El loco de Bergerac (8 page)

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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policial

BOOK: El loco de Bergerac
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¿Por qué había tenido ya este pensamiento en el compartimiento del tren? ¡Nunca había imaginado a su compañero más que con una barba gris! ¡Y he aquí que era cierto, aunque eran más bien cabellos de tres centímetros que le cubrían todo el rostro!

—¡En realidad este asunto no es cosa tuya!

Su mujer volvía a la carga, con dulzura, como excusándose. Estaba preocupada por el estado de salud de Maigret. Lo contemplaba como se contempla a un ser gravemente amenazado.

—Ayer noche, en el comedor, oí hablar a la gente. Todos están contra ti. Por mucho que les preguntes, nadie querrá contestarte. En estas condiciones...

—¿Quieres tomar un papel y una pluma?

Le dictó un telegrama para un viejo camarada que estaba en el Departamento de Seguridad de Argel.

Ruego enviar urgente Bergerac todo dato concerniente Dr. Rivaud, hace cinco años en Hospital Argel. Gracias. Saludos. Maigret.

El rostro de su mujer era elocuente. Escribía lo que le dictaba, pero sin convicción.

Él lo notó y se puso furioso. Toleraba el escepticismo en los demás, pero en su mujer le era insoportable.

—Bueno, es inútil que protestes, y que me des tu opinión. ¡Envía el telegrama! ¡Entérate de la marcha de la investigación! ¡Yo haré el resto!

Ella lo miró como queriendo hacer las paces, pero él estaba demasiado furioso.

—¡Y además te agradecería que de ahora en adelante te guardases tus opiniones para ti! ¡Dicho de otro modo, no le hagas confidencias al doctor, ni a Leduc, ni a ningún otro imbécil!

Se volvió del otro lado tan pesada y torpemente que no pudo dejar de recordar la foca de la noche.

Estaba escribiendo con la mano izquierda, lo cual hacía que su escritura fuese aún más confusa que de ordinario.

Primer crimen: la nuera del granjero de Molino Nuevo es asaltada, estrangulada, y una larga aguja es clavada en su corazón.

Suspiró y anotó al margen:

(¿Hora, lugar exacto, vigor de la víctima?)

¡No sabía nada! En una investigación ordinaria aquellos detalles hubiesen sido fáciles de obtener. Pero en las circunstancias actuales representaban todo un mundo.

Segundo crimen: la hija del jefe de estación es asaltada y estrangulada, y su corazón traspasado con una aguja.

Tercer crimen (frustrado): Rosalía es atacada por la espalda, pero consigue librarse de su agresor.

(Sueña todas las noches y lee novelas. Observaciones de su prometido.)

Cuarto crimen: un hombre que baja del tren en marcha, y a quien persigo, me hiere con una bala en la espalda. Notar que todo esto ocurre, como los otros tres acontecimientos, en las inmediaciones del bosque de Molino Nuevo.

Quinto crimen: el hombre se mata con una bala en la sien, en el mismo bosque.

Sexto crimen: Françoise es asaltada en el bosque de Molino Nuevo, pero se libra de su agresor. (?)

Arrugó la hoja y tomó otra, escribiendo con mano negligente:

Duhourceau: ¿loco?

Rivaud: ¿loco?

Françoise: ¿loca?

Señora Rivaud: ¿loca?

Rosalía: ¿loca?

Comisario: ¿loco?

Hotelero: ¿loco?

Leduc: ¿loco?

Desconocido de los zapatos de charol: ¿loco?

Pero, en realidad, ¿por qué había necesidad de un loco en la historia? Maigret frunció el ceño recordando sus primeras horas en Bergerac.

¿Quién había hablado de locura? ¿Quién había insinuado que los crímenes no habían podido ser cometidos más que por un loco?

¡El doctor Rivaud!

¿Y quién había asentido enseguida, quién había dirigido la investigación oficial en ese sentido?

