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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

El invierno de la corona (50 page)

BOOK: El invierno de la corona
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La mano de don Pedro se deslizó por la sábana y quedó colgando del lateral del lecho. En el dedo corazón brillaba un anillo de oro en el que estaba engastada la famosa piedra preciosa llamada «Betzar», a la que el rey siempre había atribuido poderes curativos.

Todos los presentes quedaron en silencio observando la figura muerta de don Pedro. Su cuerpo inerme tenía la delicada compostura y la débil fragilidad que siempre había aparentado en vida, pero su rostro estaba sereno, como plácidamente dormido, con los labios cerrados, como transmitiendo el ánimo ardiente y la plenitud y vigor que había puesto en cuantas aventuras había emprendido a lo largo de su existencia. Su frente amplia y altiva seguía denotando la ambición, la autoridad y la preeminencia de su real majestad. Tenía sesenta y siete años y ni un solo día de su larga vida había estado ocioso.

Durante unos largos momentos nadie dijo nada, nadie movió un solo dedo hasta que el médico judío se acercó hasta la mesa y llenó un vaso de cristal con el agua de una jarra de plata. Se aproximó lentamente hasta la cama donde yacía don Pedro y le colocó el vaso sobre el pecho, a la altura del epigastrio. Monzón Jucef se agachó hasta colocar sus ojos a la altura del vaso y observó con detenimiento el agua durante un buen rato, por ver si en la superficie del líquido se dibujaba el más mínimo movimiento.

—El rey ha muerto —anunció lacónicamente el médico a la vez que retiraba el vaso de agua.

Enterados de la noticia del fallecimiento del rey don Pedro, los sitiados en el castillo de Sitges, perdida toda esperanza, se rindieron el siete de enero de 1387. El infante don Martín los apresó y los condujo hasta Barcelona, donde quedaron custodiados a la espera de lo que decidiera don Juan, el nuevo rey de Aragón y conde de Barcelona.

El cuerpo de don Pedro fue depositado en la catedral de Barcelona sin que lo acompañaran grandes manifestaciones de duelo. Heredó una Corona rica y poderosa y legó unos estados empobrecidos, al borde de la bancarrota.

Don Juan, ya como rey de Aragón, mejoró pronto de su enfermedad. Su esposa doña Violante ordenó que se le enviara el libro titulado Cigonia, que el obispo de Lérida había escrito el año anterior y en el que se contenían remedios para anular la brujería y el mal de ojo; dos conocidas santeras llamadas Oriola y Monistrol, que algunos consideraban brujas buenas, asistieron al rey don Juan para espantar los maleficios que se suponía que doña Sibila había invocado contra él. Muy restablecido, se instaló unos días en Granollers, desde donde dictó varias medidas urgentes de gobierno, sin olvidarse de reclamar las joyas de su padre, sobre todo el anillo con la piedra Betzar, los libros de Tito Livio y Valerio Máximo, los astrolabios, los cuadrantes, la esfera de siete palmos con las órbitas de los planetas que había en el palacio Mayor, los halcones de Bernardo de Forciá y el podenco Cordero, el mejor perro de caza de su padre.

Santa Pau leía en la cancillería la catarata de documentos dictados por don Juan para proceder a su clasificación y envío. En los dos últimos concedía los bienes que fueron de doña Sibila a su esposa doña Violante y ponía fin a la reforma municipal emprendida por don Pedro unos meses antes.

Muy mejorado de su enfermedad, aunque con las secuelas marcadas en las ojeras y en la pérdida de peso, don Juan decidió que había llegado el momento de hacer su entrada solemne en Barcelona como monarca. Lo hizo el día diecinueve de enero a mediodía. Toda la aristocracia de la ciudad estaba presente y lo aclamaba: era el rey que les había devuelto los privilegios que unos meses antes les quitara su padre. Los artesanos y los mercaderes no asistieron; su sueño de convertirse en iguales de los ricoshombres había durado sólo unas pocas semanas.

