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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

El Lector de Julio Verne (23 page)

BOOK: El Lector de Julio Verne
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—No —intenté resistirme—. No hace falta, si me lo sé muy bien…

—Que sí, tonto, cógelo —y me lo puso entre las manos—. Te va a gustar, ya lo verás.

Acepté su ofrecimiento sólo por no quedar mal, pero cogí aquel libro con muchas precauciones. Primero, porque debía de ser muy caro y me daba miedo estropearlo. Después, porque no me parecía una lectura tan atractiva como las novelas de aventuras que me seguían tentando desde el tercer estante que estaba al lado de la escalera. Y por último, porque el nombre de su autor no me inspiraba ninguna confianza. Julio Verne sí que tenía un nombre de escritor, bonito y exótico a la vez, un apellido singular, elegante, que no se parecía a ninguna palabra de las que yo usaba todos los días, pero ¿Benito? Benito era nombre de campesino, o de obrero, porque el herrero de mi pueblo se llamaba justo así, y apellidarse Pérez… Yo me apellidaba Pérez, sin ir más lejos.

—Ya me lo he leído —le anuncié a doña Elena sin embargo, dos días después.

—¿El qué? —me preguntó ella, mientras apilaba las hojas de papel blanco alineando los picos para que ni uno solo sobresaliera de los demás, con la milimétrica meticulosidad de todas las tardes.


El diecinueve de marzo y el dos de mayo
—y con sólo pronunciar su título, me pareció que el aire olía a pólvora, a sangre, a la piel perfumada de las majas con trabuco, y escuché los gritos de los vecinos, los cascos de los caballos, el llanto de las madres, las arengas de los héroes, el eco de los besos antes de la batalla—. Me ha encantado, de verdad. Se me han saltado las lágrimas y todo. Y varias veces, no crea.

—¿A que sí? —entonces se volvió a mirarme, me sonrió—. Es muy emocionante.

—Es… —me paré a buscar las palabras que necesitaba, pero las encontré enseguida—. Es como una novela de aventuras, ¿no?, pero más real, más auténtica, porque en una historia inventada, que al final los buenos pierdan sería un problema, ¿no?, lo echaría todo a perder, pero aquí, saber que los personajes existieron en realidad, en una ciudad de verdad, en aquel momento… No sé, me ha impresionado mucho, aunque termine mal, con tantos muertos. Por eso me he quedado con el libro. Quería preguntarle si no le importa que me lea
Cádiz
.

—¡Claro que no me importa! Y léete luego
Zaragoza
, si quieres, que eso sí que es una novela de aventuras, con Agustina disparando el cañón, hecha una jabata —y se echó a reír, como si sus propias palabras le hicieran mucha gracia—. ¡Qué prodigio de mujeres, madre mía! Cómo se nota que en la vida le gustaban peleonas…

—¿A quién?

—Pues a don Benito —y ni siquiera se tomó la molestia de añadir sus apellidos, como si tomara café con él todas las tardes—, ¿a quién va a ser?

Por eso, cuando don Eusebio me dio las notas, me encontré con fuerzas más que de sobra para discutir con él, y tan cargado de razón que ni siquiera me arrugué al detectar los signos externos de su cólera.

—¿Muy bien? —porque hizo descender el puente de sus gafas sobre la nariz para dedicarme una mirada incrédula y furiosa, mientras apretaba los puños, los brazos rígidos, pegados a las piernas—. ¿A usted le parece que hizo el examen muy bien?

—Sí —contesté con un aplomo desafiante.

—Pues ya puedes estarme agradecido, botarate, porque con ese examen debería haberte suspendido, y a punto he estado, por cierto. Nunca he leído tantas insensateces juntas sobre el 2 de mayo de 1808. El pueblo en armas, los motivos de los afrancesados, el patriotismo de Jovellanos, la Revolución Francesa… ¿Es que yo había preguntado la Revolución Francesa?

—Pues no. Pero Galdós explica muy bien que la política de Napoleón…

—¿Galdós? —y escuchar ese nombre le sorprendió tanto, que por un instante hasta se olvidó de lo enfadado que estaba conmigo—. ¿Es que yo te he pedido que leas a Galdós?

—Pues no. Pero lo he leído.

—¡Pues muy mal hecho!, ¿me oyes? —y recobró en un instante el furor que en aquel momento equivalía a su compostura—. ¡Muy mal hecho!

—No sé por qué, yo no creo…

—¡Porque lo digo yo! ¡Galdós nada, y Napoleón nada, y las Cortes de Cádiz nada, y la Constitución de 1812, nada de nada! Yo no os he explicado eso, yo no había preguntado eso, yo…

Durante un instante se quedó callado, temblando de rabia. No sabía por dónde seguir y yo no quise interrumpirle, porque nunca le había visto tan enfadado, nunca había tenido tantas razones para enfadarme con él, y sin embargo, en aquel momento, con su chaleco y su levita, sudando como si tuviera fiebre bajo el despiadado sol de junio, con los ojos hirviendo, los puños apretados y los labios temblando de indignación, me pareció un hombrecillo patético, un pobre tonto solemne, tanto más tonto cuanto más solemne.

