El jinete polaco (53 page)

Read El jinete polaco Online

Authors: Antonio Muñoz Molina

BOOK: El jinete polaco
4.48Mb size Format: txt, pdf, ePub

Ya no tenía duda, estaba dolido conmigo, pero jamás me lo diría, repetíamos las bromas de siempre, me hablaban de los niños y del trabajo y me preguntaban por el mío y Félix se me quedaba mirando como si no me oyera, como si buscara en mis ojos, en mi cara cansada, en los gestos nerviosos de mis manos, la respuesta a una interrogación que no era formulada con palabras y que las mías no iban a explicarle, y entonces me puse íntimamente en guardia y empecé a verme a través de sus ojos. En eso tampoco tengo remedio, puedo ser un extraño para mí mismo y observarme sin embargo desde el punto de vista de otro, no ya alguien que me conozca tanto como Félix, sino cualquier desconocido, y automáticamente tiendo a suponer que su dictamen será implacable y a darle la razón. Noté de repente que mis manos se movían con desasosiego y rapidez, que no sostenía mucho rato las miradas de ellos, que encendía un cigarrillo a los pocos minutos de apagar otro y se me acababa en seguida la cerveza del vaso, pero la atención de Félix no era reprobadora, sólo continua y minuciosa, como todos sus actos, como la manera que tiene de cortar el queso o de escribir los títulos de las piezas y los nombres de los músicos en las cintas que graba, lo veo hacer algo y me acuerdo de cuando estábamos en un pupitre de la escuela y escribía en su cuaderno rayado pasándose por los labios la punta de la lengua, una concentración absoluta y tranquila. Así es como se ha edificado la vida, sin variar nunca desde que lo conozco, pero también sin obstinarse en la rigidez de un propósito con esa voluntad que se alimenta de rencor y que tan justificadamente pudieron haberle inoculado las penurias de su infancia, su padre inmóvil en la cama por una parálisis irreversible, su madre fregando suelos y vistiéndolos a él y a sus hermanos en el ropero de Auxilio Social, de nada de eso habla, contra nada lo he visto nunca rebelarse, ni siquiera en los tiempos en que casi todos nosotros nos complacíamos en aspavientos de rebelión, pero tampoco ha claudicado ni se ha sometido, es el mismo de hace veinticinco años y del verano pasado, y ella, cuando la veo junto a él, me da la misma impresión de serenidad y permanencia, como si hubieran nacido así los dos y se hubieran limitado a seguir una especie de instinto que los protegía y los mejoraba. No se han gastado, como tú y yo, en años de extravío ni en amores estériles, no parecen haber conocido la desesperación ni la discordia, viven juntos y tienen hijos y los cuidan y van a trabajar y ven películas en la televisión después de haberlos acostado y seguramente luego se desean y se entregan, los he visto mirarse y me he fijado en cómo se rozan por casualidad y se sonríen, no con esa felicidad idiota a lo Doris Day de los recién casados permanentes que se exhiben delante de los matrimonios amigos y acaban llamándose mamá y papá, los oigo y vomito, te lo juro, sino con pudor y experiencia, como quien lleva toda su vida haciendo algo y lo hace muy bien, como un hombre y una mujer habituados a un vínculo que ha probado su eficacia a lo largo del tiempo. Tú y yo tenemos miedo, no hemos pasado juntos ni diez noches todavía, tenemos miedo de lo que el tiempo vaya a hacer con nosotros y cada hora nos parece un regalo del azar, no hemos poseído nada que no fuese frágil o que sintiéramos indudablemente nuestro, pero ellos no, yo creo que carecen del sentido de la incertidumbre como carecemos nosotros de cualquier idea de perduración. Se mudaron el año pasado a este piso de ahora, porque el anterior, con los niños, se les había quedado muy pequeño, han firmado una hipoteca y han comprado muebles nuevos a plazos y no se sienten agobiados ni atrapados, Félix me lo enseñó mientras Lola hacía la comida, y yo pensaba en mi casa, en los apartamentos donde he vivido a salto de mata en los últimos diez años, sin más pertenencias que un radiocassette, unos cuantos libros y cintas, una maleta que me prestó alguien para una mudanza y no le devolví y una bolsa de viaje, lugares tan refractarios a cualquier presencia como habitaciones de hotel, sin cuadros en las paredes ni fotografías enmarcadas en los aparadores, sin una tarjeta con mi nombre bajo la mirilla de la puerta, edificios enteros habitados por gente que vive sola, por parejas con un perro, como máximo, tabiques delgados tras los que se oyen los ruidos de alguien pero que lo confinan a uno en una distancia de monasterio tibetano, se muere uno de un colapso cardíaco mirando la televisión y tardan más tiempo en hallar su cadáver que si se hubiera perdido en el desierto de Australia.

