—... porque se creía perseguido o porque se creía esperado.
Aquella llamada telefónica.
En aquel momento entró su mujer, tan agitada que no se fijó en la expresión de Maigret.
—¡Hay que hacer venir enseguida a un médico, a un verdadero médico! ¡Es inaudito! ¡Es un crimen! Cuando pienso que...
Y lo contempló como buscando sobre su rostro estigmas inquietantes.
—¡No tiene diploma! ¡No es médico! No se halla inscrito en ningún registro. Ahora comprendo por qué te dura tanto la fiebre, y por qué no se te cierra la herida.
—¡Ya lo tengo! –gritó Maigret triunfante–. Saltó porque se sabía esperado.
Sonó el teléfono. El dueño del Hotel estaba al aparato.
—El señor Duhourceau pregunta si puede subir.
La fisonomía de Maigret se transformó en un instante, volviéndose neutra, resignada, como la de un enfermo cualquiera dominado por el aburrimiento.
Quizá a causa de ello cambiase también la fisonomía de la habitación. Una habitación como todas, con la cama deshecha y las medicinas sobre la mesita de noche.
Como por casualidad, la señora Maigret acababa de encender un pequeño hornillo para preparar una tisana.
El conjunto, visto de este modo, era un poco descorazonador. Se oyeron unos golpecitos sobre la puerta. La señora Maigret saludó al procurador, y éste, después de una ligera inclinación, le tendió con toda naturalidad su bastón y su sombrero dirigiéndose hacia la cama.
—Buenas noches, comisario.
No parecía violento. Más bien tenía el aspecto de un hombre que se ha propuesto llevar a cabo una tarea determinada.
—Buenas noches, señor procurador. Siéntese, se lo ruego.
Y, por primera vez, Maigret vio una sonrisa sobre el rostro retraído del señor Duhourceau. ¡También aquello había sido preparado!
—Casi he tenido remordimiento a causa de usted. ¿Le sorprende? Sí, me he reprochado el haber sido demasiado severo respecto a usted. Pero a veces su actitud es tan crispante.
Se hallaba sentado con las manos sobre las piernas y el cuerpo inclinado hacia delante. Maigret lo miraba de frente, pero con unos ojos que parecían vacíos de pensamientos.
—En pocas palabras, he resuelto ponerlo al corriente de...
El comisario lo escuchaba, pero hubiese sido incapaz de repetir ninguna de las frases de su interlocutor. Se hallaba ocupado estudiándolo con toda atención, tanto física como moralmente.
Una piel blanca, casi demasiado blanca, que los cabellos grises y el bigote hacían resaltar todavía más. El señor Duhourceau no padecía del hígado. No era tampoco sanguíneo, ni gotoso.
¿De qué lado le atacaba la enfermedad? ¡Porque es imposible llegar a los sesenta y cinco años sin un punto débil!
«¡Ateroesclerosis!», decidió Maigret.
Y examinó sus dedos delgados, y sus manos de piel sedosa pero de venillas salientes y duras como el vidrio.
¡Un hombrecillo seco, nervioso, inteligente, irascible!
«Y moralmente, ¿cuál es su punto débil, cuál es su vicio?»
¡Porque tenía uno! ¡No era difícil adivinarlo! Bajo toda la dignidad del procurador había algo oculto, vergonzoso.
Seguía hablando:
—... dentro de dos o tres días, lo más tarde, se cerrará la investigación. ¡Los hechos hablan por sí mismos! El averiguar cómo se las arregló Samuel para escapar a la muerte y hacer enterrar a otro en su lugar es cosa de la Policía de Argel, si es que quiere desenterrar esa vieja historia. Según mi opinión, no valdría la pena.
En ciertos momentos su voz bajaba de tono. ¡Era cuando buscaba la mirada de Maigret y no encontraba más que el vacío! Entonces se preguntaba si el comisario lo escuchaba, si no tendría que interpretar su silencio como una ironía superior.
Hizo un esfuerzo y su voz se afirmó:
—El tal Samuel, que quizá allá ya no estaba muy bien de la cabeza, vuelve a Francia y vive escondido, presa de la locura. Es un caso frecuente, el doctor Rivaud se lo dirá. Comete unos crímenes. En el tren cree que usted está sobre la pista. Tira en su dirección y, cada vez más enloquecido, acaba suicidándose.
El procurador añadió, con un gesto demasiado desenvuelto:
—Observe que no le doy mucha importancia a la ausencia de revólver cerca del cadáver. Los anales judiciales nos proporcionan cientos de casos semejantes. Quizá pasó por allá un mendigo, o un niño. Lo sabremos dentro de diez o veinte años. Lo importante es que la bala fue tirada desde muy cerca, como demuestra la autopsia. He aquí, en pocas palabras.
Maigret se repetía:
«¿Cuál es su vicio?»
¡El alcohol no! ¡El juego tampoco! Y, cosa rara, el comisario se sentía tentado de responder: ¡Las mujeres tampoco!