—No sé de dónde ha sacado usted todos esos disparates, pero ya puede darme las gracias por haber roto su examen, porque la próxima vez lo guardaré en un cajón para comentarlo con el inspector. Está usted advertido.

Aquella tarde, para que no me equivocara al juzgar a mi maestro, doña Elena me contó la historia de la reválida de Elías y los pantalones de Severino el Potajillo.

—En las personas valientes, el miedo es sólo consciencia del peligro —añadió—, pero en las cobardes, es mucho más que ausencia de valor. El miedo también excluye la dignidad, la generosidad, el sentido de la justicia, y llega incluso a perjudicar la inteligencia, porque altera la percepción de la realidad y alarga las sombras de todas las cosas. Las personas cobardes tienen miedo hasta de sí mismas, y eso es lo que le pasa a don Eusebio. El no es una mala persona. Es un hombre culto, amable y considerado siempre que serlo no entrañe ningún riesgo, pero al mismo tiempo es tan cobarde que, ante la menor crisis, el miedo le domina hasta el punto de hacerle parecer tonto a los ojos de un niño de diez años. A ti, que eres valiente, tiene que hacerte más listo, más astuto, más consciente del peligro que, por ejemplo, correrás si sigues poniéndole a don Eusebio en los exámenes lo que yo te cuento aquí, donde no nos oye nadie, ¿de acuerdo?

Asentí con la cabeza y me sonrió, como si ella tampoco se hubiera dado cuenta de lo que significaba aquel cinco injustísimo que el maestro me había plantado en el examen de Historia.

—¿Pero la verdad? —le pregunté luego—. ¿Qué pasa con la verdad?

—¿Con qué verdad? —y volvió a sonreír—. Sin movernos del Dos de Mayo, por ejemplo… ¿Manolita Malasaña fue una heroína, una patriota que luchó hasta la muerte contra los extranjeros que pretendían invadir su país? Evidentemente sí. ¿Y los afrancesados? Todos esos liberales que estaban convencidos de que lo mejor que podía pasarle a España era que la invasión napoleónica acabara para siempre con una monarquía absoluta sostenida por una dinastía de déspotas corruptos y medio imbéciles… ¿Ellos no eran patriotas? ¿No querían lo mejor para su patria? Evidentemente también. Y Jovellanos, y Quintana, y Goya, y todos esos liberales que empezaron siendo afrancesados y dejaron de serlo enseguida, al comprobar que el ejército francés no venía a traer libertad, igualdad y fraternidad, sino a imponer la ambición desmedida de otro tirano a quien no le importaba asesinar inocentes, arrasar sus casas, destruir un país entero con tal de ocuparlo, y que se quedaron solos en medio de ninguna parte con sus ideales intactos, soñando con una libertad, una igualdad y una fraternidad que no les iba a traer nadie, que sólo ellos podrían fabricar con el ejemplo de sus propias vidas, ¿acaso no fueron los más patriotas de todos?

No nos habíamos movido del Dos de Mayo, y sin embargo, tan lejos como estábamos de aquel remoto día de 1808, a doña Elena se le habían llenado los ojos de lágrimas.

—Perdóname —se secó la cara deprisa, con los dedos—. Lo que quiero explicarte es que la verdad es toda la verdad, y no sólo una parte. La verdad es lo que nos gusta que haya sucedido y, además, lo que ha sucedido aunque nos guste tan poco que daríamos cualquier cosa por haberlo podido evitar. Para aceptar eso también hay que ser valiente, y como don Eusebio no lo es, no admite la parte de verdad que corresponde a hombres como Jovellanos, y seguramente no porque no la valore, sino porque sabe que reconocerla sería peligroso para él. Sin embargo, hasta las personas más valientes, las más justas, las más honradas, interpretan la realidad de acuerdo con sus propias ideas sobre lo que es bueno y lo que es malo, lo que desean, lo que temen, lo que creen, lo que detestan. Y al hacerlo, fabrican su propia verdad.

—Porque lo bueno y lo malo no son lo mismo para todo el mundo —estaba pensando en voz alta, pero ella me dio una respuesta que no le había pedido.

—Desde luego que no. Y por cierto, Nino, ahora que te han dado las vacaciones en la escuela… ¿No prefieres que también te las dé yo aquí?

Si hubiera respondido que sí, todo habría seguido estando en su lugar durante algún tiempo, tal vez para siempre. Si hubiera respondido que sí, la verdad habría seguido siendo, a lo sumo, un tema de conversación interesante para las perezosas tardes de aquel verano. Si hubiera respondido que sí, quizás habría podido seguir viviendo en aquella frágil y sonrosada burbuja que flotaba, de clase en clase, de libro en libro, sobre la erizada cordillera de espinas que la codiciaban, que asomaban a las miradas de piedra de Catalina, a la patética indignación de don Eusebio, a las exacerbadas precauciones de mi padre y al rigor de las hojas de los calendarios. Mis notas fueron el primer aviso, pero yo no lo quise registrar, porque en el dorado paréntesis de aquella primavera, me acostumbré a vivir como si no viviera en la casa cuartel de Fuensanta de Martos, en el mes de junio de 1948.

