—No te preocupes -dijo en un intento de quitar importancia al asunto-. Era simple curiosidad.
—¿Cómo se llama? — insistió el militar.
Mathilde sintió que el frío volvía a apoderarse de su cuerpo.
—Gracias -murmuró-. Llamaré… Llamaré directamente a Ackermann.
—Como quieras.
Le Garrec desistió, y ambos adoptaron sus papeles de costumbre, su tono desenfadado. Pero los dos lo sabían: durante unos instantes, durante aquel breve intercambio de frases, habían atravesado el mismo campo de minas. Mathilde colgó tras prometerle que lo llamaría para comer.
Ahora era una certeza: el Instituto Henri-Becquerel albergaba un secreto. Y la participación de Eric Ackermann en aquel asunto no hacía más que ahondar la profundidad del misterio. Los «delirios» de Anna Heymes cada vez le parecían menos psicóticos…
Mathilde pasó a la zona privada de su piso. Andaba de un modo muy particular: con los hombros levantados, los brazos caídos a lo largo del cuerpo, los puños levantados y, sobre todo, con las caderas ligeramente ladeadas. De joven, había dedicado mucho tiempo a perfeccionar aquellos andares oblicuos, que en su opinión realzaban su figura. Con el tiempo, se habían convertido en su segunda naturaleza.
Una vez en el dormitorio, abrió un secreter barnizado y adornado con patinas y haces de juncos. Meissonnier, 1740. Sacó una llave diminuta, que siempre llevaba encima, y abrió un cajón.
En su interior había un cofrecillo de bambú trenzado con incrustaciones de nácar y, en el fondo del cofrecillo, una piel de gamuza, que separó con el índice y el pulgar para dejar al descubierto el objeto prohibido, reluciente sobre el forro dorado.
Una pistola automática Glock de 9 milímetros.
Un arma extremadamente ligera, de bloqueo mecánico, provista de un seguro Safe-Action. En otra época, aquella pistola había sido un instrumento de tiro deportivo, autorizado mediante licencia del Estado. Pero el arma, cargada con dieciséis bajas blindadas, ya no contaba con ninguna autorización. Se había convertido en puro instrumento de muerte olvidado en los laberintos de la administración francesa.
Mathilde sopesó el arma en la palma de la mano y pensó en su propia situación. Psiquiatra divorciada, ayuna de pene y con una pistola automática escondida en el secreter. «Verde y con asas», murmuró con una,sonrisa.
De vuelta en la consulta, hizo otra llamada y volvió a acercarse al sofá. Tuvo que menear a Anna unas cuantas veces antes de que diera muestras de espabilarse.
Al fin, la joven se incorporó con parsimonia y miró a su anfitriona con la cabeza ligeramente ladeada y sin el menor asombro.
—¿Le has dicho a alguien que vendrías a verme? — le preguntó Mathilde en voz baja.
Anna negó con la cabeza.
—¿Sabe alguien que nos conocemos?
Idéntica respuesta. Mathilde se dijo que tal vez la hubieran seguido. Era todo o nada.
Anna se frotó los ojos con las yemas de los dedos, lo que no hizo mas que acentuar su extraña mirada: aquella pereza de los párpados, aquella languidez que se prolongaba hacia las sienes, por encima de los pómulos. La manta le había dejado una marca en la mejilla. Mathilde pensó en su hija, que se había marchado de casa con un ideograma chino tatuado en el hombro: «La Verdad».
—Ven -murmuró-. Nos vamos.
—¿Qué me han hecho?
El coche circulaba a toda velocidad por el boulevard Saint-Germain, en dirección al Sena. La lluvia había cesado, pero sus huellas se veían por todas partes: visos, lentejuelas, manchas azules en el vibrato de la tarde.
—Un tratamiento -afirmó Mathilde adoptando su tono de profesora para enmascarar sus dudas.
—¿Qué tratamiento?
—Sin duda, uno totalmente nuevo, que les ha permitido manipular una parte de tu memoria.
—¿Es eso posible?