«Y aquí mi santo santórum, como diría Lorencito Quesada», dijo Félix: su habitación, con una pared enteramente ocupada por los libros y los discos y una ventana por la que se veía una colina de casas blancas y jardines con cipreses, el equipo de música que sólo usaba él, acuarelas de Mágina y del valle del Guadalquivir desde los miradores, la mesa amplia y despejada, el ordenador donde escribe todas las tardes su diario, un almanaque de El Sistema Métrico con una foto antigua de la plaza del General Orduña. Había encontrado las acuarelas en Madrid, en un puesto del Rastro, y las consiguió por muy poco dinero, aunque el vendedor le aseguraba que eran de un pintor bastante célebre en los años treinta: acaso porque los colores estaban muy desleídos no se veía en ellas la ciudad tal como es, sino como uno puede recordarla cuando lleva fuera mucho tiempo. La conversación no se afianzaba, nos quedábamos callados y yo bebía un trago de cerveza o miraba a mi alrededor en busca de un cenicero y cuando Félix me lo ofrecía encontraba sus ojos y me parecía que estaba a punto de preguntarme algo, pero en seguida nos salvaba una broma, un juego de palabras sin demasiado éxito, casi una coartada para eludir el silencio. Él o yo empezábamos a hablar y nos dábamos cuenta de que la atención del otro era sobre todo un gesto de cortesía. Durante la comida la presencia de Lola nos tranquilizaba, y mirábamos las noticias de la televisión con el alivio de permanecer callados sin que se notara el silencio. Estaban entrevistando a un hombre de pelo rizado y gris que hablaba muy rápido y llevaba unas gafas de montura transparente. Félix dejó el tenedor, dio un golpe en la mesa y se echó a reír: «Pero míralo, si parece mentira, ¿no sabes quién es?» Yo estaba distraído y cuando miré otra vez la pantalla se veía una formación de carros de combate en el desierto. «¿De verdad que no lo has conocido? ¡El Praxis, hombre, el que nos daba literatura en el instituto! Es diputado, lo acaban de nombrar director general de no sé qué. También a él le ha entrado vocación de centinela de Occidente.» No me acordaba, y a los cinco minutos ya había vuelto a olvidarme, cómo iba yo a saber que al cabo de dos meses, ahora mismo, aquel nombre formaría parte de la trama de mi vida, y que el domingo en casa de Félix y mi secreta envidia y el peso de mi desarraigo eran al mismo tiempo los episodios de un punto final y de un preludio esbozado en la orilla del desastre. Había viajado en tren durante toda una noche para buscar a mi amigo y a medida que transcurría la tarde me ganaba la decepción de no haberlo encontrado, no por culpa suya, sino porque yo era incapaz de corregir la sensación de hallarme muy lejos y percibía gradualmente los síntomas del desasosiego, las miradas al reloj, el cálculo de las horas que me quedaban para llegar sin apuro a la estación, el deseo de estar ya en otra parte y de que Félix no se diera cuenta. Nos bebimos despacio más de la mitad de la botella de malta que yo le había regalado, y al anochecer, algo beodos, fuimos a buscar a sus hijos, y él sugirió que antes de recogerlos tomáramos una cerveza en un bar del vecindario. Saludaba a casi todo el mundo por la calle y el camarero lo llamó por su nombre. A la segunda cerveza se acodó en la barra y me habló tan serio que no reconocía del todo su voz. «No sé lo que te pasa, pero estás raro, conmigo no puedes disimular. Estás nervioso, tienes prisa, llegaste esta mañana y no ves la hora de irte. Lola también se ha dado cuenta. A lo mejor es que llevas demasiado tiempo viviendo en esos países donde no sale el sol más que en los anuncios. Yo que tú me volvía. ¿No dices que ahora trabajas por tu cuenta? Pues igual puedes ganarte la vida aquí que en Bruselas. Además hay otra cosa, y me da vergüenza decírtela. Casi no hablo con nadie, no me río con nadie. Soy el presidente de la comunidad de propietarios de mi bloque. Me acaban de reconocer el cuarto trienio. Y no debería decírtelo, pero te echo de menos. Tú a lo mejor no lo sabes, porque vives fuera y no te fijas, pero la gente que conocíamos está cambiando mucho. Es como en una película de marcianos que vi hace poco en la televisión. Los extraterrestres llegan a un pueblo y en lugar de conquistarlo con pistolas de rayos se apoderan del alma de la gente. Tú estás con tu mujer, o con algún amigo, y al principio no le notas nada, pero luego ves que tiene los ojos como vacíos y que anda un poco rígido y es que ya se ha convertido en marciano. Alguien que es todavía normal da una cabezada y cuando vuelve a abrir los ojos ya es otro, aunque sigue hablando igual y tiene la misma cara. Esta mañana, cuando te vi, me dio miedo de que tú también hubieras empezado a transformarte. Ahora me quedo más tranquilo, pero no me fío, ni siquiera de mí. ¿Vas a volver pronto?»