¡El procurador Duhourceau!

¿Y si no se tratase de un loco? ¿Si se buscase, simplemente, una explicación lógica al encadenamiento de los hechos?

Por ejemplo, aquella historia de la aguja clavada en el corazón, ¿no podría tener el objeto de hacer pensar, precisamente, en el crimen de un sádico?

Sobre otra hoja Maigret escribió la palabra «Preguntas» y anotó, como un colegial aplicado:

1. ¿Rosalía fue asaltada realmente, o sólo en su imaginación?

2. ¿Fue asaltada Françoise?

3. Si lo fue, ¿lo fue por el mismo hombre que asesinó a las dos mujeres?

4. El hombre de los calcetines grises, ¿es el asesino?

5. ¿Quién es el asesino del asesino?

La señora Maigret entró, no echó más que una ojeada hacia la cama, fue a quitarse el abrigo y el sombrero y se sentó junto a su marido.

Con gesto maquinal le quitó el papel y el lápiz de la mano y suspiró:

—Dicta.

Durante unos instantes Maigret se sintió dividido entre el deseo de hacer otra escena, considerando su actitud como un desafío, como un insulto, y la necesidad de restablecer la paz en el hogar, de enternecerse.

Volvió la cabeza, tan torpe como siempre que se hallaba en circunstancias parecidas. Ella recorrió con los ojos las líneas que había escrito.

—¿Tienes alguna idea?

—¡Ninguna!

¡Por fin explotó! ¡No, no tenía ninguna idea! ¡No, no conseguía ver claro en aquella historia endiabladamente complicada! ¡Estaba furioso! ¡Estaba a punto de desanimarse! Tenía ganas de descansar, de pasar los pocos días de permiso que le quedaban todavía en la casa de campo de Leduc, entre los ruidos sedantes de la granja y el olor a vacas, a caballos.

¡Pero no quería volverse atrás! ¡Y no quería consejos de nadie!

¿Lo comprendía, por fin? ¿Iba a ayudarlo de una vez, en lugar de empujarlo tontamente al reposo?

Ella le respondió con unas palabras que no empleaba a menudo:

—¡Mi pobre Maigret!

¡Sólo lo llamaba Maigret en circunstancias especiales, cuando reconocía que él era el hombre, el amo, la fuerza y la inteligencia del hogar! Esta vez no lo había hecho con mucha convicción. ¿Pero acaso él no aguardaba su respuesta como un niño que necesita ser animado?

¡Y he aquí que ya se había tranquilizado!

—Ponme otra almohada, ¿quieres? ¡Y dame la pipa!

Dos niños estaban peleándose en la plaza. Uno de ellos recibió una bofetada y se echó a llorar en el momento de entrar en su casa, para que su madre lo consolase.

—Ante todo hay que organizar un plan de trabajo. Creo que lo mejor es obrar como si no fuéramos a recibir elementos nuevos. Dicho de otro modo, examinar lo que conocemos y elaborar hipótesis, hasta que una de ellas parezca verosímil.

—Encontré a Leduc por el camino.

—¿Te habló?

—¡Naturalmente! Insistió de nuevo en que dejáramos Bergerac y nos instalásemos en su casa. Salía de casa del Procurador.

—¡Vaya, vaya! ¿Fuiste al depósito, a ver el cadáver?

—Lo han puesto en una habitación especial. Había cincuenta personas haciendo cola. Tuve que aguardar mi turno.

—¿Viste los calcetines?

—De muy buena lana. Y tejidos a mano.

—Eso indica que era un hombre de vida organizada, que tenía por lo menos una esposa, una hermana o una hija que se ocupaba de él. O quizá un vagabundo, pues los vagabundos reciben como limosna calcetines tejidos por chicas de buena familia.

—Pero los vagabundos no viajan en litera.

—Ni tampoco los empleados, generalmente. Por lo menos en Francia. La litera hace pensar en alguien que está habituado a grandes trayectos. ¿Y los zapatos?

