Ya en la parada Diego llamó a su madre.
—¿Dónde estás? —preguntó Regina.
—A punto de tomar el doce. Seguramente me pasaré por las canchas para echar unas canastas. Esta noche tengo entrenamiento.
—¿Tienes deberes?
—Los he hecho en el estudio. —Había hecho la mitad, así que era sólo una mentira a medias.
—No llegues tarde.
—Vale.
—Te quiero.
—Yo también te quiero, mamá —dijo Diego, en voz muy baja para que el tipo que tenía al lado en la parada no lo oyera.
Justo en ese momento llegó el autobús.
Ramone llamó a Regina para avisar de que llegaría un poco más tarde. Preguntó por Alana y Diego y ella le dijo que Alana estaba en su cuarto y Diego jugaba al baloncesto en Coolidge. Ramone andaba por el barrio, así que se acercó a las pistas.
Diego alzó la cabeza en cuanto oyó el motor del Tahoe, reconociendo el sonido de los amortiguadores. Estaba echando un partido de dos contra dos, Shaka y él contra los gemelos Spriggs. Ronald y Richard iban perdiendo, como siempre, entre coloridos insultos a sus contrincantes y las familias de sus contrincantes, como siempre también. Antes habían estado hablando del asesinato de Asa. Los Spriggs lo habían visto el día de su muerte, igual que Diego y Shaka. No sabían nada del asunto, pero tenían ganas de hablar. Todos se sentían algo culpables, puesto que durante el último año le habían dado la espalda en diversos grados. Lo cierto es que Asa también se había alejado de ellos, pero aun así dolía. Se consideraban duros chicos de ciudad, pero aquél era el primero de sus amigos en pasar al otro barrio.
Gus Ramone se acercó a las pistas. Con sus Ray-Ban, su traje azul marino, la corbata y el bigote negro, tenía toda la pinta de poli. Estrechó la mano de Shaka y saludó a Ronald y a Richard, acertando al identificarlos, aunque eran gemelos idénticos. Hacía diez años que los conocía, desde que eran pequeños, y los distinguía porque Ronald tenía unos ojos más picaros, más inteligentes.
Ramone rodeó con el brazo los hombros de su hijo y ambos se alejaron por la calle. Al cabo de unos minutos Diego volvió a la pista, y Ramone se marchó en el Tahoe.
—El detective está hoy muy serio —comentó Shaka.
—Pensé que te llevaba a la comisaría —terció Ronald.
—¿Qué quería? —preguntó Richard.
«Me ha dicho que vuelva a casa antes de que se haga de noche. Me ha preguntado cómo me ha ido hoy en el cole. Me ha dicho que me quiere. Igual que me dice siempre mi madre antes de colgar.»
—Nada —contestó Diego—. Me ha dicho que os dé una paliza de muerte, por pringados.
—Tú sí que eres un pringado.
—A ver la pelota.
Raymond Benjamin vivía en un piso nuevo y bien equipado de la calle U, entre la Décima y la Novena, en el nuevo Shaw. Todos los muebles y electrodomésticos se habían pagado al contado. En la declaración de hacienda aparecía como autónomo, un «vendedor registrado de
coches
usados». Para ser más precisos, viajaba varias veces al mes al norte de Nueva Jersey, donde compraba en subastas coches de gama alta y bajo kilometraje para clientes en D.C. Con su experiencia era capaz de comprar un Mercedes, un Cadillac, un BMW o un Lexus por diez mil dólares menos de lo que habrían costado en cualquier concesionario. Luego entregaba el coche él mismo, bien cuidado y en buenas condiciones, y cobraba unos honorarios de mil dólares.
A primera vista Benjamin era un honesto y respetado hombre de negocios. Hacía ya seis años que había cumplido una condena por narcotráfico. Ya había terminado su condicional y parecía estar limpio.
Tal vez ya no tocaba la droga, pero sí el dinero de la droga. Había seguido en contacto con los hijos de su antiguo contacto en Nueva York, un colombiano ahora en prisión, y Benjamin todavía hacía de intermediario y a veces incluso financiaba transacciones entre Nueva York y distribuidores en Washington sin llegar a involucrarse directamente. Era tan experto en conseguir heroína al mejor precio como negociando con los coches, y la calidad del material era siempre buena. Sus comisiones eran formidables y le permitían seguir con el estilo de vida al que se había acostumbrado cuando era traficante de alto nivel.
Los riesgos eran relativamente bajos. Sus ayudantes hacían las llamadas y hablaban en una especie de código, una variante del argot que había desarrollado cuando estaba en la movida. Utilizaban móviles desechables, que eran muy difíciles, si no imposibles, de pinchar.
A sus treinta y cinco años, Raymond Benjamin estaba en lo mejor de la vida.
Excepto por días como aquél. Su hermana mayor, Raynella Reese, se cernía sobre él y la butaca art déco en que se hallaba sentado. Raynella tenía una mano en la cadera y con la otra extendía el índice para apuntarle a la cara. Era muy alta y, como todos sus hermanos, se llamaba así por su padre, Big Ray Benjamin, un conocido corredor de apuestas ilegales en la calle Catorce.