Se me hacía tarde, como casi siempre, a las diez y media de la noche ya me había despedido de Félix y de Lola y cruzaba de nuevo la ciudad en un taxi igual que veinticuatro horas antes en Madrid, me palpaba los bolsillos en busca del carnet de identidad, del pasaporte, de la tarjeta de crédito, no confiaba en mi reloj y le preguntaba la hora al taxista, llegué a la estación y me pareció que era mucho más temprano de lo que indicaban los relojes porque se veía muy poca gente en el vestíbulo, y el expreso de Madrid ni siquiera estaba en el andén, habría que esperar, pero ya eran casi las once, qué raro, y la taquilla continuaba cerrada, y también el puesto de periódicos, y el bar, ya preveía la catástrofe, quién me mandaba fiarme de los trenes españoles, un empleado con la gorra en la nuca y un cigarrillo en los labios me dijo, mirándome como a un idiota, que cómo era posible que no me hubiera enterado, que había huelga de maquinistas. Pero yo tenía que irme, tenía que estar en el palacio de Congresos a las nueve de la mañana y no podía permitirme el gasto de un viaje en taxi, alquilaría un coche, si es que encontraba en Granada una de esas agencias de alquiler que están abiertas las veinticuatro horas, subí por la avenida de la estación buscando un bar donde hubiera teléfono y me crucé con la mujer que arrastraba la maleta, más despeinada y más vieja, con los zapatos más torcidos, hablando sola, al verme se paró y me hizo una señal para que me acercara, es mi sino, no tuve el valor de pasar de largo y me detuve, aunque jurándome que por nada del mundo le llevaría la maleta. «Oiga, perdóneme, podría usted decirme dónde está la cuesta Marañas? Yo no sé lo que han hecho con las calles, seguro que las han cambiado de sitio, o las habrán quitado, yo vivo en la cuesta Marañas pero no me acuerdo de dónde es, y lo malo es que tampoco me acuerdo de cuál será mi casa, así que como no encuentre a alguien que me conozca tendré que dormir en un portal. Su cara me suena. ¿Usted no me conoce?» Siguió hablando sola cuando escapé de ella y no quise ni volverme, pero no olvidaba su cara, pensé que se parecía un poco a mi abuela Leonor, y de hecho era la cara de mi abuela la que recordaba luego, después de medianoche, mientras conducía por la carretera de Madrid el Ford Fiesta que logré alquilar después de una serie de peripecias angustiosas y me preguntaba si aquella mujer habría encontrado a alguien que la guiara hasta la cuesta Marañas.