—En principio no. Pero Ackermann debe de haber inventado algo… revolucionario. Una técnica relacionada con la tomografía y las localizaciones cerebrales. — Mientras conducía, Mathilde lanzaba constantes miradas a Anna, hundida en el asiento del acompañante, con la mirada fija en el parabrisas y las manos apretadas entre los muslos-. Un shock puede provocar una amnesia parcial -siguió diciendo la psiquiatra-. Hace algún tiempo traté a un jugador de fútbol que había sufrido una conmoción durante un partido. Recordaba una parte de su vida, pero había olvidado la otra por completo. Puede que Ackermann haya descubierto el modo de provocar el mismo fenómeno mediante una sustancia química, una irradiación o cualquier otra cosa. Una especie de pantalla colocada en tu memoria.
—Pero ¿por qué me han hecho algo así?
—En mi opinión, la clave hay que buscarla en la profesión de tu marido. Has visto algo que no debías ver, o tienes información relacionada con sus actividades, o puede que simplemente te hayan utilizado como cobaya. Todo es posible. Esto es cosa de unos locos.
Al final del boulevard Saint-Germain, a la derecha, apareció el Instituto del Mundo Árabe. Las nubes viajaban por sus paredes de cristal.
Mathilde estaba asombrada de su propia calma. Circulaba a cien kilómetros por hora, con una pistola automática en el bolso y aquella muñeca de porcelana sentada al lado; pero, lejos de tener miedo, sentía una curiosidad distanciada, mezclada con cierta excitación infantil.
—¿Podría ser que recuperara la memoria?
La voz de Anna estaba teñida de obstinación. Mathilde conocía aquella inflexión, que había oído cientos de veces en su consulta del hospital de Sainte-Anne. Era la voz de la obsesión. La voz de la demencia. Solo que, en aquel caso, el delirio coincidía con la verdad.
—No puedo contestarte sin saber el método que han utilizado -respondió la psiquiatra eligiendo las palabras cuidadosamente-. Si se trata de sustancias químicas, puede que exista un antídoto. Si te han sometido a una intervención quirúrgica, yo sería más… pesimista.
El pequeño Mercedes pasó junto a la verja del zoo del jardín Botánico. El descanso de los animales y la quietud del parque parecían aliarse con la oscuridad para abrir abismos de silencio.
Mathilde advirtió que Anna estaba llorando; sus sollozos eran como los de una niña pequeña, agudos y sostenidos.
—Pero ¿por qué me han alterado el rostro? — preguntó al cabo de unos instantes con voz llorosa.
—Es incomprensible. Puedo entender que estuvieras en el sitio equivocado en el momento equivocado. Pero no se me ocurre ninguna razón para modificarte el rostro. O puede que la historia sea aún más retorcida: puede que te hayan modificado la identidad.
—¿Quieres decir que podría haber sido alguien completamente distinto antes de todo esto?
—La operación de cirugía estética podría inducir a pensarlo.
—Entonces… ¿no sería la mujer de Laurent Heymes? — Mathilde no respondió. Anna explotó-. Pero… ¿y mis sentimientos? ¿Mi intimidad con él? La cólera se apoderó de Mathilde. En medio de aquella pesadilla, Anna seguía pensando en su historia de amor. No tenían remedio: en caso de naufragio, para ellas el deseo y los sentimientos siempre eran lo primero-. Todos mis recuerdos con él… puedo habérmelos inventado!
Mathilde se encogió de hombros como para atenuar la gravedad de lo que iba a decir:
—Es muy posible que te hayan implantado esos recuerdos. Tú misma me dijiste que se estaban desintegrando, que no tenían ninguna realidad… Sobre el papel, algo así es imposible. Pero la personalidad de Ackermann se presta a todas las suposiciones. Y los policías le proporcionarían medios ilimitados…
—¿Los policías?
—Despierta, Anna. El Instituto Henri-Becquerel. Los soldados. La profesión de Laurent. Aparte de la Casa del Chocolate, en tu mundo no había más que policías y uniformes. Ellos son quienes te han hecho esto. Y ellos son quienes te buscan.