También se encontraba en la sala Tommy Broadus, sentado en una butaca similar que se hundía bajo su peso. Broadus se miraba los pies.
En la puerta estaban dos empleados de Benjamin: Michael
Mikey
Tate y Ernest Nesto Henderson. Oficialmente estaban contratados como vendedores en el negocio de coches, Cap City Luxury Vehicles, pero trabajaban para Raymond Benjamin en una variedad de actividades.
—No va a pasar nada —dijo Benjamin, haciendo un gesto tranquilizador con las manos.
—Ya, nada, ¿eh? —replicó Raynella Reese. Su voz histérica contrarrestaba los efectos de los cálidos colores que Benjamin había elegido para la habitación.
—La bala lo atravesó limpiamente —explicó Tommy Broadus.
—Tú te callas, gordo —le espetó Raynella. Luego se volvió hacia su hermano—. ¿Dónde está Edward? Quiero verle con mis propios ojos para saber que está bien.
—Está descansando —contestó Benjamin—. Ya lo ha visto el médico.
—Querrás decir el médico de perros, ¿no, Raymond?
—Doc Newman es fiable.
—¡Es veterinario! —exclamó Raynella.
—Es verdad, pero es fiable.
Por una elevada suma, el doctor Newman trataba a las víctimas de disparos de la ciudad que no querían ir a un hospital. Llevaba una clínica veterinaria en Bladensburg Road, hacia el Peace Cross, en Maryland. Solía dejar cicatrices, por la sutura que utilizaba, pero era un maestro de la irrigación. Pocos pacientes morían por infección o pérdida de sangre, y en general hacía un buen trabajo.
—Edward está bien —insistió Broadus—. Lo han dejado durmiendo en la parte posterior de la consulta.
Si es que podía dormir, pensó, con los putos perros ladrando y todo aquel jaleo.
—¿Cómo ha podido pasar esto? —preguntó Raynella—. Y no quiero que me conteste don Michelín, te lo estoy preguntando a ti, Raymond.
—Alguien obtuvo información de la transacción que Tommy estaba a punto de realizar. Pensamos que tiene que ser alguien del laboratorio donde se cortó, alguien que se ha enterado del negocio y se ha ido de la lengua.
—Supongo que cuando fuiste a la casa no dejarías de darte pisto —le dijo Raynella a Broadus.
—Yo le dije que hiciera saber a todo el mundo que estaba solo en esto —replicó Benjamin—. Que él mismo ponía el dinero.
—¿Y qué coño hizo, dar la dirección de su casa?
—Para nada —protestó Broadus.
—No sé cómo dieron con su dirección —terció Benjamin—. Pero te aseguro que lo vamos a averiguar.
—Desde luego que lo vais a averiguar. Porque mi hijo Edward está tirado en una puta perrera con un agujero en el hombro, y algún hijo de puta tendrá que pagar por ello. —Los ojos de Raynella ardían como los de una fiera—. Y no sólo estamos hablando de mi hijo. Es tu sobrino, Raymond.
—Ya lo sé. —Benjamin se enjugó la frente como para secarse el sudor, aunque no estaba sudando y la habitación estaba fresca.
En ese momento Raymond Benjamin pensaba que comprar y vender coches en subastas era una manera de ganarse la vida relativamente libre de estrés. Pero sabía perfectamente, incluso mientras jugaba con la idea de renunciar a sus otras actividades, que los ingresos de su negocio legal jamás serían suficientes para un hombre como él.
Tenía que elegir con más cuidado a sus clientes, nada más. Había conocido a Tommy Broadus al conseguirle el Cadillac CTS, seis meses atrás. Y luego Broadus, que sabía quién era Benjamin, le contó que estaba dispuesto a jugarse el todo por el todo.
Benjamin había albergado sus dudas, pero el hombre se iba a llevar una buena tajada, y él sacaría un buen capital, si todo iba bien. Además, en ese asunto había visto una oportunidad para adoctrinar a su sobrino Edward, que llevaba tiempo dándole la lata para entrar en el negocio, con un hombre mayor y no violento, en un trato que tenía pinta de ser provechoso.
Pero al chico, el muy bocazas, no se le había ocurrido otra cosa que provocar a un tipo que empuñaba una pistola. Su hermana mayor olvidaba convenientemente lo que él había intentado hacer por Edward. De hecho, era ella la que llevaba tiempo insistiendo en que «se encargara» del muchacho. Y, en lugar de aceptar las consecuencias, Raynella le quería echar las manos al cuello.
—Nos vamos a ocupar del tema, Raynella —le aseguró—. Que los cincuenta mil del ala que se han llevado eran míos. Sabes que no lo puedo dejar pasar.
—El que le pegó el tiro a Edward dijo su nombre —terció Broadus—. Al menos eso tenemos.
—Romeo Brock-añadió Benjamin.
—Pero eran dos. El otro era bajo y fuerte —dijo Broadus.
—¿Habéis conseguido una dirección o un teléfono que esté a ese nombre? —preguntó Raynella—. ¿Sabéis de alguien que conozca a ese cabronazo que se hace llamar Romeo?
