El imperio de los lobos (37 page)

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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Policíaco, Thriller

BOOK: El imperio de los lobos
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En ese segundo, sintió una sensación inmunda. Acababa de ocurrir algo que la anonadaba aún más que el miedo a morir: se lo había hecho encima.

Se le habían relajado los esfínteres.

La orina y los excrementos le empapaban los panties y le resbalaban por los muslos.

El hombre la agarró del pelo y echó a andar arrastrándola por el suelo. Mathilde tuvo que morderse los labios para no gritar mientras atravesaban nubes de polvo removiendo cascotes, floreros y cenizas humanas.

Cambiaron de galería varias veces. Arrastrada con implacable brutalidad, Mathilde se deslizaba por el polvo con un chapoteo sordo. Agitaba las piernas, pero sus pataleos no producían ningún ruido. Abría la boca, pero de su garganta no salía ningún sonido. Sollozaba, gemía, jadeaba, pero la polvareda lo absorbía todo. A pesar del dolor, comprendía que el silencio era su mejor aliado. Aquel hombre la mataría al menor ruido.

La marcha se hizo más lenta. Mathilde sintió que la presión aflojaba. Luego, el hombre volvió a tirar con fuerza y empezó a subir una escalera. Mathilde se tensó. Una ola de dolor le irradió del cráneo y le inundó el cuerpo hasta la rabadilla. Era como si unas garras de acero le tiraran de la piel del rostro. Sus piernas, pesadas, empapadas, cubiertas de inmundicia, seguían agitándose. El hedor que ascendía de sus muslos la llenaba de vergüenza.

El hombre volvió a detenerse.

La pausa duró apenas un segundo, pero fue suficiente.

Mathilde retorció el cuerpo para ver lo que pasaba. La silueta de Anna se recortaba en la niebla. Sin hacer ruido, el hombre alzó el brazo y la encañonó.

Sobresaltada, Mathilde apoyó una rodilla en el suelo para avisar a Anna.

Demasiado tarde: el asesino apretó el gatillo, y un estallido ensordecedor llenó la cripta.

Pero no ocurrió lo previsible. La silueta explotó en mil pedazos y las nubes de ceniza descargaron un granizo afilado. El hombre lanzó un alarido. Mathilde se soltó, cayó de espaldas y rodó por las escaleras.

Comprendió lo que había ocurrido antes de aterrizar en el suelo. El asesino no le había disparado a Anna, sino a una puerta de cristal cubierta de polvo que devolvía la imagen de la chica. Mathilde cayó boca arriba y descubrió lo increíble. Al tiempo que golpeaba el suelo con la nuca, vio a Anna, gris y mineral, suspendida de los nichos destrozados. Los había estado esperando allí, como flotando sobre los muertos.

De pronto, saltó. Agarrada a la puerta de un nicho con la mano izquierda, balanceó el cuerpo con todas sus fuerzas y se arrojó sobre el hombre. En la otra mano tenía una puntiaguda astilla de cristal. El improvisado puñal se hundió con fuerza en el rostro del desconocido.

Cuando quiso encañonarla, Anna ya había retirado el cristal. El proyectil se perdió en la nube de polvo. Al segundo, Anna volvió a atacar. La astilla rasgó la sien de su enemigo y rechinó sobre el hueso. Otra bala atravesó el vacío. Anna ya se había arrojado contra la pared.

Frente, sienes, boca… La mujer volvió a la carga una y otra vez. El rostro del asesino se convirtió en un amasijo sangriento. Se tambaleó, dejó caer la pistola y agitó los brazos desesperadamente, como si lo acosara un enjambre de abejas asesinas.

Anna se dispuso a asestarle el golpe de gracia, cogió impulso y se arrojó sobre él. Los dos cuerpos rodaron por el suelo. La astilla de cristal se hundió en la mejilla derecha del hombre. Anna mantuvo la presión y le desgarró la carne hasta dejar al descubierto las encías.

Entretanto, Mathilde retrocedía ayudándose con los codos y gritando a pleno pulmón, sin poder apartar los ojos del salvaje combate.