¿La avaricia? Aquello era posible. Era fácil imaginar al señor Duhourceau, con todas las puertas cerradas, abriendo su caja fuerte y alineando sobre la mesa fajos de billetes, bolsas de monedas de oro.
¡En realidad daba la impresión de un solitario! ¡Y el juego es un vicio en común! ¡El amor también! ¡El alcohol casi siempre!
—Señor Duhourceau, ¿ha estado usted ya en Argelia?
—¿Yo?
Cuando alguien responde de esta manera, es muy probable que quiera ganar tiempo.
—¿Por qué me pregunta eso? ¿Es que tengo aspecto de colonialista? No, no he ido nunca a Argelia, ni siquiera a Marruecos. Mi único viaje largo fue cuando visité los fiordos de Noruega, en 1923.
—Sí. En realidad no sé por qué le he hecho esta pregunta. No se puede imaginar hasta qué punto me ha debilitado esta pérdida de sangre.
Otro viejo truco de Maigret: pasar de un tema a otro y hablar de repente de cosas que no tienen ninguna relación con la conversación. El interlocutor, que teme una trampa, trata de adivinar la intención que se esconde tras ello. Hace un esfuerzo cerebral violento, se fatiga, se pone nervioso, y acaba por perder el hilo de sus propias ideas.
—Es lo que le decía al doctor. Por cierto, ¿quién se encarga de la cocina en casa de los Rivaud?
—Pero...
Maigret no le dio tiempo de contestar.
—Si es una de las hermanas, seguro que no es Françoise. Es más fácil imaginarla al volante de un coche de lujo que vigilando un asado. ¿Quiere usted tener la amabilidad de pasarme el vaso de agua?
Y Maigret, apoyado en el codo, se puso a beber, pero tan torpemente que dejó caer el vaso y su contenido sobre la pierna del señor Duhourceau.
—¡Excúseme! ¡Qué torpe he sido! Mi mujer se lo secará inmediatamente. Menos mal que no deja mancha.
El procurador estaba furioso. El agua, que le había empapado el pantalón, debía deslizarse por su pierna.
—No se moleste, señora. Como dice su marido, el agua no deja mancha. Por tanto, carece en absoluto de importancia.
Lo dijo con un poco de ironía. Las preguntas de Maigret y aquel pequeño incidente le habían hecho perder el buen humor del que hacía gala al principio. Se había puesto de pie, pero de pronto se acordó que aún le quedaban algunas cosas por decir.
Ahora interpretaba mal su papel, no consiguiendo más que una cordialidad muy relativa.
—En cuanto a usted, comisario, ¿cuáles son sus intenciones?
—¡Siempre las mismas!
—¿Es decir?
—¡Detener al asesino, naturalmente! Después, si me queda tiempo, ir por fin a La Ribaudière, donde debería encontrarme hace ya tiempo.
El señor Duhourceau estaba pálido de cólera, de indignación. ¿Cómo era posible? ¡Se había tomado la molestia de hacer aquella visita, de contar todo lo que había contado, casi de hacerle la corte a Maigret! ¡Y el comisario, después de haberle echado un vaso de agua sobre las piernas –pues estaba seguro de que lo había hecho expresamente– le declaraba tranquilamente: «Voy a detener al asesino»!
¡Y le decía aquello a él, un magistrado, en el momento en que acababa de afirmar que no había ningún asesino! ¿Es que aquello no tenía el aire de una amenaza? ¿Tendría que marcharse una vez más dando un portazo?
El señor Duhourceau consiguió esbozar una sonrisa.
—¡Es usted obstinado, comisario!
—Sabe usted, cuando se está en cama todo el día y no se tiene nada que hacer... ¿No tendría, por casualidad, algunos libros para prestarme?
Otro golpe al azar. Y Maigret tuvo la impresión de que la expresión de su interlocutor era más inquieta.
—Le enviaré.
—Obras alegres, ¿verdad?
—Ya es hora de que me vaya.
—Mi mujer le traerá el sombrero y el bastón. ¿Cena usted en su casa?
Y le tendió la mano al procurador, que no se atrevió a rehusarla. Una vez la puerta cerrada, Maigret permaneció inmóvil, con la mirada en el techo, y su mujer empezó:
—¿Tú crees que...?
—¿Sabes si Rosalía sigue trabajando en el Hotel?
—Sí, creo que ayer me la encontré en la escalera.
—Deberías ir a buscármela.
—La gente comentará.
—No importa.
Mientras esperaba, Maigret se repetía:
«Duhourceau tiene miedo. Ha tenido miedo desde el principio. ¡Miedo de que se descubra al asesino y miedo de que se penetre en su vida privada! Rivaud también tiene miedo, lo mismo que su mujer.»
Quedaba por establecer qué relación podían tener estas personas con Samuel, exportador de pobres diablos de la Europa Central y especialista en falsificar toda clase de documentos oficiales.
El procurador no era israelita. El doctor quizá lo fuese, pero no era seguro.
Se abrió la puerta y entró la señora Maigret seguida de Rosalía, que se secaba las manos con el delantal.
—¿El señor me llamaba?
—Sí, siéntate, por favor.
—No nos está permitido sentarnos en las habitaciones, señor.