Santa Pau pidió audiencia para presentarse ante el nuevo monarca y poner su cargo de jefe provisional de la Cancillería a su disposición.

—Mi querido amigo, sentaos, sentaos —le pidió don Juan.

—Gracias, majestad.

—Sé cuál es el motivo de vuestra visita, Santa Pau, pero no esperéis de momento ninguna decisión. Continuad en la cancillería hasta que nombre a un nuevo canciller. Estáis haciendo bien vuestro trabajo, pero hay muchas presiones, muchos intereses. El puesto de canciller es uno de los más influyentes de la Corona, son muchos los que optan a él.

—Majestad, yo no he solicitado nunca este cargo.

—Me habéis ayudado mucho, vos y el viejo Canciller, que por cierto, me han dicho esta misma mañana que está enfermo. Lo han traído a su casa de la ciudad en una camilla desde su finca del Tibidabo. Pero no os preocupéis, ese viejo zorro tiene siete vidas. Deberíais visitarlo. Sé que en los últimos tiempos vuestras relaciones no han sido tan amistosas como antaño, pero espero que eso no os impida visitarlo.

—Lo haré hoy mismo, majestad.

—Antes quiero que me preparéis varios documentos, nada importante; la reina doña Violante desea hacer algunos cambios en el palacio Menor; ya sabéis, nuevos tapices, cuadros, muebles, ropa… La semana que viene organizaremos una gran fiesta para celebrar el inicio de mi reinado. Habrá un banquete, música y baile; no faltéis. ¡Ah!, comunicad a los oficiales del concejo de Barcelona que doña Sibila será procesada por brujería y por haber robado el patrimonio real en su huida.

Santa Pau despachó los documentos que el secretario privado del rey había preparado, y salió hacia la casa del viejo Canciller.

Uno de los criados lo reconoció de inmediato y le dijo que no podía verlo, pues estaba muy enfermo y el médico le había recomendado reposo.

—Necesito hablar con él. Dile que Jerónimo de Santa Pau está aquí.

—No querrá recibiros.

—Anuncíale mi presencia; esperaré su respuesta.

El criado subió al piso superior de la gran casona y no tardó en bajar de nuevo al patio donde aguardaba paciente Santa Pau.

—Su excelencia os recibirá ahora. Por favor, sed breve, necesita reposo.

Santa Pau subió la escalera de piedra decorada con arcos ojivales y grandes florones esculpidos en caliza y entró en la cámara del viejo Canciller.

—Excelencia —se presentó.

Recostado sobre dos grandes almohadones de lino reposaba el hombre que durante medio siglo había dirigido las oficinas de la Cancillería de la Corona. Estaba extremadamente delgado, con la piel de color pajizo; los ojos parecían perdidos dentro de sus órbitas y los tenía acuosos y como tintados de amarillo.

—Pasad, mi querido amigo, pasad.

Jerónimo avanzó unos pasos hasta el borde del lecho.

—No sabía que estabais enfermo, me lo ha dicho el rey y he venido a veros.

—Este achaque va a ser el definitivo.

—Habéis superado otros.

—Siempre hay uno que es el último, y me temo que ya es mi hora. Me alegra que hayáis venido, no me hubiera gustado ir al infierno sin antes haberme despedido de vos. Pese a nuestras diferencias de los últimos tiempos, siempre os he admirado y sé de vuestra valía, pero un hombre tiene que ser fiel a sus principios y su linaje. Yo nací en el seno de una familia aristocrática y me enseñaron que el mundo debía permanecer inalterado. Ahora, el mundo me importa muy poco y sólo deseo morir en paz. Sabéis que nunca me casé y que no tengo hijos, ni siquiera un hijo natural. Vos, en cierto modo, habéis sido como un hijo para mí. Perdonadme si alguna vez os desairé, sobre todo con Francesca, es decir, con Adela, ¿no?, ¿así se llama en realidad?