Anna soltó el cristal y se levantó. Agitándose en el barrizal de sangre y ceniza, el hombre intentaba arrancarse la astilla de la órbita. Anna cogió el revólver del suelo y apartó las manos del agonizante. Luego agarró el cristal, lo retorció bajo el arco ciliar y lo arrancó de un tirón. Un ojo sanguinolento salió con él. Mathilde quiso apartar la vista, pero no pudo. Anna hundió el cañón de la pistola en la órbita vacía y apretó el gatillo.

56

De nuevo el silencio. De nuevo el acre olor a ceniza.

Las urnas, desperdigadas por el suelo, con sus tapas labradas. Las flores de plástico, desparramadas y multicolores.

El cuerpo se ha derrumbado a unos centímetros de Mathilde, que esta cubierta de sangre, fragmentos de cerebro y esquirlas de hueso. Uno de los brazos le toca una pierna, pero a la psiquiatra no le quedan fuerzas para apartarse. El corazón le bombea sangre con tan poca fuerza que cada intervalo entre dos latidos le parece el último.

—Hay que marcharse. Los guardas aparecerán de un momento a otro.

Mathilde alza los ojos.

Lo que ve le desgarra el corazón.

El rostro de Anna parece de piedra. El polvo de los muertos se ha acumulado sobre sus rasgos, que están surcados de grietas, como una tierra reseca. En contraste, tiene los ojos inyectados en sangre, como en carne viva.

Mathilde piensa en el ojo clavado a la astilla de cristal: va a vomitar.

Anna sostiene una bolsa de. deporte, que sin duda guardaba en el nicho.

—La droga está hecha una mierda -dice-. pero no queda tiempo para lamentaciones.

—¿Quién eres, Dios mío? ¿Quién eres?

Anna deja la bolsa en el suelo y la abre.

—No nos habría hecho ningún regalo, créeme. — Saca unos fajos de dólares y euros de la bolsa, los cuenta rápidamente y vuelve a guardarlos-. Era mi contacto en París -explica-. Tenía que repartir la droga por toda Europa. El responsable de las redes de distribución.

Mathilde baja la vista hacia el cadáver. Ve una mueca negruzca en la que destaca un ojo abierto, clavado en el techo. Darle un nombre, a modo de epitafio.

—¿Cómo se llamaba?

—Jean-Louis Schiffer. Un madero.

—¿Tu contacto era policía? — Anna no responde. Busca en el fondo de la bolsa y saca un pasaporte, que hojea rápidamente. Mathilde sigue a vueltas con el muerto-: ¿Erais… compañeros?

—Él no me había visto nunca, pero yo sabía qué cara tenía. Teníamos una señal de reconocimiento. Un broche en forma de amapola. Y también una especie de contraseña: las cuatro lunas.

—¿Qué quiere decir?

—Olvídalo.

Con una rodilla hincada en el suelo, Anna sigue buscando. Encuentra varios cargadores de pistola automática. Mathilde la observa con incredulidad. El rostro de la chica parece una máscara de barro seco; una cara cubierta de arcilla para un ritual. Sin un vestigio de humanidad.

—¿Qué vas a hacer? —pregunta Mathilde.

La joven se levanta y se saca una pistola de debajo del cinturón, sin duda el arma que guardaba en el nicho. Acciona el resorte de la empuñadura y saca el cargador vacío. Su seguridad trasluce los reflejos del entrenamiento.

—Marcharme. En París no tengo futuro. — ¿Adónde? — A Turquía -responde Anna encajando un cargador lleno en el arma. — ¿A Turquía?, Pero ¿por qué? Si vuelves allí, te encontrarán. — Vaya donde vaya, me encontrarán. Tengo que cortar la fuente.

—¿La fuente?

—La fuente del odio. El origen de la venganza. Tengo que regresar a Estambul. Sorprenderlos. No esperan que vuelva.

—¿Quiénes? ¿De quién hablas?

—Los Lobos Grises. Tarde o temprano, conocerán mi nueva cara.

—¿Y qué? Hay mil sitios donde esconderse.

—No. Cuando sepan qué cara tengo ahora, sabrán dónde buscarme.

—¿Por qué?

—Porque su jefe ya la ha visto, en una situación totalmente distinta.

—No entiendo nada.