Tomé un par de cafés antes de salir, pero tenía sueño, me pesaban los párpados, me hipnotizaban los faros de los coches que venían de frente
y las
líneas blancas de la carretera, me dolían las vértebras de la nuca y los músculos del cuello y me daba miedo apoyar la cabeza en el respaldo, me mantenía rígido, apretaba muy fuerte el volante y pisaba el acelerador con una sensación de abandono y peligro, fijo en la línea blanca que parecía aproximarse velozmente hacia mí desde la oscuridad y se perdía luego en el retrovisor, cada minuto más aprisa y más lejos en la noche sin luna, entre colinas sombrías y rápidas hileras de olivos, tan fugaces como las imágenes que me provocaba el acecho del sueño, la mujer de la maleta caminando por los alrededores de la estación de Granada, el pelo blanco de mi abuela Leonor, aquella loca que subía al anochecer por la calle del Pozo con un adoquín escondido bajo la toquilla negra, las luces en las esquinas, las misma luces que yo veía ahora delante de mí, casas de campo abandonadas junto a la carretera, mi abuelo Manuel caminando de noche por una serranía muy próxima a los paisajes nocturnos que yo atravesaba medio siglo después a ciento veinte kilómetros por hora, un jinete con el que soñaba algunas veces, el tío Pepe cuando se volvió de la guerra, Miguel Strogoff en la portada de un libro que me compró mi madre para un cumpleaños, me daba cuenta de que iba a dormirme, sacudía la cabeza, reducía velocidad porque había visto delante de mí las luces traseras de un camión, me daba tiempo a adelantarlo, cambié la marcha y percibí en las plantas de los pies la vibración del motor y mientras adelantaba el camión me sentí suspendido entre la vida y la muerte, fuera del tiempo y de la realidad, como soñando que volaba, no volvía de visitar a Félix ni viajaba a Madrid para trabajar a la mañana siguiente como traductor simultáneo, tan sólo era la silueta de un hombre que conduce un automóvil y es alumbrada por los faros de otro que se cruza con él, escuchaba voces y canciones en la radio y la tenue luz verdosa y la aguja del sintonizador moviéndose de una emisora a otra como si yo atravesara todas las voces de la noche me hacían acordarme del severo aparato con cortinillas bordadas que había en casa de mis padres, muy alto, sobre una repisa de ladrillo encalado, tenía que subirme al sillón donde me daban la comida para alcanzar los mandos, y se oía un rumor de lluvia y de cascos de caballos y era que empezaba el serial de «El coche número trece», o que un jinete cabalgaba en una noche de lluvia y de truenos lejanos. Cada vez más aprisa, de una emisora a otra, ráfagas de canciones abolidas por un leve movimiento de los dedos, luces deslumbrándome, un indicador en un desvío a la derecha, Mágina, 54 kilómetros, pero en seguida quedó atrás, y yo conducía despejado y eufórico, con esa lucidez peligrosa que se parece tanto a la de la cocaína y que le llega a uno cuando ha logrado resistir la primera oleada del sueño. Ahora me acuerdo y no estoy seguro de saber explicártelo, era una mezcla de cobardía y de temeridad, un entusiasmo sin propósito, tan vertiginoso y tan vacío como la carretera que se prolongaba en línea recta delante de mí cuando pasé Despeñaperros hacia las tres de la madrugada y la aguja alcanzó la señal de los ciento treinta kilómetros en los primeros llanos de La Mancha, veía claridades rojizas en el horizonte y pensaba que ya iba a amanecer, pero eran luces de ciudades, había encontrado una emisora donde sonaba una canción de Otis Redding y repetía en voz alta la letra sin acordarme todavía de su título, levanté instintivamente el pie del acelerador al acercarme a la señal de una curva pronunciada a la izquierda y entonces vi los faros del camión y comprendí en un instante de verdadera claridad y terror que si no me apartaba iba a morir aplastado bajo sus ruedas, pero pisaba el freno y mi velocidad no disminuía, los faros amarillos me herían los ojos y el morro blanco del camión ocupaba todo el espacio del parabrisas, me estremeció el claxon y durante menos de un segundo una serenidad despojada y absoluta borró la angustia de morir. Tal vez giré el volante con los ojos cerrados. Cuando terminaron las sacudidas y volví a abrirlos el coche estaba parado, pero la radio aún seguía encendida y sonaba la misma canción que empecé a oír cuando entraba en la curva. Lo más raro no era estar vivo todavía, era que Otis Redding continuara cantando
My girl
como si en el último minuto no hubieran pasado años enteros.

Other books

Murder in House by Veronica Heley
The Latchkey Kid by Helen Forrester
The Good Conscience by Carlos Fuentes
Any Duchess Will Do by Tessa Dare
Taken by Lisa Lace
A Kestrel for a Knave by Barry Hines
Ulises by James Joyce