Y sin embargo, era entonces y era allí donde yo vivía. Agazapados tras mi humilde felicidad, el tiempo y el espacio me perseguían, me acechaban, constantes, sin que me diera cuenta, esperando a la menor oportunidad para someterme, para arrinconarme en el lado del mundo que me correspondía, para quitarme la manía de soñar que yo podía elegir mi propia vida y saltar cuando me apeteciera el muro imaginario que dividía los llantos y las culpas. De todas las respuestas que he dado a todas las preguntas que me han hecho en mi vida, ninguna tan errada, tan triste como aquella.

—No —pero yo, por supuesto, tenía diez años y no podía saberlo—. Prefiero seguir dando clase.

—¿Estás seguro?

—Sí.

La verdad es toda la verdad y no sólo la parte que nos conviene. El 25 de junio no pasó nada en Fuensanta de Martos. Los del monte no se hicieron notar, los del llano se comportaron como si no los conocieran, y los guardias civiles se limitaron a cumplir con sus tareas rutinarias. El cartero también, y por eso, porque aquel sobre era oficial, porque traía un membrete de la Capitanía General de La Coruña, antes de empezar el reparto de todas las tardes subió expresamente hasta el cortijo de las Rubias para entregárselo a Catalina. Dentro, una cuartilla escrita a máquina informaba en unas pocas frases ásperas, concisas, del fallecimiento de Francisco Rubio Martín, natural de Fuensanta de Martos, provincia de Jaén, hijo de Lucas y de Catalina, de 28 años de edad, que carecía de documentación en vigor por haber entrado en España por conductos ilegales y que, en la tarde del 19 de junio de 1948, conducía un automóvil que no respondió al alto de un puesto de control de la Guardia Civil instalado en la carretera de salida de El Barco de Valdeorras, en dirección Ponferrada. En el tiroteo consiguiente, resultaron muertos un guardia civil y tres de los ocupantes del vehículo, el citado Francisco Rubio Martín y dos conocidos bandoleros de la provincia de Orense. El cuarto, gravemente herido, identificó a sus compañeros antes de intentar darse a la fuga y ser abatido a tiros por la autoridad.

—A esos ya no los cogen, no señor…

Paco el Rubio, que había hecho feliz a su madre por última vez sólo dos semanas antes, cuando le mandó desde Toulouse una copia de la foto de su boda, había vuelto a España recién casado para morir en la otra punta de la península, un paisaje verde y mullido, húmedo y dulce, que nadie de su familia había pisado jamás. Quizás era la primera vez que lo hacía, quizás no. Quizás había pasado los Pirineos campo a través, quizás había venido como un señor, en tren o en coche, con documentación falsa, francesa, española o de cualquier otra nacionalidad, el caso es que había vuelto, con una pistola, un coche y el dinero suficiente para cumplir el encargo de sacar del país a tres guerrilleros gallegos, igual que otro hombre con cualquier otro acento, cualquier otro pasaporte, y otra pistola, otro automóvil, otra cartera llena de dinero de curso legal, le había sacado a él de la Sierra Sur un año y medio antes. Eso había durado la suerte de Paco el Rubio, un año y medio.

Hizo lo que tenía que hacer, madre, su hermano Anselmo también escribió a casa al conocer la noticia, aunque su carta, sin membrete, sin sellos, sin remite, no la trajo el cartero. No podía negarse a ayudar a unos camaradas que estaban en peligro y que podían poner en peligro a muchos más si caían, ni siquiera se le pasó por la cabeza la idea de renunciar a la misión, y eso que estaba recién casado. El sabía qué era lo que tenía que hacer, y eso hizo. Puedes estar orgullosa de Paco porque ha muerto por la libertad de España, como un luchador, como un héroe del pueblo, igual que vivió, madre…

Aquella carta endulzó el duelo de Catalina, la ayudó a tragarse la amargura de una muerte tan cruel como la de su hijo Nicolás, la caprichosa muerte de un superviviente, un ser elegido, escogido, seleccionado para vivir, un hombre que podría haberse quedado en Francia o haber emigrado a América, que podría haber disfrutado de su luna de miel, haber encontrado un empleo, haber tenido hijos y una vida feliz, hasta morir de viejo y rodeado de niños en una cama grande de sábanas limpias, ese hombre que había malbaratado el regalo de su propia suerte en un acto fatal de generosidad o de locura. Paco el Rubio había llegado muy arriba en el organigrama político de la guerrilla. Por eso, y porque el precio de su cabeza era muy alto, había tenido el privilegio de salir en una fuga organizada, apoyada desde fuera, unas garantías con las que no contaban muchos otros hombres que, antes o después, se sentían abandonados por la dirección del partido por el que luchaban, por el que se jugaban la vida un día tras otro, por el que ya no se la jugarían más a partir de la noche en la que echaban a andar con los dedos cruzados para intentar llegar a Francia por su cuenta. Pero Paco no. Paco mandaba, y mandaba tanto que logró organizar la salida de Anselmo. Las mismas razones que mantenían a su hermano pequeño sano y salvo en Toulouse, le habían impulsado a volver para morir en España.

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