Y Mólotov, haciendo con la cabeza una señal de despedida, salió prontamente de la sala.
Edmonton (Canadá), 9 de agosto.
Un ministro de la Iglesia Adventista, al que conocí ocasionalmente hace pocos días, me presentó al hombre más sorprendente que haya encontrado en todos mis viajes a través del mundo.
Se llama George A. Gifford, tiene ochenta años de edad y me dijo ser el director general de la «Sociedad para la Resurrección de los Muertos». Me habló en esta forma:
—Los espiritistas se contentan con entablar alguna que otra conversación con los desencarnados. Nosotros, en cambio, nos proponemos realizar de hecho, antes del último juicio, una de las promesas más grandiosas de la religión cristiana: la resurrección de la carne. Yo soy discípulo del ruso Feodorov, quien en el siglo pasado sostuvo en su famoso libro
Obra común
la necesidad y la posibilidad de la resurrección de los antepasados. Pero Feodorov se contentó con la teoría y la esperanza, como suele acontecer en los hombres de su raza. Yo soy norteamericano y quiero que la sublime idea del profeta eslavo sea traducida en el reino concreto y práctico de la realidad. Los obstáculos que se presentaron fueron innumerables: he debido cambiar los métodos y los sujetos, he debido crear una asociación que colaborase a la gran obra, considerada humanamente imposible, con voluntad unánime y oración obstinada y perseverante. Muchos me dicen: solamente Jesús tuvo el poder de resucitar a los muertos. Esto no es verdad, la resurrección fue lograda también por los santos, quienes no eran más que hombres como nosotros aun cuando estuvieran fortalecidos con una fe más vigorosa que la fe de los fieles tibios y mediocres.
—¿Y ha logrado realmente resucitar a los muertos?
—Así es, aunque con infinito desgaste de espíritu y de tiempo. Nuestra sociedad cuenta con varios millares de adherentes, y en un trabajo afanoso e incesante de veinticinco años tan sólo hemos podido restituir la vida a seis muertos. Uno de ellos, el último, vive en esta ciudad, y he venido a visitarlo, cosa que hago todos los años.
—¿Sería posible que también yo le viera y le interrogara?
—Míster Newborn (Renato), éste es su nombre actual, no se negará a hablar con una persona presentada y acompañada por mí.
—¿Sería posible ir en seguida?
—Iré a buscarle a su hotel esta noche, después de la cena, y estoy seguro de que míster Newborn le contará cosas que ninguna fantasía humana sería capaz de inventar.
La casa del resucitado se hallaba ubicada en un extremo de la ciudad, en la cima de una colina boscosa. Una mujer todavía joven nos hizo entrar, a mí y a míster Gifford, en una sala de paredes recubiertas de madera, con rellenos de preciosas pieles canadienses, dispuestas con mucho cuidado en sostenes de pino brilloso.
Esperamos en aquella sala por espacio de algunos minutos; ni siquiera se veía una silla. Luego reapareció la mujer, que nos llevó a un escritorio de aspecto comercial, donde frente a una máquina de escribir cerrada, se hallaba sentado un hombre pálido, pensativo, que vestía un traje de terciopelo negro. Era míster Newborn.
Gifford dijo mi nombre y le hizo conocer mi deseo, rogándole que quisiera relatarme algunos episodios de su estada en la otra vida. El taciturno resucitado, que no se había alzado de su poltrona, me miró fijamente con ojos tristes, grises, casi apagados. Luego comenzó a hablar en voz lenta y baja:
—No le diré nada acerca de mí, de mi partida y mi regreso a este mundo, puesto que míster Gifford lo sabe todo y podrá decirle lo que considere útil para el progreso de nuestra sociedad. Tan sólo le hablaré acerca del acontecimiento más notable al que asistí durante los largos años de mi estada entre los muertos.
»Según me parece, los hombres creen que el mundo del más allá no tiene historia: todo es determinado y fijado por la omnipotencia del Eterno, cada difunto tiene su nicho y su sentencia, nada puede hacer cambiar su suerte, los condenados rechinan en las tinieblas, los bienaventurados exultan en la luz, diablos y ángeles tienen a perpetuidad sus misiones y nada cambia por los siglos de los siglos. Pues bien, puedo asegurarle que, muy al contrario, incluso en el más allá hay una historia, o sea: el más allá tiene sus crisis y sus alternativas.
»Hacía ya mucho tiempo que yacía en las tinieblas exteriores, bajo el peso de mis culpas, cuando repentinamente se difundió en el inmenso reino de los muertos una noticia inaudita: un grupo de veteranos del infierno había dado la primera señal de la sublevación general de los condenados. Multitudes cada vez más numerosas y alborotadoras de compañeros en la desventura estaban listas para seguirlos. Los custodios y guardianes del infierno, considerando que los condenados se hacían discípulos suyos imitando su pasado de rebelión contra Dios, les dejaban hacer, y según se decía hasta instigaban a los tímidos y tibios.