—Son de una marca que se vende en cientos de establecimientos.

—¿El traje?

—Negro y raído, pero de buen paño, y hecho a medida.

—¿El sombrero?

—No lo han encontrado. El viento debió llevarlo más lejos.

Maigret, rebuscando en su memoria, no pudo acordarse del sombrero del hombre del tren.

—¿Te fijaste en algo más?

—La camisa tenía zurcidos en el cuello y en los puños. Un trabajo bastante bien hecho.

—Lo cual parece indicar que una mujer se ocupaba de ese hombre. ¿Llevaba algo en los bolsillos?

—Sólo una boquilla de marfil, muy corta.

Hablaban con sencillez y naturalidad, como dos buenos colaboradores. Era la tranquilidad después de los momentos de nerviosismo. Maigret fumaba su pipa a pequeñas bocanadas.

—¡Mira, ahora llega Leduc!

Lo vieron atravesar la plaza. Su paso era más rápido que de costumbre, y llevaba el sombrero de paja algo torcido. Cuando llegó al rellano la señora Maigret abrió la puerta, y él olvidó saludarla.

—Vengo de casa del procurador.

—Ya lo sé.

—¿Te lo ha dicho tu mujer? Luego fui a ver al comisario para asegurarme que la noticia era cierta. ¡Es algo inaudito, increíble!

Leduc se bebió maquinalmente la mitad del vaso de limonada preparado para Maigret.

—¿Me permites? Es la primera vez que ocurre una cosa así. Las huellas digitales fueron enviadas a París. Se acaba de recibir la respuesta.

—¿Y bien?

—¡Nuestro cadáver hace años que es cadáver!

—¿Cómo dices?

—Digo que oficialmente nuestro cadáver hace años que murió. Se trata de un tal Meyer, conocido con el nombre de Samuel, condenado a muerte en Argel y...

—¿Y ejecutado?

—¡No! ¡Muerto en el Hospital unos días antes de la ejecución!

La señora Maigret no pudo evitar una sonrisa enternecida, un poco burlona, ante el rostro radiante de su marido.

Él sorprendió esa sonrisa y estuvo a punto de sonreír a su vez. Pero la dignidad lo contuvo y adoptó la expresión que hacía al caso.

—¿Qué es lo que había hecho Samuel?

—La respuesta de París no lo dice. La noticia llegó en un telegrama. Esta noche llegará la copia de su ficha. No hay que olvidar que incluso Bertillon reconoce que hay una probabilidad sobre mil de que las huellas digitales de dos hombres se parezcan. Nada impide que nos encontremos ante una de esas excepciones.

—¿Qué opina el procurador?

—Está preocupado, naturalmente. Ahora habla de llamar a la Brigada Móvil. Pero tiene miedo de que los inspectores reciban órdenes tuyas. Me ha preguntado si tenías mucha influencia en la Policía, etc., etc.

—¡Prepárame la pipa! –le dijo Maigret a su mujer.

—¡Es la tercera!

—¡No importa! ¡Apuesto a que me ha bajado la fiebre! Samuel. ¡Samuel es un judío! Los judíos tienen generalmente pies sensibles. Y conservan el culto de la familia. ¡Los calcetines tejidos! Y el culto de la economía: un traje de buena calidad, llevado durante años.

Se interrumpió unos momentos para añadir:

—¡Estoy bromeando! Pero confieso que he pasado un mal rato. Sólo pensando en ese sueño. Ahora, por lo menos, la foca ha salido de su inmovilidad. Y ya verán como poco a poco irá recorriendo su camino.

Se echó a reír al ver que Leduc miraba a la señora Maigret con inquietud.

7. Samuel

Las dos noticias llegaron casi al mismo tiempo, por la tarde, unos minutos antes de la visita del cirujano. En primer lugar un telegrama de Argelia:

«Doctor Rivaud desconocido en los Hospitales. Recuerdos. Martin.»

