»El Antiguo y el Nuevo Testamento serán los primeros libros que se grabarán, versículo por versículo, desde el primero hasta el último. En cambio, haremos una antología de los escritos de Confucio, del
Avesta
y del
Corán.
El Oriente deberá ser sacrificado, ello me causa remordimiento y dolor, pero no podemos proceder en otra forma: los
Vedas,
el
Ramayana,
el
Mahabharata,
los
Upanishad,
Calidasa, Lao-Tse, Chuang-Tse, Firdausi, requerirían miles y miles de planchas de acero.
»Pero nos reabasteceremos en Grecia, madre de toda luz y de todo saber. Los dos poemas Homéricos, una traducción de Esquilo y otra de Sófocles, dos o tres diálogos de Platón, los
Elementos
de Euclides, la
Introducción a la Metafísica
de Aristóteles, los fragmentos de Heráclito y de Epicuro, esto bastará para dar una pálida idea de lo que fue llamado "el milagro griego". Roma nos dará menos trabajo: solamente la
Eneida
será grabada toda entera; de Horacio, de Tácito y de Juvenal bastará hacer una sobria crestomatía. En cambio, brindaremos una edición completa de las
Confesiones
de San Agustín y abundantes selecciones de la
Summa
de Santo Tomás. Querría grabar íntegramente la
Chanson de Roland, Tristán
y
la Divina Comedia,
así como también los sonetos más hermosos de Petrarca. En cuanto a los modernos, me contentaría con el
Elogio de la Locura
, de Erasmo de Rotterdam y
El Príncipe
, de Maquiavelo. Tres o cuatro tragedias de Shakespeare harían compañía al
Paraíso Perdido
de Milton y el
Don Quijote
de Cervantes. Añadiría con placer una selección de Ariosto y de Rabelais, grabando en cambio el texto íntegro de la obra
Nuove Scienze
de Galileo y de los
Principia
de Newton. En lo que respecta a Francia escogería las
Máximas
del Duque de la Rochefoucauld, los más hermosos de los
Pensées
de Pascal, alguna novelita de Voltaire —quizás
Cándido
— y las
Fleurs du Mal
de Baudelaire. En cuanto a Alemania bastarán el
Fausto
de Goethe y el
Zarathustra
de Nietzsche; de la literatura rusa una novela de Dostoievski y otra de Tolstoi. No se deberá olvidar a la ciencia, la que podrá estar dignamente representada por la obra
Orígenes de las Especies,
de Darwin, por las
Lecciones sobre Psicoanálisis,
de Freud y por los ensayos fundamentales de Einstein. ¿Qué impresión le causa mi breve catálogo?».
Le respondí que me parecía excelente, y que no sería capaz de aconsejar quitar alguna de las obras ni añadir otras. Mister Harry Golding continuó diciendo:
—Por desgracia quedan todavía amplias lagunas, y me duele de corazón excluir, por ejemplo, a Shelley, a Leopardi, a Hume y a Kant, así como también a Víctor Hugo y a Rimbaud. Pero, como ya le dije anteriormente, el pensamiento de los enormes gastos me ha obligado a tan penosos renunciamientos. Ya mandé hacer un cálculo aproximado: para la Biblioteca de Acero, tal cual la he pensado, bastarán pocos millones de dólares. Usted es fabulosamente rico, según se dice, y es amigo de la cultura y de la humanidad. Reflexione en que será a usted a quien corresponderá el honor y la gloria de salvar, mediante un pequeño sacrificio de billetes, el tesoro más maravilloso de la civilización humana. Tengo plena certeza de que demostrará ser más inteligente y generoso que tantos otros engreídos magnates a los que me he dirigido hasta el presente, y siempre en vano.