—No está exactamente en la guía de teléfonos —contestó Raymond.
—Entonces, ¿qué vas a hacer «exactamente»? Yo en tu lugar iría al laboratorio y empezaría a cortar algunas cabezas.
—No serviría de nada —explicó Raymond—. Tengo que hacer negocios a largo plazo con esa gente. Ya me enteraré de quién se fue de la lengua, pero en este momento no puedo cortar por lo sano esa relación.
—Entonces, ¿qué?
—De momento tenemos una opción mejor. Cuéntaselo, Tommy.
—Ese tal Romeo Brock —comenzó Broadus, en apenas un murmullo y sin mirar a Raynella a los ojos— se llevó a una mujer con la que yo salía.
—Te quitó a la chica en tus narices, ¿eh?
—De todas formas esa tía tenía telarañas en el chocho —replicó Broadus, incapaz de aceptar la derrota ni siquiera en un momento tan serio—. El caso es que la chica tiene un trabajo, y es demasiado orgullosa para dejarlo. No será difícil seguirla hasta la guarida de Brock.
—¿Hoy? —apremió Raynella.
—Hoy tiene el día libre. —Broadus intentó no imaginarse a Chantel con Romeo Brock, celebrando el botín.
—Pero mañana irá a trabajar —interrumpió Benjamin, levantándose y estirándose en toda su altura de más de uno noventa—. Ya sabemos dónde es.
—¿Quiénes «sabemos»?
—Mikey, Nesto y yo. —Benjamin señaló con paciencia a los dos jóvenes junto a la puerta.
—¡Pues poneos a ello! —exclamó Raynella con un espantoso chillido.
—Eso pienso hacer.
—¡Deja de pensar y hazlo!
Benjamin se frotó las sienes.
—Me estás dando dolor de cabeza, hermano.
Romeo Brock abrió las cortinas del dormitorio y vio a su primo Conrad, de camino a su casa desde el punto de encuentro al que iba todas las mañanas, en Central Avenue. En ese momento pasaba bajo la sombra del gran tulipero en dirección a la puerta principal.
Gaskins tenía la camiseta sudada y los pantalones caqui manchados por haber estado cortando hierba y arbustos todo el día. Parecía agotado. A Brock casi le dio pena. Llevaba en la calle bajo aquel sol de otoño desde el amanecer, mientras que él, Romeo Brock, se había pasado el día en la calidez del hogar, bebiendo champán y fumando algo de hierba con una mujer que era toda una mujer. Era como uno de esos caballos de carreras que admiras mientras el entrenador lo pasea.
Dejó caer la cortina y miró la cama. Chantel Richards dormía con una camisa de rayón de Romeo. El sujetador se le veía entre los botones abiertos. Completaba el conjunto un tanga de encaje negro. Junto a la cama estaba abierta la maleta Gucci, con el dinero. Debajo de Chantel había algunos billetes que había tirado Brock. Habían follado encima de ellos.
Recordaba una película que vio en la tele cuando era más joven. Steve McQueen, el blanco más cabrón que jamás había caminado frente a una cámara, era un tipo que robaba un banco y luego huía con su novia de la mafia, la ley y un hombre vengativo que era quien había planeado el golpe. Hacia el final de la película, antes de que empezaran los tiros, McQueen y su chica empezaban a enrollarse en un lecho de billetes, y en ese instante Romeo se prometió hacer aquello mismo algún día con una mujer.
La chica de la película estaba demasiado flaca para su gusto; de hecho le había parecido una gallina de pelo negro. Pero algo tenía, eso sí. Aun así no había punto de comparación entre esa mujer y la que dormía ahora mismo en su cama. No podría haber soñado siquiera que él, Romeo Brocks, estaría con una mujer tan fantástica como Chantel Richards, bebiendo White Star y follando como conejos en una cama de sábanas limpias y billetes verdes.
Se la quedó mirando un momento. Luego, con sólo los calzoncillos por todo atuendo, encendió un Kool y tiró la cerilla a un cenicero con forma de neumático. Al marcharse cerró la puerta suavemente.
Recorrió el pasillo, dejando atrás la cocina, la habitación de Gaskins y el baño, hasta entrar en el amplio salón comedor donde estaba Gaskins.
—¿Un día duro? —preguntó.
—Pues sí. —Gaskins lo miró entre divertido y asqueado—. ¿Y tú?
—Venga ya, primo. Deja de fingir. Está claro que te mueres por estar en mi lugar.
—Sí, desde luego. Pasarme todo el día en una habitación a oscuras con una mujer, beber lo que hayas bebido, que se te nota en el aliento, y fumar lo que huelo en el aire. Me gustaría volver a probar algo de hierba, cuando acabe la condicional. Siempre me ha gustado pillarme un buen colocón.
Brock dio una calada al cigarrillo, exhalando a la vez algo de humo, al estilo francés.
—¿Y por qué no lo haces?
—Porque tengo que trabajar. Y no me refiero a que tenga que aparecer por allí todos los días por lo de la condicional, que es verdad. Lo que digo es que necesito ir a trabajar todos los días.