Maigret acababa de abrirlo cuando entró Leduc, que no se atrevió a hacerle ninguna pregunta.

—¡Mira esto!

Leduc leyó el telegrama, movió la cabeza y suspiró:

—¡Evidentemente!

Y su gesto significaba:

«Evidentemente no debemos esperar encontrar cosas sencillas en ese asunto. Por el contrario, a cada paso encontraremos obstáculos nuevos, y tengo toda la razón cuando afirmo que lo mejor que podemos hacer es instalarnos confortablemente en La Ribaudière.»

La señora Maigret había salido. A pesar del crepúsculo, Maigret no pensaba encender la luz. Las flores de la plaza estaban iluminadas y le gustaba contemplarlas a esa hora. Sabía que la primera casa en la que se veía luz era la segunda a la derecha del garaje, donde bajo la lámpara, se divisaba la silueta de una costurera siempre inclinada sobre su trabajo.

—¡La Policía también tiene noticias! –gruñó Leduc.

Estaba violento. No quería que se le notase que venía a poner a Maigret al corriente. Quizá incluso le habían pedido que no le comunicase los resultados de la investigación oficial.

—¿Noticias sobre Samuel?

—¡Exactamente! Se ha recibido su ficha. Y a continuación Lucas, que tuvo que ocuparse de él en otra época, telefoneó desde París para dar más detalles.

—¡Cuéntame!

—No se sabe exactamente de dónde es. Pero se tienen buenas razones para creer que nació en Polonia, o en Yugoslavia. ¡En uno de esos países, en todo caso! Era un hombre taciturno, al que no le gustaba que la gente estuviese al corriente de sus asuntos. En Argelia tenía un despacho. ¿Adivinas de qué?

—¡Una especialidad delicada, estoy seguro!

—¡Comercio de sellos!

Y Maigret quedó encantado, porque aquello encajaba de maravilla con el individuo del tren.

—¡Un comercio de sellos que escondía otra cosa, naturalmente! Lo más fuerte es que estaba tan bien llevado que la Policía no se dio cuenta de nada, y fue necesario un doble crimen para... Te estoy repitiendo en pocas palabras lo que Lucas ha comunicado por teléfono. El despacho en cuestión era una de las más grandes fábricas de pasaportes falsos, y sobre todo de falsos contratos de trabajo. Samuel tenía delegados en Varsovia, en Viena, en Silesia, en Constantinopla.

La noche ahora era azul, y las casas se recortaban en un blanco nacarado. Abajo se oía el murmullo habitual del aperitivo.

—¡Muy curioso! –articuló Maigret.

Pero lo que encontraba curioso no era la profesión de Samuel, sino el ver que hilos tendidos en otro tiempo entre Varsovia y Argelia se unían ahora en Bergerac.

Y sobre todo el caer sobre la mafia internacional partiendo de un asunto puramente local, de un crimen de pueblo.

En París había tenido ocasión de estudiar a centenares de tipos como Samuel, y lo había hecho siempre con una curiosidad especial, desprovista de repulsión, como si se tratase de una especie diferente de la especie humana ordinaria.

Individuos que uno encuentra como barmans en Escandinavia, como gángsteres en América, como dueños de casas de juego en Holanda, como directores de teatro en Alemania, como hombres de negocios en África.

Allá, en la plaza deliciosamente tranquila de Bergerac, aquello representaba la evocación de un mundo que aterrorizaba por su fuerza, por su multitud y por su trágico destino.

El centro y el este de Europa, desde Budapest hasta Odessa, desde Tallin hasta Belgrado, repleto de una humanidad demasiado densa.

Cientos de miles de judíos hambrientos partían cada año en todas direcciones: compartimientos de emigrantes a bordo de los paquebotes, trenes de noche, niños en brazos, viejos a los que se arrastra, rostros resignados, trágicos, desfilando cerca de los puestos fronterizos.

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