El jinete polaco (51 page)

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Authors: Antonio Muñoz Molina

BOOK: El jinete polaco
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En una mecedora del porche pintado de blanco hace equilibrios una ardilla, cuidado, avisa el taxista antes de marcharse, puede transmitir la rabia, otra posibilidad estupenda, mejor incluso que la del choque de frente con un trailer, fallecimiento en el hospital de Evanston ocasionado por la mordedura de una ardilla que tiene los ojos dulces y húmedos como en una película de Walt Disney: la ardilla no escapa, observa, oscila en la mecedora, tal vez a punto de saltar hacia el cuello como un murciélago del Amazonas, y en el vestíbulo del hotel parece que tampoco hay nadie, aparece al cabo de uno o dos minutos de silencio un negro anciano y calvo, un botones decrépito como las ruinas de un coloso que se empeña en llevar la maleta aunque apenas puede levantarla, ni levantar del suelo los pies, calzados con unos zapatos arcaicos y magníficos, inmensos, amarillos y negros, correosos como la cara de su dueño, que debió de bailar claqué con ellos en el Cotton Club. Suelta jadeando la maleta a cambio de una propina, señala el mostrador de recepción, donde hay dos sobres con nombres escritos que contiene cada uno dos llaves, la de la puerta de la calle y la de la habitación, se ve que es un hotel de misántropos, o un hotel automático, el negro se derrumba con cara de moribundo sobre un sillón de mimbre y murmura cavernosamente un blues mientras sus zapatos, al final de las piernas larguísimas, relumbran en mitad del vestíbulo. Nadie en el ascensor, ni una voz ni un ruido, ni siquiera el de los pasos, en el pasillo alfombrado donde se vislumbra al final de una lejana perspectiva el letrero rojo de
Exit.
¿No es ése el nombre de una especie de club anglosajón de suicidas, o de una sociedad de fomento de la eutanasia? Félix se complacería en una precisión etimológica:
exit, exitus,
salida. Félix desharía ordenadamente la maleta, guardaría la ropa en el armario, encendería la televisión y se tendería tranquilamente en la cama con un volumen de Tácito o un manual de informática para lingüistas. Qué cabeza la suya, qué mérito, jamás dejaría la maleta y la bolsa en un rincón ni se apresuraría a marcar otra vez un número de teléfono de Nueva York sabiendo por experiencia que es inútil, que de nuevo se oirá la misma voz de mujer que repite no un nombre sino otro número de teléfono y la educada invitación a dejar un mensaje y el pitido tras el que se oye el roce de una cinta en blanco. Pero es que Félix nunca habría cruzado un océano y luego medio continente para buscar a una mujer con la que hubiera pasado una sola noche en Madrid ni se habría ofrecido a sí mismo el pretexto de que en realidad no iba a buscarla, sino que bueno, ya que tenía que trabajar como intérprete en un congreso internacional, en Chicago, pues no le costaba nada intentar de paso un encuentro en Nueva York. Ya no hace falta consultar la hoja con membrete del hotel Mindanao donde ella apuntó su número antes de irse, el dedo índice se los conoce instintivamente de tanto repetirlos y la memoria desengañada anticipa cada palabra grabada y los matices extraños de la voz, cómo pronuncia esta gente, con qué perfección y qué desapego confían sus palabras a un auricular y a una cinta magnetofónica que ahora está deslizándose automáticamente en un contestador, sonando como la voz de un fantasma en un apartamento deshabitado donde ya será de noche, uniéndose al gorgoteo del motor de un frigorífico y a los crujidos de los muebles, y también a los sonidos que lleguen desde la calle a través de las persianas echadas, dónde, en qué parte de esa ciudad que tanto le gusta al vacuo inepto de
La Walkiria