»Uno de los jefes de la revuelta, el famoso Münzer, andaba de un lado para otro por las interminables tinieblas, incitando a los pusilánimes y los dudosos. Les hablaba así:
»Somos víctimas de una despiadada injusticia que se halla en abierta contradicción con el mensaje de perdón anunciado por el Hijo de Dios. La eternidad de las penas no es conciliable con el Dios todo amor proclamado por los santos y los teólogos. Un padre amoroso, que ama en verdad a sus hijos, puede castigarlos por una culpa, pero no quitarles por toda la eternidad la esperanza de la remisión del pecado. El hombre es un ser limitado, finito, que comete un error limitado en el espacio y en el tiempo, y a veces lo comete arrastrado por la fatalidad de su naturaleza, de lo cual no es siempre responsable. ¿Por qué, a la finitud del ser culpable y de su culpa, debe corresponder la infinitud del castigo? ¿Por qué el error de una hora breve, de una sola estación, y hasta de toda una efímera existencia, debe ser castigado con una tortura eterna e infinita, sin conclusión?
»Se dice que si bien el pecador es finito, su pecado es infinito porque es una ofensa contra el Ser Infinito. Pero Dios, que es perfección absoluta y amor perenne, ¿puede ser ofendido por una pobre criatura, que en definitiva es obra suya?
»Reconocemos a la justicia divina el derecho de castigar a los malvados. Pero no podemos admitir y tolerar que un pecado, finito por naturaleza, deba ser castigado con una pena sin fin. Que el pecado de una hora sea castigado con la condenación a un siglo de tormentos, y que el pecado de una vida entera sea expiado con milenios de exilio en el abismo, pero que en definitiva haya una conclusión, un fin. Vosotros sabéis qué es la eternidad, cuán atroz es el pensamiento de un dolor que jamás tendrá término, de las tinieblas que nunca tendrán un resquicio de amanecer. Después de siglos en la cárcel y la oscuridad tan sólo pedimos una liberación final, un retorno a la luz. Apelamos a la misericordia de Dios contra su cruel justicia. Si Dios es amor y nada más que amor, que lo demuestre de un modo conclusivo perdonando a sus enemigos. Nuestro movimiento no es una sublevación sino una santa cruzada hecha en nombre de la caridad.
»Estas arengas suscitaban un gran entusiasmo entre los míseros sufrientes, y millones de réprobos elevaban al cielo lejano coros de súplicas furiosas, de gritos y blasfemias, de gemidos y clamores de angustia.
»Algunos demonios se habían plegado a sus víctimas y las exhortaban a la rebelión. Les decían: No tenéis nada que perder, estáis condenados a los suplicios eternos y por lo tanto no os queda lugar para temer algo peor, ya podéis estar seguros de la impunidad y, en cambio, podéis alimentar la esperanza de una redención.
»Pero el cielo permanecía mudo, ninguna voz descendía desde lo alto, no apareció ningún ángel para anunciar la confirmación de la sentencia o la promesa del indulto. Sin embargo, la revuelta no se aplacaba y los desesperados gritos de los malditos continuaban golpeando las invisibles paredes del abismo.
»Pero, no sé cómo, un día llegó al infierno una noticia increíble: hasta los bienaventurados del paraíso amenazaban abrazar la causa de sus hermanos condenados. Se entiende que su sublevación era completamente diversa de la infernal, adoptaba la forma de una inmensa, cordial y reverente oración. Los justos pedían a Dios compasión para con los injustos. Cada uno de ellos, decían, tenía en aquellas profundidades de oscuridad eterna algún hermano, amigo, pariente, una mujer amada, un hijo extraviado. Su propia felicidad no era perfecta porque se veía perturbada por el pensamiento de los tormentos infinitos que sufrían seres a los que habían amado en la tierra. Se dirigían a Dios: Nos prometiste la felicidad eterna, pero esta felicidad no puede ser plena y total mientras nos veamos entristecidos por la compasión que nos inspiran los seres a los que destinaste al dolor eterno. La tortura de los condenados es una disminución de nuestro gozo, y, consiguientemente, también nosotros somos castigados indirectamente por culpas que no hemos cometido, y esto no se conforma con tu justicia y tu misericordia. Ordenaste a los hombres que perdonaran a sus enemigos, ¿por qué no das el más sublime ejemplo perdonando a los enemigos de tu Ley, después de tantas vigilias de horror?
»Pero Dios escuchaba y callaba. Entonces muchos bienaventurados, y entre los primeros los santos más venerados, se ofrecieron para descender al infierno y ocupar el lugar de los infelices desterrados. Decían así: Los sufrimientos de los inocentes podrán expiar en un tiempo menor los pecados de los culpables, y en esta forma se verán satisfechas al mismo tiempo tu justicia y tu misericordia. Concede, ¡oh, Señor!, que también en la segunda vida sea eficaz la Comunión de los Santos. Nosotros, que gracias a tu benignidad estamos ciertos de la Luz Eterna, nos ofrecemos a ti para ocupar el puesto de nuestros hermanos desesperados, que sufren desde hace tanto tiempo en las tinieblas eternas, y ocuparemos su lugar todo el tiempo que te plazca.