Se acercaban a la estación de Austerlitz, en plena remodelación. Una de las fachadas se alzaba en medio del vacío, como un decorado de cine. Las ventanas, recortadas contra el cielo, hacían pensar en las ruinas de un bombardeo. A la izquierda, en segundo plano, el Sena fluía plácidamente. Una parsimoniosa corriente de oscuro légamo.
—En esta historia hay alguien que no es policía -murmuró Anna tras un largo silencio.
—¿Quién?
—El cliente de la tienda. El hombre al que reconozco. Mi compañera y yo lo llamábamos Don Terciopelo. No sé explicártelo, pero tengo la sensación de que es ajeno a toda esta historia. De que pertenece al período de mi vida que han borrado de mi mente.
—¿Y por qué se ha cruzado en tu camino?
—Podría ser una casualidad.
Mathilde meneó la cabeza.
—Escucha. Si de algo estoy segura, es de que en este asunto no hay casualidades que valgan. Ese individuo es uno de ellos, puedes estar segura. Y, si su rostro te dice algo, es porque lo has visto con Laurent.
—O porque le gustan los Jikola.
—¿Los qué?
—Bombones rellenos de mazapán. Una especialidad de la tienda. — Anna rió a su pesar y se secó las lágrimas-. En cualquier caso, es lógico que no me haya reconocido, puesto que mi rostro ha cambiado -concluyó y, con tono esperanzado, añadió-: Hay que encontrarlo. ¡Tiene que saber algo sobre mi pasado! — Mathilde se abstuvo de hacer ningún comentario. Había tomado el boulevard de l’Hôpital y en esos momentos circulaban bajo los arcos de acero del metro elevado-. ¿Adónde vamos? — exclamó Anna.
Mathilde atravesó el bulevar en diagonal y aparcó en sentido contrario a la circulación ante el campus del hospital de La Pitié-Salpêtriére. Cerró el contacto, echó el freno de mano y se volvió hacia la pequeña Cleopatra.
—La única forma de comprender esta historia es descubrir quién eras «antes». A juzgar por tus cicatrices, la operación se realizó hace unos seis meses. De un modo u otro, tenemos que remontarnos a la época anterior. — Mathilde se clavó el índice en la frente-. Tienes que recordar lo que ocurrió antes de esa fecha.
Anna lanzó una mirada al letrero del hospital universitario.
—¿Quieres…? ¿Quieres interrogarme bajo hipnosis?
—No tenemos tiempo para eso.
—Entonces, ¿qué quieres hacer?
Mathilde volvió a colocarle un mechón negro detrás de la oreja.
—Aunque tu memoria ya no pueda decirnos nada, aunque tu rostro haya dejado de existir, aún hay algo que puede recordar por ti.
—¿Qué?
—Tu cuerpo.
La Unidad de Investigación Biológica de La Pitié-Salpêtriére está instalada en el edificio de la facultad de Medicina. Un largo bloque de seis pisos perforado por centenares de ventanas, que alberga un auténtico laberinto de laboratorios.
Aquel edificio, característico de los años sesenta, le recordaba a Mathilde las universidades y hospitales en los que había estudiado la carrera. Era especialmente sensible a los lugares, y en su mente aquel estilo arquitectónico estaba indisolublemente asociado al saber, la autoridad y el conocimiento.
Las dos mujeres se dirigieron hacia la entrada. Sus pasos resonaban sobre la plateada acera. Mathilde marcó el código de entrada. En el interior, la oscuridad y el frío les dieron la bienvenida. Cruzaron el enorme vestíbulo, torcieron a la izquierda y entraron en uno de los ascensores de acero, que parecía una caja fuerte.
En aquel montacargas que olía a grasa, Mathilde tuvo la sensación de subir a la misma torre del saber a través de las superestructuras de la ciencia. A pesar de su edad y su experiencia, se sentía aplastada por aquel lugar, que asimilaba a un templo. Un ámbito sagrado.
