—Nada hay que hacer con usted —me dijo Vóronov riendo en cuanto nos sentamos—, nada que hacer, según creo. Usted no desea volver a ser joven ni ser transformado en genio. Por lo tanto, no comprendo por qué quiso venir a verme.
Le respondí diciendo que sus investigaciones y experimentos habían excitado mi curiosidad aunque sin ninguna finalidad personal, y que gustosamente daría una buena contribución en dólares para su Instituto de Mejoramiento Humano. Repentinamente se volvió más amable:
—Agradezco mucho su inteligente propósito, mister Gog. En lo que respecta a la clínica de rejuvenecimiento, no tengo necesidad de nada, fuera de algún mono sano. Mis clientes son riquísimos y no reparan en gastos. Su oferta es, en cambio, más preciosa que nunca en lo que respecta a la metamorfosis de los cretinos e idiotas. Estos desgraciados son tan estúpidos que ni siquiera comprenden la necesidad en que se hallan de ser redimidos de su estupidez. Y aun comprenden menos que es preciso pagar mucho dinero para llegar a ser diversos de lo que son.
Le pregunté si sus primeras pruebas en este campo eran satisfactorias y si la audaz operación de transformar el cerebro había dado los primeros frutos.
—Me permitirá usted —respondió Vóronov— que por ahora guarde el secreto, porque de lo contrario diría algunos nombres de celebridades contemporáneas que le dejarían asombrado. Debe saber que mis experimentos para lograr un genio, o algo que se le parezca, de un cretino, son anteriores a los experimentos para el rejuvenecimiento que me hicieron conocer en todo el mundo. Acerca de la primera empresa callé hasta los últimos tiempos, aun cuando me enorgulleció y me divirtió mucho más que la segunda. Restituir a un viejo algunas características de la juventud es una operación más bien fácil, pero que trasunta su utilidad sólo en favor del individuo tratado, es decir, la prolongación de su actividad sexual, y que no tiene larga duración. Muy diverso es el caso del cretino. Aquí podemos trabajar con cuerpos de seres muy jóvenes, habitualmente niños, y cuando la añosa mutación tiene éxito, el nuevo genio puede ser útil no sólo para sí mismo, sino para toda la humanidad. Algunos escritores famosos, ciertos admirados artistas, varios pensadores de moda, en su infancia no eran más que pobres y obtusos retardados, recogidos por mí en los hospicios para niños deficientes. Llegaron a ser lo que son después de pasar por mis manos.
—¿No podría decirme por lo menos algún nombre, uno sólo?
—En verdad, no puedo, míster Gog, traicionaría, faltaría al secreto profesional, y daría como bocado a la envidiosa plebe intelectual un hombre famoso que me debe su valer. Esto, no obstante, si es usted un buen observador, no le será imposible hacer algunos reconocimientos. Gracias a mi ciencia y mi paciencia he realizado lo que los profanos estarían dispuestos a llamar un milagro. Pero debo confesar que mi obra casi nunca es perfecta. En esos cretinos convertidos en genios queda siempre alguna traza, a veces evidentísima, de su idiosincrasia original. Gracias a mis esfuerzos su cretinismo se sublimó mediante la exaltación de la locura y la exasperación del yo. Ciertas manías por tener originalidad a toda costa, ciertas extrañezas tontas y de charlatanes, ciertos accesos de imbecilidad presuntuosa, que se observan en algunos hombres célebres de nuestra época, para una mirada advertida son índices de los bajos y oscuros orígenes de esa artificial genialidad. He logrado hacer mucho, muchísimo, pero la naturaleza es engañosa y tenaz, la pobreza primitiva se trasluce, y con mucha frecuencia, a través de la grandeza intelectual así elaborada. Observe constantemente a las celebridades de hoy en día, con ojo atento y receloso, y quizá descubra a algunas de mis imperfectas obras maestras. No puede imaginar cuál es mi irónica diversión, cuando en alguno de mis afortunados pupilos entreveo señales de regresión al cretinismo de antes. Pero el público, acostumbrado a creerlos seres superiores, aplaude y abre la boca, incluso cuando la recidiva de la imbecilidad es más escandalosa y patente que nunca. Es preciso que me excuse usted, pues se trataba en esos casos de los primeros esbozos y tanteos, modelados hace ya muchos años, cuando no poseía todos los recursos de la técnica. Los genios que estoy formando ahora, utilizando como base a lamentables idiotas, resultarán mucho mejores.
—¿Y no puede decirme nada acerca de sus métodos?
—Lo siento, pero en realidad no puedo. La técnica para transformar a un idiota en un genio de clase es tan complicada que no bastarían unas pocas frases ni siquiera para hacer comprender los principios de los que parte. Más bien le expondré la idea general que guió mi vida. Desde jovencito me sentí aterrorizado por el espectáculo de mis semejantes y de su mediocre y animal existencia. Pensé que se había detenido la evolución de la especie porque la especie última, que hubiera debido sustituir a la naturaleza con una propia y consciente voluntad, ya no se preocupaba de ello. El hombre, mediante su inteligencia podía y por lo tanto debía, mejorarse a sí mismo y a los demás animales.