Dije al profesor Golding que su idea me parecía genial y grandiosa, pero que precisaba hacer algunas serias reflexiones sobre el tema, antes de poder darle una respuesta. Al oírme, el amarillo hombrecillo respondió con acento amargo:
—Así me responden todos, y después no dan más señales de sí. Quiero esperar con toda sinceridad que usted no se ha de comportar como los otros.
Nos despedimos algo fríamente. Y ahora pienso partir esta noche misma para Nueva York y embarcarme mañana para Europa.
Monte Wilson, 11 de julio.
Había subido hasta este observatorio, que posee el telescopio más poderoso de todo el mundo, para obtener las últimas noticias sobre el universo de labios de un astrónomo que, en tiempos pasados, hizo sus estudios pagándole yo todos los gastos. No le había advertido mi llegada y no lo hallé. Pero, en cambio, pude hablar con su asistente, el doctor Alf Wilkovitz, un joven de origen polaco, que hasta me pareció demasiado inteligente para el puesto subalterno que ocupa.
Por ejemplo, ayer por la noche, mientras fumábamos y bebíamos en una de las terrazas del observatorio, bajo un cielo densamente poblado de estrellas como pocas veces se suele ver, Alf Wilkovitz comenzó a hablar de improviso diciendo con voz cambiada:
—Mister Gog, siento la necesidad de confesarle algo que hasta ahora no he confiado ni siquiera a mis maestros. Pienso que usted me comprenderá mejor que ellos.
»Hasta hace algunos años la astronomía me parecía la más divina de las ciencias, fue mi primer amor intelectual, apasionado y fuerte. Hoy en día, después de haber conocido más de cerca el cielo, me siento perplejo, turbado, dudoso, a veces hasta atemorizado. La astronomía me ha desilusionado. Compréndame bien: la astronomía, como ciencia exacta, es uno de los más maravillosos edificios levantados por la mente humana en los últimos siglos, pero, en cambio, me ha desilusionado su objeto: el universo sideral.
»Procedo de una familia religiosa, y desde la niñez resonó en mi alma el famoso versículo: "Los cielos cantan la Gloria de Dios". Pero, ahora que conozco mejor el cielo, que conozco de cerca a sus ocupantes y sus lugares, me parece que he sido traicionado. Me había imaginado al firmamento como una arquitectura inmutable y racional, completamente diversa del caos terrestre, como una esfera casi divina muy por encima de este planeta demasiado humano, y… en cambio…».
Alf Wilkovitz arrojó con rabia el cigarrillo encendido un momento antes y levantó su mano hacia el cielo estrellado.
—¿Qué sucede allá arriba? Esto: innumerables e inmensos fuegos huyen y se consumen. ¿Por qué huyen? ¿Adónde huyen? Estamos acostumbrados a las rotaciones regulares de nuestros planetitas alrededor de esa estrella mediana que es el sol. Pero la mayor parte de los astros huyen vertiginosamente, tanto las nebulosas como las estrellas adultas, y no sabemos adónde y no sabemos por qué. Nuestras mediciones son ridículamente pobres, nuestros más poderosos telescopios se pueden parangonar a los ojos de un insecto que observaran fijamente las excelsas quebradas del Himalaya; el cielo que vemos no es el de hoy, el de este momento; en algunas partes es el cielo de hace varios siglos, en otras partes es el cielo de hace milenios. Parece que las nebulosas más lejanas se esfuerzan por alejarse cada vez más de la Vía Láctea, pero jamás sabremos por qué huyen y adónde van.
»Los astros huyen como desesperados perseguidos, y al huir se convierten en fuego, es decir, se destruyen. Sus átomos se disgregan por millones cada vez, produciendo luz y calor, pero ¿qué es lo que se ilumina con esa luz?, ¿quién es calentado con ese calor?, ¿tal vez se disuelven con tan loca prodigalidad a fin de que nuestras noches sean iluminadas con una pálida palpitación? Sería tonta soberbia pensar así, e inconcebible locura el gasto gigantesco hecho para lograr un efecto tan ínfimo. Los abismos siderales son tan enormes que ni siquiera esa gigantesca convulsión calorífera puede elevar mucho su temperatura.