—Sí, Adela; ya os dije al regreso del condado de Pallars que ése es su verdadero nombre.

—Volved por ella, Santa Pau, no abandonéis el amor ahora que lo habéis encontrado. Yo me enamoré una vez; era una de las criadas de esta casa. Nos amamos en secreto durante meses, pero no me atreví a casarme con ella. Mi padre nunca hubiera consentido que su hijo se casara con una sirvienta. Cuando se enteró de nuestra relación… —el viejo Canciller tosió congestionado.

Santa Pau lo ayudó a incorporarse un poco y le ofreció agua de una copa que había encima de una mesita.

—No os esforcéis, ya me marcho.

—No, esperad, he estado años callando esto, necesito contárselo a alguien, y vos sois la persona más indicada. Os decía —continuó el anciano— que mi padre permitió mis amoríos, pero sólo como un divertimento de su hijo, como una iniciación al sexo. Me aconsejó que tuviera cuidado y que evitara dejarla embarazada, pero que tuviera en cuenta que «sólo era una criada». Mi amada no pudo seguir aguantando esa humillación; me juró que me quería, pero dijo que si yo no tenía el valor de irme con ella, entonces mi amor no era sincero. Ella se marchó y yo me quedé. Nunca volví a verla, pero no ha pasado un solo día de toda mi vida sin que su recuerdo haya estado presente en mi memoria.

El viejo Canciller suspiró exhausto y su rostro pareció sereno, como si su alma se hubiera descargado de un pesado lastre.

—Descansad, excelencia, descansad.

Santa Pau arropó al viejo Canciller antes de salir de la alcoba. Desde la puerta se volvió para mirarlo; su rostro, ajado por el tiempo y el recuerdo, parecía sumido en un plácido sueño y en sus resecos labios se había dibujado una cálida sonrisa.

Santa Pau sintió que algo en su interior se estremecía cuando un secretario de la Cancillería le comunicó a la mañana siguiente que el viejo Canciller acababa de morir.

—Ha sido esta misma madrugada. Ha dicho uno de sus criados que ayer por la tarde, cuando vos os marchasteis, se quedó profundamente dormido. A medianoche se despertó, pidió un poco de agua y pronunció unas palabras que el criado no ha sabido interpretar. Algo así como: «Id por ella, renunciad a cuanto haga falta, pero id por ella». ¿Creéis, don Jerónimo, que se refería a la Corona?

—Sí, seguro que sí. Ya sabéis que su interés por la Corona fue la única de sus pasiones.

Barcelona, febrero de 1387.

Doña Sibila y su hermano Bernardo de Forciá quedaron custodiados en el monasterio de Pedralbes. En el proceso que con toda celeridad se instruyó contra doña Sibila por robo y hechicería fueron varios los testigos, antiguos miembros del servicio del palacio Menor, que declararon que habían visto cómo la reina clavaba agujas en dos muñecos de cera a los que previamente había colocado uñas y cabellos del rey don Pedro y de su hijo don Juan, y cómo sometía a esos muñecos a conjuros y maleficios para destruirlos poco a poco. Varios médicos de la corte certificaron que las cefaleas y migrañas que sufrían don Pedro y don Juan eran debidas a factores desconocidos y que bien podían haber sido causadas por los hechizos de doña Sibila.

Bernardo de Forciá y Jaime de Cabrera fueron trasladados a la prisión de la curia del veguer de Barcelona. Ambos fueron paseados por las calles de la ciudad asidos con sendas cadenas de hierro al cuello.

Santa Pau estaba en su despacho de la cancillería repasando unos informes. Uno de los oficiales le anunció que el cardenal don Pedro de Luna aguardaba a ser recibido.

—Señor Canciller…

—No soy el canciller, monseñor, tal sólo ejerzo provisionalmente el cargo.