»Por consiguiente, mi problema esencial fue la transmutación de los hombres. Esto había sido intentado por sacerdotes, por filósofos, moralistas, maestros, políticos, pero los efectos logrados siempre fueron precarios y esporádicos. Se precisaba la ciencia solamente, la biología podía dedicarse a rehacer racionalmente al hombre. Para comenzar me propuse hacer que los viejos volvieran a ser viriles y que los imbéciles se convirtieran en seres geniales. Y tuve éxito. Ahora me propongo hacer que los criminales se conviertan en santos, los enanos en gigantes, que los apocados y tímidos se vuelvan feroces, que los niños tengan la sabiduría de los viejos, que los normales se vuelvan locos y las hembras se conviertan en machos.
»Nada es imposible para la ciencia, nada es arduo y absurdo para la biología, la medicina o la cirugía. El mundo de los seres humanos debe ser sacudido y dado vuelta. Es ya la hora de superar la monotonía milenaria de esta raza ovina, ha llegado el día de la gran revolución biológica, la única revolución radical digna de nosotros y de este siglo. Si algún mal aconsejado se atreviera a oponerse a esta revolución total, lo transformaré en animal insensato o en autómata mudo. Míster Gog, ¿quiere ser usted el munífico sostenedor de mi Instituto para el Mejoramiento Humano? Nuestra divisa será la de Nietzsche, se la robaremos: «El hombre no es más que un puente entre el mono y el superhombre.
A todo esto, mientras el profesor hablaba se había puesto de pie, su rostro había ido adquiriendo un tinte rojo, gritaba y gesticulaba como un delirante. Pero su esposa corrió hacia él y le dijo al oído algunas palabras en un idioma desconocido para mí. Luego, la misma señora se volvió hacia mí y me acompañó hasta la puerta.
—Le agradezco mucho, mister Gog, la promesa que ha hecho a mi marido. Ya le telefonearé para decirle cuándo puede volver a nuestra casa.
Montpellier, 6 de marzo.
El Dr. Gr., quien me curó hace ya varios años de una de mis crisis de depresión melancólica, me habló hace varios días para decirme:
—Sé que para huir del hastío usted anda de cuidad en ciudad buscando a personas que salgan de lo común. ¿Por qué no va a conocer al Abate d'Espagnac, que es el sacerdote más singular de toda la diócesis? No tiene cura de almas, no enseña, es de familia noble y rica y vive en su palacio, uno de los más hermosos y más antiguos de Montpellier, en el que tiene una capilla privada, un hermoso jardín y una rica biblioteca, cosas que le ayudan a soportar la melosa antipatía de sus cofrades y de la buena sociedad.
—Pero ¿en qué consiste su singularidad? Vaya a visitarlo y lo sabrá directamente de él. No quiero disminuir el sabor picante de la sorpresa.
El Dr. Gr. fue tan atento que llegó a
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una cartita de presentación, y hoy hice que me condujeran a casa del Abate d'Espagnac.
El palacio donde vive se levanta en uno de los más amenos sitios de Montpellier, y por lo que pude ver se remonta al siglo
XVI
. Lo circunda y adorna un amplio jardín de estilo italiano, con bordes de boj, bosquecillos de cedros y pinos y fuentes de mármol ubicadas en medio de matorrales de rosales.
El Abate d'Espagnac me recibió con una amabilidad intermedia entre lo aristocrático y lo eclesiástico. Estábamos en su biblioteca, donde en seguida atrajo mi curiosidad una gran tela, de la escuela veneciana, que representaba a María Magdalena mientras con su abundante cabellera rubia seca los pies de Jesús.
—El Dr. Gr. —dijo el cortés abate— me escribe diciéndome que usted desea conocer la misión que he elegido para santificar mi vida sacerdotal. Puedo confesársela en seguida sin recurrir a hipócritas giros de palabras: desde hace muchos años me consagré a la redención póstuma de las pobres pecadoras, de esas mujeres bellas y frágiles que son famosas en la historia terrena, pero que ahora sufren y gimen en la otra vida.
Lo miré más atentamente, algo desconcertado por sus palabras. El Abate d'Espagnac debe haber pasado los sesenta años, pero es todavía un hombre bien plantado, de rasgos nobles, su cabeza parece estar aureolada e iluminada por una cabellera blanca, abundante, sus ojos son angelicalmente celestes y afectuosos. Continuó diciendo:
—Quizá le cause admiración que un sacerdote católico, servidor obsecuente de la Santa Iglesia Romana, haya sentido la vocación de dedicar su vida en pro de la salvación de esas mujeres desventuradas que se han hecho célebres más por su pecado que por su belleza. Pero debe reflexionar recordando que cada uno de nosotros, los cristianos, tiene la sacrosanta obligación de imitar en cuanto le sea posible a nuestro Salvador. Para nosotros, los mortales, es imposible imitar en todas sus partes a tan sublime y divino modelo. Es preciso elegir un aspecto, un episodio, un acto particular en el que más brille la luz de su infinita caridad. Por mi parte, desde mi juventud he tenido presente en el espíritu su encuentro con María Magdalena. Como comentan algunos por ahí, hubiera podido dedicarme a la conversión de las mujeres perdidas vivientes, pero como usted lo comprende, ésa hubiera sido una empresa extremadamente comprometida y peligrosa para un sacerdote joven, sano y no deforme. Además, era muy intenso mi deseo de conservar fidelidad íntegra a mis votos y al crisma santo de mi ordenación sacerdotal.
