuvieron su oportunidad en estos espacios pero fueron exterminadas por los seres humanos, fueron derrotadas por el tiempo. El ser humano es el tiempo pero la isla prevalece y prevalecerá, con sus lagartijas y sus sapos y sus roedores, y sus pájaros. También estuvo llena de cabras hasta épocas bastante recientes, y ese pastoreo dio de comer a algunas familias, y ahora ya no hay ningún rebaño, ni un solo ejemplar, parece difícil poder imaginarse pastores por esos peñascales.
Mientras el Apuesto Oficial se acerca por fin a ellos, la doctora Gracia observa que el Escamillo llega hasta el mostrador y le dice algo en voz baja a Ingrid, con cierto manoteo iracundo, mientras ella le mira con repentino aire de aversión, y le contesta de manera que también parece destemplada.
El Escamillo tiene manos grandes y fuertes, acostumbradas a acarrear pesos. Para él, su oficio de tabernero es solamente un episodio sin importancia en su vida: la deuda de un conocido le permitió, al parecer, hacerse con esa modesta concesión tabernaria, pues lo que en realidad se considera es escultor, y en el cobertizo anexo al espacio del bar tiene su estudio, entre los enormes recipientes oscuros para la soldadura, con varias muestras de su arte, que desarrolla serrando y uniendo restos metálicos de pecios, y otros despojos, en estructuras donde incrusta pedazos de madera y piedras rescatadas del mar.
En el centro del cobertizo se va alzando una enorme forma asimétrica, que es su proyecto más ambicioso, y los contertulios del Lugar Sin Nombre ven crecer con asombro aquel tinglado, sin poder imaginar cómo podrá el escultor sacar de allí la pieza, el día que la dé por concluida.
Al teniente, la muerte de la foca le ha hecho abandonar su habitual laconismo. Dice que al ejército no le corresponde impedir que los pescadores furtivos se acerquen a la isla, pero que va a estudiar la posibilidad de trasladar alguno de los puestos de guardia de las ensenadas a los lugares más visitados por aquéllos. Acaso la presencia de los soldados pueda ser disuasoria para los furtivos. Además, dada la orientación de alguno de los nuevos puestos, con ello podrán también prevenirse ataques por sorpresa desde las costas africanas, añade, con una ironía no rara en su forma de comunicarse, pero sin perder su acostumbrada seriedad.
La doctora vuelve a considerar la paradójica cohesión de esta comunidad casual, creada por el puro albur administrativo, donde es fácil que cada uno pueda guardar sus propios secretos, porque nadie conoce a los demás desde hace demasiado tiempo. Ésta es una comunidad sin memoria ni experiencias comunes, por eso sin sufrimiento ni frustración históricos, donde se vive cada jornada una soledad llena, armoniosa, entre el aroma de mar y matorral. Es una especie de paraíso, la meta de la propia redención. Una comunidad de seres desarraigados, que disfrutan de una libertad plácida. Esto es como aquello que decían de la legión extranjera, la vida anterior se ha esfumado, la gente ha tenido la oportunidad de cortar con el pasado, se encuentra en el estado de unas criaturas recién nacidas, que careciesen de pecado original.
Un escenario ideal para una novela con un crimen enigmático, difícil de desentrañar, señaló un día el Hombre de los Tesoros, y el Intrépido Buceador preguntó quién ocuparía el lugar del detective, quién sería el genio deductivo, o si habría que esperar a que llegase la brigada de la capital, en la isla mayor. El Hombre de los Tesoros aventuró que el detective podría ser Ángela Gracia, tan acostumbrada a utilizar el microscopio.
Eso en el caso de que el asesino hubiese cometido su crimen mediante alguna bacteria extraña, repuso ella, menuda investigación, y el arqueólogo dijo, galantemente, que lo del microscopio era metafórico, que bien veían todos que ella sabía observar las cosas con lucidez. El teniente quiso conocer si el criminal sería también uno de ellos, y el otro había contestado que no adjudicaría el papel a ninguno de los habituales de la isla, sino que propondría que fuese alguno de aquellos visitantes de una noche que tenían fondeados sus yates en la bahía, el Turista Orate, el Forastero Sanguinario.
El asunto no dio para más, ya era tarde, y el teniente se había levantado de manera brusca, en un gesto adecuado a su habitual comportamiento, y explicó que se iba a dormir, aunque antes le dijo al Hombre de los Tesoros que esperaba que escribiese pronto la novela, y el arqueólogo repuso que no iba a escribir ninguna novela, porque no era novelista, y además lo policiaco, la mayoría de las veces, es un truco para mantener el interés de una ficción que no se sabe defender dignamente de otro modo.
Esta vez el Apuesto Oficial ni siquiera se ha sentado. Parece que ha venido únicamente a lamentar la muerte de la foca y aunque el accidente también es una forma de agresión a la integridad de la isla, la doctora Gracia encuentra en la actitud del teniente una solidaridad que va más allá de lo institucional, una suerte de compañerismo, y hasta una solicitud personal que la tiene a ella como destinataria, un gesto al margen de uniformes y empleos oficiales, que agradece por encima de las fórmulas, pero que, además, le suscita una turbación inesperada. Luego, cuando el teniente se acaba de marchar en su polvoriento vehículo, descubre tras el murete de ladrillo desnudo que hace las veces de mostrador a la Rubia Cantinera, que la contempla con ojos muy severos antes de volverlos al Escamillo, absorto en el repaso de papeles y facturas.
En la doctora, la actitud de los taberneros, como antes el aire de confidencia de la mujer con el teniente, añade intensidad a su desasosiego. El equilibrio de la isla requiere neutralidad entre sus habitantes, nada de relaciones particulares, nada de pasiones, la naturaleza no conoce la pasión, y ese triángulo que intuye es una amenaza para la neutralidad, un aviso de pasión y, por lo tanto, una señal de posible desdicha.
Se van también la ayudante de la doctora Gracia y el becario del arqueólogo, y mientras empiezan a ascender por el sendero que lleva al pinar y luego a los barracones residenciales, cuando el leve resplandor de la última bombilla apenas los alumbra, la doctora Gracia cree ver que la pareja se coge de una mano. Sí, se cogen de la mano, porque ahora la figura entre los dos cuerpos, antes de desvanecerse en la oscuridad, está unida por el vértice de una clarísima uve.