Pedro de Luna y Santa Pau se saludaron con cortesía.

—¿A qué debo el honor de vuestra visita, cardenal?

—Es un asunto delicado que requiere de vuestro interés.

—¿Y bien?

—Acabo de entrevistarme con la reina doña Sibila, que como sabéis está recluida en el monasterio de Pedralbes. Lo he hecho por orden del rey, que ha pedido mi mediación ante su madrastra. El rey me ha prometido que perdonará la vida a doña Sibila, a su hermano y al conde de Pallars si admiten su culpa y denuncian a todos los que han conspirado contra él.

—¿Doña Sibila ha aceptado?

—Por supuesto.

—¿Y qué tengo que ver yo en todo esto?

—Vos aparecéis como uno de los conspiradores al servicio de doña Sibila.

—¿Qué estáis diciendo?

—La lista la ha preparado Bernardo de Forciá y vos sois el segundo tras Jaime de Cabrera.

—Eso es falso.

—Lo sé, Santa Pau, lo sé. Jaime de Cabrera os ha denunciado, os odia tanto que ha creído que éste era el mejor medio para vengarse de vos.

—Yo he sido siempre fiel a la Corona.

—Así es, y yo bien puedo asegurarlo, pero el rey no está seguro de que hayáis sido leal. Me ha comentado que en una ocasión le propusisteis traicionar a su padre promoviendo una rebelión en el sur de Francia.

—¡Era sólo una estratagema para acabar con los traidores a la Corona!

—Sí, tal vez, pero el recuerdo de aquello y la acusación de doña Sibila han hecho dudar a su majestad. He venido para preveniros de que corréis peligro.

—¿Por qué hacéis esto por mí?

—Don Juan acaba de reconocer a Clemente VII como papa legítimo, poniendo así fin a la indiferencia que durante una década practicó su padre. Como bien sabéis, yo soy legado de su santidad para los reinos hispánicos; pues bien, sólo quiero que a cambio de mi información nunca reveléis el contenido de los documentos que leísteis en la biblioteca de Aviñón.

—¿Cómo sabéis…?

—Por el Canciller. El me puso al corriente de todo poco antes de morir y me hizo jurarle que yo os ayudaría en caso de que vos lo necesitarais. Bien, ahora mi deuda con el Canciller está saldada.

—¿Creéis que debo huir? —preguntó Santa Pau.

—Inmediatamente. Tenéis muchos enemigos, sobre todo entre la aristocracia de Barcelona. Nunca os perdonarán que encabezarais la lucha por la reforma de los estatutos de la ciudad.

—Ésa era una causa justa —asentó Santa Pau. El cardenal aragonés sonrió y dijo:

—Los sepulcros están llenos de gente que ha muerto por causas mucho más justas.

Santa Pau salió de la cancillería y, tras pasar por la notaría de un buen amigo, se dirigió a su casa. Durante toda la tarde estuvo recogiendo papeles y cartas. Llamó a sus criados y les dijo que había dictado un testamento en el que les dejaba la casa y todo cuanto en ella se contenía. Los criados se extrañaron pero Santa Pau les ordenó que aceptaran sin rechistar.

El notario real sabía que en cuanto se iniciara el proceso contra él, sus bienes serían confiscados; pues bien, ya no habría nada que confiscar porque nada había de su propiedad.

—Esta casa —le dijo al criado y a las dos sirvientas— os pertenece legalmente. Antes de venir he pasado por la notaría y la he inscrito a vuestros nombres. Esta noche me iré de Barcelona. Probablemente vengan mañana preguntando por mí; en ese caso decid que me marché hacia el sur, a Valencia, y que os anuncié que tardaría en regresar al menos dos meses. Tomad —Santa Pau entregó a cada uno de los tres sendas bolsas con monedas—. En cada una hay quince florines, tomadlos como justa correspondencia a vuestros servicios.

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