y de la huella de España en América, cómo es la habitación donde ha sonado ya tantas veces el timbre del teléfono y el mismo mensaje, qué libros hay, qué cuadros y discos, qué fotografías, tal vez alguna de la mujer que ni siquiera dice su nombre en la grabación, sólo el número, Allison, ni siquiera un apellido, el nombre en una pequeña tarjeta plastificada y prendida en la solapa de su americana masculina, el pelo rubio, la sonrisa brillante como una carcajada, la cara ya imposible de recordar surgiendo en los pasillos del palacio de Congresos y desapareciendo luego entre un gentío de fantasmas empalidecidos por las luces fluorescentes y recobrada por azar en un comedor por donde deambulaban los mismos fantasmas dotados ahora de bandejas de plástico con recipientes de ensalada, de pollo en salsa y de bebidas carbónicas, exhibiendo las sonrisas más comedidas y prefabricadas del mundo, las tarjetas plastificadas en las solapas, los dedos tan pulcros como pinzas quirúrgicas, las disculpas al rozarse levemente los codos, las razas humanas no son cinco, sino seis, y la sexta es la raza lívida y mestiza de los asistentes a congresos, se les conoce porque llevan sus nombres en las solapas y carpetas de plástico negro bajo el brazo, así como un curioso abalorio cuyos extremos se introducen en los pabellones auditivos: y de pronto, en medio del aburrimiento y de la babel de voces que murmuran adormecedoramente en varios idiomas, aquella boca pintada de rojo con una sonrisa como una bandera desplegada, la mujer rubia, reconocida en un instante, tan desahogada y tan segura de sí que parece más alta, el perfume ya advertido la primera vez, cuando apareció en el pasillo, no un perfume, una colonia, se la imaginaba uno desnuda y recién duchada en un cuarto de baño, pintándose los labios de rojo delante del espejo, los labios más finos y rojos de todo Madrid aquellos días, el pelo más rubio, el cuerpo más feliz, porque son los cuerpos y las caras los que muestran la felicidad o la desgracia, no las palabras y ni siquiera los estados de ánimo, uno puede sentirse feliz y descubrir en el espejo que su cara es desgraciada, uno puede estar muriéndose de desolación junto al teléfono en un cuarto del Homestead Hotel de Evanston, Illinois, y entrar entonces al cuarto de baño para lavarse los dientes y descubrir que en su cara hay una obstinación involuntaria de felicidad, o por lo menos de guasa, de guasa hacia sí mismo, hacia esa situación como de novela centroeuropea, como de preámbulo apacible de novela de terror, el hotel silencioso, el viajero perdido, el teléfono que repite una vez más su mensaje automático, y tras la ventana, al fondo, siete pisos más abajo, jardines traseros, corralones o muladares de neumáticos, y el cielo bajo y gris, confundiéndose en la distancia con la superficie ondulada y neblinosa del lago, más gris aún, con vetas verde oscuro, tan desolado como el Báltico en una tarde de invierno.

Actividad, cuanto antes, nada de dejar la ropa arrugarse y proliferar en el desorden de la maleta y de la bolsa, nada de tenderse en la cama a mirar los anuncios y los concursos de la televisión y volver de cuando en cuando la cara hacia la mesa de noche para buscar un cigarrillo o detener la mano en el instante en que ya levantaba otra vez el teléfono, y sobre todo prohibición absoluta de hablar en voz alta, porque en la soledad y el silencio la propia voz acaba volviéndose tan extraña como la propia cara. Método, actividad, el libro y el walkman en la mesa de noche, el valium en el cajón, la petaca de Glennfiddich sobre la cómoda, un solo trago, no muy largo, para entrar en calor, la ropa en el armario, el traje colgado en la percha, la espuma de afeitar y las cuchillas desechables en la repisa del cuarto de baño, el cepillo, el peine, la pasta de dientes, orden sobre todo, la loción otra vez en la cara, la camisa limpia, el jersey de lana, el pelo húmedo y echado hacia atrás, la inspección minuciosa y dolorida del peine, qué asco, la decadencia, los primeros indicios, cabellos en el peine y sobre la loza del lavabo, la cortina opaca de la ducha, un recuerdo a traición, la cortina apartada y la rubia Allison entreabriendo los ojos bajo el chorro humeante del agua, los párpados manchados de rímel, la cara desconocida sin la melena alrededor, más despojada y más adulta, los pechos oscilando y los pezones encogidos y la frente más ancha, le dio un poco de vergüenza y cerró los muslos, la mano con la pastilla de jabón cubrió instintivamente el pubis moreno, y ese gesto de pudor y casi desamparo la volvía más excitante, a las cinco o a las seis de la madrugada, en un hotel de Madrid tan acogedor como un aparcamiento subterráneo, no como éste, que parece más bien una residencia victoriana, con su colcha blanca y bordada, sus grabados bucólicos con vistas del Chicago de hace un siglo, su gran bañera con los grifos de cobre donde el aire gorgotea como los bronquios cancerosos de un caballero intachable, la ventana con marcos de madera agrietada contra la que ruge y silba el viento del lago, a cada minuto