»Pensé entonces que en el pasado lejano y próximo, hubo pecadoras ilustres que son recordadas por muchos por curiosidad histórica o por amor al escándalo, pero por ninguno con el propósito de hacer algo, si aún es posible, en beneficio de sus desventuradas almas. Yo creo firmemente que la mayor parte de esas desventuradas no fueron precipitadas en las tinieblas infernales, como lo imagina el vulgo, sino que, como lo aseguran las palabras de Cristo dichas a María Magdalena, no se condenaron y estarán en el Purgatorio. Nuestra Santa Madre la Iglesia, fiel intérprete del espíritu de perdón que inspira a nuestra religión, enseña que los vivos podemos interceder para abreviar los sufrimientos de las almas que se encuentran en el Purgatorio. La Comunión de los Santos, una de las más maravillosas doctrinas del Catolicismo, nos da la esperanza de poder aliviar los sufrimientos de los fallecidos con tal de que no hayan sido condenados eternamente. Las oraciones, las súplicas, más que nada la Santa Misa, pueden anticipar la ascensión de las almas que purgan sus culpas a la gloria del Paraíso.
»Ésta es la obra de caridad que me propuse realizar y que me consuela en mi solitaria vida. Usted sabe cuán numerosas son, sólo en la historia de mi país, esas pecadoras célebres, favoritas de reyes y de príncipes, como Gabriela d'Estrées, Madame de Montespan, Madame Dubarry, o heteras de lujo como Ninón de Lenclos o María Duplessis, hecha inmortal por la pluma de Dumas. Pero no me ocupo solamente de ellas, aun cuando estén más próximas a mi corazón. Celebro Misas también por la Vannozza, la amante de Alejandro VI, por la famosa Imperia, por Tulia de Aragón, por la Perricholi, famosa en la crónica escandalosa del viejo Perú, por Emma Liona y por Lady Hamilton, por la Condesa Walewska, que fuera amante de Napoleón, por Lola Montes, que puso en peligro el trono del Rey de Baviera, por la Condesa de Mirafiori, concubina de Víctor Manuel II, por María Vetzera, la amante del Archiduque Rodolfo de Habsburgo, muerta trágicamente en Mayerling y finalmente por Catalina Schratt, la del amoroso romance clandestino del Emperador Francisco José.
»Podría seguir nombrando a muchas otras, son legión. Estudié diligentemente la biografía y documentos de ellas, y me parece ya haberlas conocido en persona. Estoy persuadido de que casi todas amaron sinceramente, por lo menos alguna vez, y me atengo por ellas a las palabras dichas por el Redentor a María de Magdala:
Mucho le será perdonado porque amó mucho.
Y efectivamente, algunas de ellas no amaron solamente a los mortales; en algunas horas de su vida, por lo menos, amaron también al Hijo del Hombre, al Hombre Dios. En favor de esas criaturas demasiado hermosas, que pecaron pero al mismo tiempo también sufrieron, yo celebro durante el año el mayor número de Misas que me es permitido por los Cánones, y ofrendo a Dios misericordioso por su salvación, mis oraciones, mis renuncias cotidianas, mis pobres méritos de sacerdote y de hombre. Con la frente alta y sin ruborizarme, puedo asegurar a usted que no me siento atraído hacia ellas por fantasiosas lascivias ni por lo que llaman los teólogos delectación morosa, sino por una inmensa compasión hacia esas almas abandonadas y descuidadas por los mismos que ganan dinero relatando sus gestas galantes. Esta empresa a la que he denominado "redención póstuma" no me parece indigna de un cristiano ni de un sacerdote. Mis cofrades en el sacerdocio se burlan de lo que ellos llaman mi extravagante manía, pero yo estoy seguro de que Cristo no me condena, y quizá, si la soberbia no me ciega, estoy seguro de que no desdeña mis humildes oraciones. ¿Acaso no vino a la tierra para salvar a todos los humanos, y antes que nadie a los pecadores? Y cada una de esas desventuradas, ¿no tenía un alma que como las demás fue rescatada con su Preciosa Sangre?
Cuando fui a ver al sacerdote pensé conocer una extravagancia risueña, algo así como un
divertissement
para mi hastío. En cambio, salí del palacio del Abate d'Espagnac casi edificado y hasta un poco conmovido.
Aviñón, 18 de febrero.