»Y sin embargo, millones de nebulosas, millares y millares de estrellas, desde hace siglos de siglos no hacen más que huir y destruirse, sin una razón imaginable. El derroche de luz y calor que se hace a cada instante en los inconmensurables golfos del firmamento supera a toda posibilidad de cálculo y de fantasía.
»¿Es posible que una Inteligencia superior y perfecta haya querido esa dilapidación enorme, perenne y completamente inútil? ¿Para qué sirven esos innumerables y pavorosamente grandes fuegos huidizos, que continuamente nacen y arden, destinados a consumirse vanamente aun cuando demoren millones de años? Ante ese pensamiento la mente humana se confunde, aterrorizada ante ese espectáculo absurdo. Algo semejante sucedería si los hombres iluminaran todas las noches, con millones de lámparas y reflectores, el desierto del Sahara o los océanos árticos, lugares donde nadie habita y por donde nadie anda.
»Pero esto no es todo. Hay en el cielo otros misterios que ningún entendimiento terreno podrá desvelar. Durante un tiempo se acostumbró imaginar al cielo como la sede y el espejo de la eternidad: otra ilusión y otra desilusión. Las investigaciones de la astronomía moderna han demostrado que también la ciudad estelar está hecha de úteros y de cadáveres, de infantes y de moribundos. Las gigantescas nebulosas en espiral son las matrices o las placentas de nuevas estrellas. Pero esos fuegos suicidas no son eternos: crecen, se dilatan, resplandecen con luz azul y clara en los vigores de la juventud, y después, poco a poco se empobrecen, adquieren color amarillento oro, luego el color de las brasas y finalmente se convierten en cuerpos negros e invisibles, en tenebrosos espectros de muertos que deambulan en los tenebrosos ataúdes del infinito. El cielo es una infinita incubadora de infantes, pero es también un infinito cementerio de muertos. La ley del nacimiento, el crecimiento y la decadencia, que se creía propia de la efímera vida terrestre, es la ley que reina también en lo alto del cielo. Lo que se dijo acerca de los seres humanos: similares a hojas que se desarrollan frescas en la primavera y caen marchitas en el otoño, es también verdad para las estrellas. Esos inútiles fuegos fugaces son, al igual que los hombres, mortales, tan sólo hay una diferencia: que los hombres viven por espacio de millones de segundos, y los astros viven millones de años, pero, respecto de la eternidad, ¿hay en ello alguna diferencia?
»Comprenderá usted ahora mi extravío y mi angustia. Donde creía hallar la perfección sublime de lo racional no he hallado más que un desgaste inútil, una prodigalidad alocada, un movimiento y una destrucción sin objetivo y sin razón. Donde creía hallar finalmente la majestad de lo inmutable y de lo incorruptible he hallado las habituales alternativas de lo pasajero y lo transitorio, del nacimiento trabajoso, de la juventud malgastada, de la decadencia senil y de la muerte inevitable. En cuanto regrese mi maestro abandonaré el observatorio y la astronomía. Al igual que los demás hombres me contentaré con ser un pobre insecto hambriento que se mueve entre las hojas de hierba de los prados terrestres».
Así me habló el joven Alf Wilkovitz; se notaba en su voz el temblor de la ira y en sus ojos se traslucía ese húmedo brillo que se asemeja al llanto.
(O ACERCA DEL COMUNISMO)
Washington, 12 de noviembre.
Jamás he hallado tantas dificultades y objeciones para entrevistarme con personas célebres como en esta oportunidad, en que pretendía hablar con Mólotov, quien se hallaba de paso en los Estados Unidos. El poderoso vicario de Stalin se negó, durante muchos días, a concederme una audiencia. Precisé recurrir a un jefe comunista muy influyente, del que había sido amigo en tiempos pasados, para lograr que Mólotov consintiera en recibirme, y esto tan sólo por unos minutos.