más feroz, un viento como la tramontana que retuerce los olivos salvajes del cabo de Creus y como el levante africano de la bahía de Cádiz. El horizonte y el lago han desaparecido tras la niebla, se oye la furia metódica de las olas y la sirena de un barco y tiemblan los cristales de la ventana y crujen los postigos, pero el teléfono permanece en silencio y siguen sin escucharse voces humanas, ya es de noche, habrá que salir a cenar algo, porque del servicio de habitaciones no contestan, se habrá producido una alarma nuclear y con las prisas han debido de olvidarse del botones negro y del único cliente, pero el botones negro tampoco está ya en el vestíbulo, ha corrido al refugio en el último momento, arrastrando los zapatones prehistóricos, aunque a su edad y en su estado ya le dará lo mismo. Sobre el mostrador de recepción todavía está el otro sobre con las llaves, de modo que el fanático de
La Walkiria
y del MOMA no ha llegado aún, andará perdido por las carreteras y los suburbios como cementerios opulentos a merced de un taxista lituano o malayo, o se habrá enterado a tiempo de la alarma nuclear y estará pronunciando su discurso sobre la célebre huella ante un auditorio de supervivientes futuros. A la derecha del vestíbulo hay un salón como de principios del siglo XIX, con una chimenea neoclásica, molduras blancas en el techo, muebles de caoba y un piano con la tapa levantada y una partitura abierta sobre el teclado, Schubert,
La muerte y la doncella,
no parece el salón de un hotel, sino el de una casa cuyos dueños acaban de irse unos minutos antes de que llegue el invitado, el incauto, la posible víctima, incluso hay sobre la chimenea un retrato ovalado de una señorita con rizos en las sienes y escote ceñido, la señorita tísica que tocaba hace más de un siglo a Schubert en el piano mudo desde entonces, que vuelve a sonar sin que lo toque nadie en las noches de tormenta, puntos suspensivos.

El viento se lo lleva a uno como a una hoja de periódico, cuidado con los cables de la luz que pueden caerse y con las tejas desprendidas, están desiertas las calles y hay luces encendidas al otro lado de los árboles, en las ventanas con visillos por las que se vislumbran confortables interiores anglosajones, y las banderas extendidas en lo más alto de los mástiles restallan como velas de barcos: una iglesia neogótica, una especie de Partenón que debe de ser el ayuntamiento, un centro comercial, un MacDonald's iluminado y casi vacío, todos con banderas, un coche de policía exactamente igual de grande y de azul que los de las series de televisión avanzando lentamente junto a la acera y casi deteniéndose junto al único insensato que parece caminar esta noche por la ciudad, tranquilo, no lo mires, anda como si nada, por muy mala cara que tengas no das la pinta de violador o de ladrón o de árabe, hay que actuar como cuando aparecía a la vuelta de la esquina el jeep de los grises y sus faros proyectaban la sombra por delante de uno, los dedos buscando el pasaporte en el bolsillo, la cabeza alta, tras las solapas alzadas del chaquetón, la luz roja y azul que destella en el asfalto, en el escaparate de una armería cerrada, un policía negro mira interrogadoramente por la ventanilla, se oye el cambio de marcha y el coche patrulla cobra velocidad y gira en un cruce con un chirrido de neumáticos del todo familiar, hasta parece que va a oírse la música de una película y que de un momento a otro surgirán en la oscuridad los títulos de créditos: lo que se ve es el letrero de neón de una taberna irlandesa, Bennigan's, y en un lugar como éste eso casi es lo mismo que ver la luz de una casa en el bosque de los cuentos. Los cristales de las ventanas están empañados, el interior es cálido, denso de voces y de humo, la barra es larga, de madera oscura, con grifos dorados de cerveza, en la máquina de discos suena a todo volumen una canción de Aretha Franklin, los bebedores tienen caras rojas y golfas, el suelo es de madera y está sucio de colillas y serrín, una mujer muy erguida sobre un taburete sostiene un vaso de whisky y ríe a carcajadas sin quitarse el cigarrillo de la boca: parece que se han refugiado aquí todos los sinvergüenzas del Medio Oeste, los que no se encierran en casa al oscurecer, los únicos que han desafiado la recomendación oficial de congregarse en los sótanos antinucleares. Los codos en la barra, tan agradecidos como si se afianzaran en el suelo de la patria, una