Parecía que el ascensor no iba a acabar de subir nunca. Anna encendió un cigarrillo. Mathilde tenía los sentidos tan exacerbados que creyó oír el chisporroteo del papel al quemarse. Había vestido a su protegida con ropa de su hija, que se la había dejado en casa una Nochevieja. Las dos jóvenes tenían la misma talla, y también el mismo color de pelo.
Ahora Anna llevaba un abrigo de terciopelo ajustado y con mangas estrechas y largas, un pantalón de pata de elefante de seda y zapatos de charol. Aquel atuendo de fiesta le daba aspecto de niña vestida de luto.
Las puertas se abrieron al fin en la quinta planta. Las dos mujeres avanzaron por el pasillo embaldosado de rojo y flanqueado por puertas con ventanillas redondas de cristal esmerilado. De una de las del fondo salía un resplandor tenue. Se dirigieron hacia ella.
Mathilde abrió sin llamar. El profesor Alain Veynerdi las esperaba de pie junto a una mesa de acero inoxidable.
Sesentón, menudo y vivaracho, tenía la tez oscura de un indio y la sequedad de un papiro. Bajo la inmaculada bata, se adivinaba un traje de calle aún más impecable. En sus cuidadas manos, las uñas parecían más claras que la piel, como pequeñas pastillas de nácar al final de las falanges. Llevaba el pelo, gris y lustroso, engominado y echado hacia atrás. Parecía un dibujo escapado de un tebeo de Tintín. Su pajarita brillaba como la llave de un mecanismo secreto, a la espera de una mano que le diera cuerda.
Mathilde hizo las presentaciones y retomó las grandes líneas de la mentira que había empezado a contar al biólogo durante su conversación telefónica. Anna había sufrido un accidente de coche hacía ocho meses. El vehículo se había prendido fuego, su documentación había ardido y su memoria se había quedado en blanco. Las heridas de su rostro habían hecho necesaria una importante intervención quirúrgica. De modo que su identidad era un absoluto misterio.
La historia era poco creíble, pero Veynerdi no vivía en un universo racional. Para él solo contaba el desafío científico que representaba Anna.
—Empezaremos ahora mismo -dijo el biólogo indicando la mesa de acero.
—Un momento -protestó Anna-. Me parece que ya va siendo hora de que me expliquen en qué va a consistir esto.
Mathilde se volvió hacia Veynerdi.
—Explíqueselo, profesor.
El biólogo se volvió hacia la joven.
—Me temo que antes necesitaría hacer un cursillo de anatomía…
—No sea condescendiente conmigo.
Veynerdi esbozó una breve sonrisa, ácida como unas gotas de limón.
—Los elementos que componen el cuerpo humano se regeneran según ciclos específicos. Los glóbulos rojos se reproducen en ciento veinte días. La piel muda totalmente en cinco días. La pared intestinal se renueva en tan solo cuarenta y ocho horas. No obstante, en medio de esta perpetua reconstrucción, hay células del sistema inmunitario que conservan la huella del contacto con los elementos exteriores durante mucho tiempo. Se las llama células con memoria -dijo Veynerdi. Su voz de fumador, grave y cascada, contrastaba con su cuidado aspecto-. En caso de enfermedad, esas células crean moléculas de defensa o reconocimiento que llevan la marca de la agresión. Cuando se renuevan, transmiten ese mensaje de protección. Una especie de recuerdo biológico, si usted quiere. El principio de la vacuna se basa por entero en este sistema. Basta con poner el cuerpo humano en contacto con el agente patógeno una sola vez para que las células produzcan moléculas protectoras durante años. Y lo que es válido para las enfermedades también lo es para cualquier elemento exterior. Conservamos permanentemente la huella de nuestra vida pasada, de nuestros innumerables contactos con el mundo. Y podemos estudiar esas huellas, así como su origen y su fecha. Este campo, todavía poco conocido, es mi especialidad -concluyó el biólogo esbozando una reverencia.