La conversación se realizó bien entrada la noche, en el hotel ocupado por el Comisario del Pueblo para los Asuntos Extranjeros. He aquí, en compendio, lo que me dijo:
El terror al comunismo, reinante en América y en gran parte de Europa, es muy extraño, y así lo califico para no emplear otros adjetivos demasiado fuertes. Vuestros gobiernos, impulsados por la necesidad de las cosas, están preparando en sus propios países un embrollo de «controles», vínculos, planes económicos, intromisiones burocráticas y estatales, que concluirán por crear en todas partes regímenes del tipo colectivista y conformista, los que a su vez no diferirán mucho del tan temido comunismo. Y no pueden proceder diversamente a causa de la complejidad y de las exigencias de la vida moderna, las que requieren una continua y progresiva intervención del Estado en todos los campos de la actividad humana. Aun cuando vuestros gobiernos continúen utilizando las viejas palabras del liberalismo y de la democracia, la realidad cotidiana les obliga a imitar, aun cuando sea de un modo gradual y disimulado, a los sistemas socialistas. Es completamente ridículo que vosotros proclaméis el peligro comunista mientras con vuestras propias manos estáis formando regímenes cada vez más similares, en sustancia, al comunista.
Es una fatalidad histórica de la que ningún país moderno puede liberarse. Al cabo de algunos lustros bastarán pocos cambios de estructura y nomenclatura, unos pocos retoques, a fin de que vuestros países se conviertan en hermanos gemelos de los países comunistas.
Hoy en día en el Occidente toda la política se ha reducido a la economía. En el siglo pasado aún se hablaba de principios, de ideas, de valores nacionales o ideales; ahora vuestros señores no hablan más que de problemas financieros, de tarifas, salarios, reformas agrarias, sindicatos y huelgas, hablan de exportaciones y de mercados, de nacionalización de las industrias, de producción, ocupación y de otros temas semejantes. Al mismo tiempo que declaran ser adversarios del marxismo están demostrando día a día haberse convertido, prácticamente, a una doctrina genuinamente marxista: la del «materialismo histórico». Así pues, incluso ideológicamente ya estáis maduros para el comunismo.
Por todo ello, Rusia no tendrá necesidad ninguna de promover guerras para fundar el comunismo mundial. Ante todo, nuestro gran Stalin no es un romántico, un soñador, un impulsivo, como lo eran Mussolini, Hitler y Trotsky, por lo que no ama las aventuras costosas y peligrosas. Es un asiático de buen sentido y conoce la difícil pero preciosa virtud de saber esperar. Tiene la seguridad de que la doctrina marxista-leninista es la verdad, y aguarda pacientemente a que las fuerzas inmanentes de la economía capitalista cumplan su obra, sin necesidad de empeñar a su pueblo en una lucha peligrosa y sangrienta. Conoce bien lo que sucede en el mundo: el régimen capitalista, a causa de las leyes mismas de su desarrollo interno, tarde o temprano debe llevar a una crisis mortal: desocupación creciente, desequilibrio entre la producción y el poder adquisitivo, descontento y desorden, anhelo y espera de una edad nueva. Además, Stalin sabe que en cada país enemigo puede contar con un número cada vez más ponderable de aliados voluntarios y entusiastas, que no cuestan casi nada a nuestro erario, mientras que los países capitalistas no pueden contar con ningún aliado serio en los países comunistas. Por todas estas razones es inverosímil una guerra de conquista querida por las Repúblicas Soviéticas, mientras que, más que probable es casi cierto el triunfo definitivo del comunismo mundial. Éstas son verdades elementales que ya hubiera debido comprender el Occidente si no estuviera ensordecido por fraseologías ya superadas y por temores injustificados. Pero ya he hablado quizá demasiado. No tengo nada más que decirle».