cerveza negra, colmada de espuma densa y tibia, una gran hamburguesa que incita y sacia el hambre, y luego ese cambio repentino de ánimo que lo vuelve todo hospitalario en mitad de un viaje, las caras de los bebedores, los acentos, el instinto automático de averiguar sus orígenes, la apaciguada somnolencia frente a un vaso de whisky con el hielo picado, el placer tan antiguo de trabar una conversación en un idioma extranjero. A la entrada de los lavabos, junto a la máquina de cigarrillos, hay un teléfono público, y la cerveza y el whisky animan a la temeridad de llamar otra vez, ni siquiera hacen falta monedas, se puede usar introduciendo en una ranura la tarjeta de crédito: la yema del dedo índice oprime una tras otra las pequeñas teclas cuadradas de metal, y luego hay un breve silencio antes de que suenen los pitidos, el primero, más largo, irrumpiendo una fracción de segundo más tarde en el apartamento de Nueva York, otro silencio, Allison lo habrá escuchado desde la cocina y sonará dos o tres veces antes de que llegue al teléfono, dos pitidos más, está dormida y tiene el sueño tan profundo que no logra despertarse, o ha salido del ascensor y corre hacia la puerta y teme que deje de sonar un segundo antes de que ella lo coja, pero ese roce que empieza a oírse es el de la cinta del contestador, la voz de nuevo, serena, metálica, insultante, recitando los números tan pulcramente como en la primera lección de un curso de inglés, la señal para el comienzo del mensaje y el oído atento en vano al mismo silencio de las otras veces, al minuto y medio de silencio que interrumpe una señal aguda cuando se apaga el piloto rojo del contestador sin que la voz masculina haya dejado ni una sola palabra grabada en la cinta.

Pero no importa que no esté, olvidar es todavía muy fácil, lo más fácil, seguramente eso le ha ocurrido a ella, hace dos meses pasó una noche en Madrid con un desconocido y a la mañana siguiente regresó a América y no ha vuelto a acordarse, o si se acuerda es con la convicción de que no lo verá nunca más, con la tranquilidad de que no va a correr el riesgo de un encuentro mediocre, pues fue una especie de rápido milagro y los milagros no se repiten, incluso puede que no sucedan y que hayan sido espejismos. Pero entonces por qué la nota con el número de teléfono en la mesa de noche, por qué las últimas palabras, oídas ya desde la otra orilla del sueño: «No te pierdas», y aquella manera de decir adiós llevándose los dedos a los labios recién pintados de rojo, a las ocho de la mañana, cuando ya entraba la claridad en la habitación del hotel y aún no habían dormido. Mejor así tal vez, ni porvenir ni pasado, ni presentimientos ni recuerdos, no esas obsesivas genealogías de sí mismos que inventan los amantes, no la mutua vanidad de haberse poseído ni el rechazo fanático de las pasiones anteriores, la apetencia de dejar en blanco la memoria como se derriban las estatuas y se queman los templos de un culto abandonado para entregarse con furor de conversos a una nueva religión; gratitud nada más, soberanía íntima, la dosis de lucidez necesaria para darse cuenta de que es la ausencia inesperada de esa mujer lo que la vuelve tan imperiosamente deseable, pero no hasta el punto de extinguir el deseo hacia otras mujeres, la camarera irlandesa que pone en la barra el vaso con hielo picado y vierte en él una medida de whisky usando un cubilete de estaño, la bebedora solitaria y de ojos brillantes que se balancea un poco sobre el taburete y fuma Winston extralargo, mujeres desconocidas, instantáneamente deseadas, imaginadas luego en la habitación del hotel con una vehemencia en la que intervienen sobre todo la soledad y el alcohol, miradas en la calle cuando cruzan un semáforo, entrevistas con fugacidad tras el escaparate de una zapatería mientras apoyan en la alfombra un pie descalzo con las uñas pintadas, mujeres rubias y con gafas oscuras que pasan en los taxis, que viajan en el autobús con las piernas cruzadas, que esperan a alguien en el vestíbulo de un hotel, que aparecen sonriendo en un pasillo cualquiera del palacio de Congresos de Madrid y llevan una amplia gabardina verde y una etiqueta plastificada en la solapa donde la mirada siempre atenta lee un nombre, Allison. Se habrá ido de Nueva York, se habrá mudado de piso, los americanos cambian de domicilio y de trabajo con una facilidad desconcertante.

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