El tono no presagiaba nada bueno. Ya no era la chica parlanchina y familiar de los días precedentes. Habían debido aleccionarla, intimidarla quizá con amenazas.
—Sólo quería que me diese algunos informes. ¿No ha trabajado usted nunca en casa del procurador?
—Trabajé allí dos años.
—¡Me lo imaginaba! ¿Como cocinera?
—Me ocupaba de la casa en general.
—¡Exacto! Y de ese modo pudo sorprender los pequeños secretos de la casa. ¿Hace mucho de eso?
—Hace un año.
—Lo cual significa que usted era tan bonita como ahora, naturalmente.
Maigret no sonreía. Tenía un arte especial para decir tales cosas con un aire de convicción admirable. Rosalía, por otra parte, no era fea. Sus formas generosas debían haber atraído ya a muchas manos curiosas.
—¿El procurador solía mirarla mientras trabajaba?
—¡Sólo me hubiese faltado eso! ¡Como si yo le hubiese dejado meterse en mis cacharros!
El ver a la señora Maigret llevando a cabo pequeños trabajos caseros dulcificaba a Rosalía, que no dejaba de observarla. Al final no pudo evitar el decirle:
—Le traeré un cepillito. Hay uno abajo. Con el trapo es demasiado pesado.
—¿El procurador recibía a muchas mujeres?
—¡No lo sé!
—Sí que lo sabe. Haga el favor de responderme, Rosalía. Usted, además de guapa es buena, y tiene que acordarse de que fui el único que la defendió el otro día, cuando insinuaban...
—¡Tampoco serviría de nada!
—¿El qué?
—Que yo hablase. En primer lugar, Albert, mi novio, perdería su porvenir, pues quiere entrar en la Administración. ¡Y además me harían encerrar por loca! Todo porque sueño por las noches y luego cuento mis sueños.
Iba animándose. Sólo había que empujarla un poco.
—Hablaba usted de escándalo.
—¡Si no fuese más que eso!
—Bueno, estaba usted diciéndome que el procurador no recibía a mujeres. Pero parece ser que va a menudo a Burdeos.
—¡Me río de eso!
—Entonces, el escándalo.
—Cualquiera podría contárselo. En realidad, todo el mundo está al corriente. Hace unos dos años llegó un paquete al correo, un paquetito certificado que venía de París. Pero el cartero, al ir a entregarlo, se encontró con que la dirección se había despegado. No había modo de saber para quién era, y tampoco estaba la dirección del remitente. Esperaron ocho días antes de abrirlo, por si alguien iba a reclamarlo. ¿Y sabe usted lo que encontraron? ¡Fotografías! ¡Pero no fotografías como las demás! Eran mujeres desnudas. Y no solamente mujeres. También parejas. Durante dos o tres días todo el mundo se preguntó quién recibía semejantes cosas en Bergerac. El jefe de Correos incluso llamó al comisario. ¡Hasta que un buen día llegó un paquete idéntico, embalado en el mismo papel, y dirigido al señor Duhourceau! ¡Ahora ya lo sabe!
Maigret no se sintió en absoluto sorprendido. Hacía ya unos momentos que había llegado a la conclusión de que se trataba de un vicio solitario.
¡Cuando el viejo se encerraba por las noches en su despacho sombrío del primer piso no era para contar su dinero, sino para contemplar fotografías y libros pornográficos!
—Escuche, Rosalía, le prometo que no se lo diré a nadie. Confiese que, cuando se enteró de lo que me acaba de contar, miró en la biblioteca...
—¿Quién se lo ha dicho? En realidad, las estanterías, que tienen puertas, estaban siempre cerradas con llave. Sólo una vez se olvidó la llave.
—¿Y qué es lo que vio?
—¡Ya lo sabe usted! Tuve pesadillas durante varias noches, y durante un mes no quise acercarme a Albert.
—Libros gruesos, ¿verdad? De papel bueno, y con grabados.
—Sí, cosas imposibles de imaginar.
¿Era aquél el secreto del señor Duhourceau? En ese caso era digno de compasión. Un pobre solterón, aislado en Bergerac, donde no podía sonreírle a una mujer sin que eso provocase el escándalo. Se consolaba convirtiéndose en bibliófilo a su manera, coleccionando estampas galantes, fotografías eróticas, libros de esos que los catálogos presentan como «obras para conocedores.».
Y tenía miedo.
¡Lo malo era que aquella pasión no tenía nada que ver con las dos mujeres asesinadas, y mucho menos con Samuel!
¿A menos que Samuel no fuese su proveedor de fotos? ¿Sí? ¿No?
Maigret dudaba. Rosalía, muy roja, balanceaba las piernas, asombrada de haber hablado tanto.
—Si su mujer no hubiese estado aquí nunca me habría atrevido a...
—¿El doctor Rivaud visitaba con frecuencia al señor Duhourceau?
—Casi nunca. Siempre telefoneaba.
—¿Nadie de la familia del doctor iba por la casa del señor Duhourceau?
—Sólo Françoise, que le hacía de secretaria.