»En el Empíreo habían cesado los cantos, ahora resonaban los gemidos y las súplicas; los ángeles, asombrados y conmovidos, guardaban silencio contemplando el rostro del Eterno. Pero Dios escuchaba y callaba…».
Llegado a esas palabras de su relato, míster Newborn interrumpió de golpe aquel inaudito acontecimiento.
—¿Y después? —preguntó míster Gifford pasados algunos instantes.
—Después no supe más nada ni nada puedo decir —replicó el resucitado con voz débil—. Precisamente mientras todos los muertos, los que alababan y los que gritaban, esperaban la decisión de Dios, fui llamado otra vez a la vida terrestre por mis hermanos vivientes. Tal vez, cuando llaméis a un nuevo resucitado, éste podrá relataros la continuación de mi historia.
Poco después nos despedíamos del melancólico resucitado. Y desde entonces, incluso en este momento, me he estado preguntando: ¿sueño? ¿imaginación? ¿verdad?
Chicago, 2 de marzo.
Desde hace ya algún tiempo soy uno de los mayores accionistas de la Novel's Company Ltd., y como estoy transitoriamente en Chicago quise visitar el laboratorio de la sociedad.
Entre todos los productos presentados en papel impreso y ofrecidos al público, la novela es el más solicitado y el que más se vende, de modo que surgió en el cerebro de un joven amigo la idea de levantar una verdadera industria cuyo objetivo sería ofrecer a los consumidores, y en grandes cantidades, un material novelístico tipo estándar. «La fantasía al servicio de la evasión», tal seria la fórmula básica de la Novel's Company Ltd. La novela, que ha llegado a ser para muchas personas un producto de consumo diario y de primera necesidad, no podía ser dejada a la anticuada producción individual casi artesana, no podía quedar librada a la iniciativa privada.
El establecimiento donde se fabrican en serie las novelas, se levanta junto a las orillas del lago Erie, y se compone de varios cuerpos distribuidos en un jardín, pabellones en los que se han instalado las diversas reparticiones. La división del trabajo se aplica aquí rigurosamente, y es la clave de la producción industrial en masa.
En uno de los pabellones trabajan los especialistas en paisajes agrestes y los de escenarios urbanos; en otro los que preparan las descripciones de interiores y de mobiliarios: desde la taberna negra hasta el castillo del multimillonario. En un tercer pabellón se afanan los creadores de tipos femeninos de toda clase y medida: aventureras de mediana categoría, vírgenes ricas y enamoradas, damas adúlteras, campesinas del Oeste, mulatas delincuentes y prostitutas fatales. En otro pabellón próximo se elaboran los tipos masculinos: los gángsters, los cowboys, los políticos, los bailarines profesionales, los conquistadores de salón y los aprovechadores de mujeres. Luego está el pabellón donde se inventan nuevas modalidades y formas de delitos e intrigantes alternativas tenebrosas; otro da cabida a los peritos en erotismo, en toda clase de inversiones y perversiones sexuales, los que son asesorados por médicos psicoanalistas y meretrices retiradas. No falta una biblioteca de novelas, de todos los tiempos y países, utilísima para las imitaciones y plagios; en ella un lingüista adscrito a la sección vocabularios sugiere a los obreros principiantes y menos expertos los términos de los diccionarios técnicos: el slang y el argot.
En el centro del parque se alza el edificio de la dirección central, donde un grupo de ajustadores bien pagados, utilizando las diversas partes proporcionadas por los repartos antes mencionados y unificándolas, elaboran novelas bien confeccionadas, de acuerdo a los módulos y especies preferidos por el gran público.
El director general, un viejo novelista que en tiempos pasados fue bastante popular en los Estados Unidos, me dijo que ahora la producción se orienta, por razones económicas, hacia dos tipos de novela: la Novela Venérea (con una juiciosa dosis pornográfica) y la Novela Criminal en dos subespecies: aquella en la que triunfan los delincuentes y aquella en que triunfan los policías. La Novela Sentimental y la Psicológica se hallan en el mercado en franco descenso, igual que la Histórica y la Social, y añadió:
—Nuestra producción media anda alrededor de unas doscientas novelas mensuales, pero esperamos aumentarla en el año próximo. Los obreros que se ocupan de la fabricación suman quinientos, en su mayor parte son jóvenes diplomados en las universidades, y también hay ex periodistas y literatos fracasados. Pero no faltan mujeres, quienes han demostrado ser trabajadoras diligentes e incansables. Naturalmente, tenemos una grandiosa tipografía dotada de máquinas modernísimas, y una oficina comercial que por medio de agentes y representantes distribuye nuestras novelas haciéndolas llegar hasta los lugares más remotos del país. Nuestros productos estándar han conquistado millones de lectores porque corresponden al tipo promedio de los gustos. Sumadas en total, nuestras tiradas anuales ascienden a varios millones de ejemplares, nuestro éxito es inmenso y seguro, la ganancia comienza a ser activa. En la próxima asamblea de accionistas podremos proponer un dividendo del doce por ciento.