—Te lo repito: ¡olvida todo esto! Me perseguirán hasta su muerte. Para ellos no es un contrato corriente. Es una cuestión de honor. Los he traicionado. He violado mi juramento.

—¿Qué juramento? ¿De qué hablas?

Anna pone el seguro y se desliza el arma bajo el cinturón, a la espalda.

—Soy de los suyos. Era una Loba.

Mathilde siente que se le corta la respiración y la sangre se le hiela en las venas. Anna se arrodilla junto a ella y la coge de los hombros. Su rostro no tiene color, pero cuando habla se le ve la lengua, casi fosforescente, entre los labios.

Una boca de res sacrificada.

—Estás viva y eso es un milagro -le dice con suavidad-. Cuando todo haya acabado, te escribiré. Te daré los nombres, las circunstancias, todo. Quiero que sepas la verdad, pero desde la distancia. Cuando yo esté a punto de acabar y tú a salvo.

Mathilde, aturdida, no responde. Durante unas horas -una eternidad- ha protegido a esa mujer como si fuera de su misma sangre. La ha convertido en su hija, su bebé.

Y en realidad es una asesina. Un ser violento y cruel.

En el fondo de su cuerpo despierta una sensación atroz. Un cieno que se remueve en un estanque de agua podrida. La verdosa humedad de sus entrañas vacías, abiertas.

De pronto, la idea de un embarazo la deja sin aliento.

Sí: esa noche ha parido un monstruo.

Anna se levanta y coge la bolsa de deporte.

—Te escribiré. Te lo juro. Te lo explicaré todo.

Y desaparece tras la cortina de cenizas.

Mathilde permanece inmóvil, con los ojos clavados en la galena desierta.

A lo lejos, las sirenas del cementerio empiezan a aullar.

DIEZ
57

—Soy Paul.

Un bufido al otro lado del hilo.

—¿Sabes qué hora es?

Paul consultó el reloj: aún no eran las seis de la mañana.

—Lo siento. No me he acostado.

El bufido se convirtió en suspiro de cansancio.

—Qué quieres?

—Solo saber si Céline había recibido los dulces.

La voz de Reyna se endureció:

—Estás enfermo.

—¿Los ha recibido o no?

—¿Para eso me llamas a las seis de la mañana?

Paul golpeó el cristal de la cabina telefónica. Su móvil seguía descargado.

—Dime solamente si se ha alegrado. ¡Hace diez días que no la veo!

—Lo que le ha gustado han sido los tíos de uniforme que los han traído. No ha hablado de otra cosa en todo el día. ¡Mierda! Todo ese recorrido ideológico para acabar aquí. Con maderos de niñeras…

Paul se imaginó a su hija arrobada ante los galones de plata, recibiendo con ojos chispeantes las golosinas que le llevaban los agentes. La imagen le calentó el corazón.

—Llamaré dentro de dos horas, antes de que se vaya al cole -prometió en un arranque de buen humor.

Reyna colgó sin despedirse.

Paul salió de la cabina y aspiró una gran bocanada de aire nocturno. Estaba en la place du Trocadéro, entre los museos del Hombre y de la Marina y el teatro de Châillot. Una fina lluvia chispeaba sobre la explanada central, rodeada de vallas y en visible restauración.

Siguió el pasillo que formaban las vallas y cruzó la explanada. La llovizna depositaba una película de aceite sobre su rostro. La temperatura, demasiado benigna para la época, le hacía sudar bajo la parka. El mal tiempo concordaba con su humor. Se sentía sucio, viejo, vacío, con un sabor a cartón piedra en la boca.

Desde la conversación telefónica con Schiffer, a las once de la noche, seguía la pista de los cirujanos plásticos. Tras aceptar el nuevo giro de la investigación -una mujer con el rostro operado, perseguida al mismo tiempo por los hombres de Charlier y los Lobos Grises-, había ido a la sede del Colegio de Médicos, en la avenue Friedland, en el Distrito Octavo, en busca de matasanos que hubieran tenido problemas con la justicia. «Rehacer una cara nunca es inocente», había dicho Schiffer. En consecuencia, había que buscar un cirujano sin escrúpulos. Paul decidió empezar por los que tenían antecedentes judiciales.

Se presentó en los archivos sin dudar en convocar en plena noche al responsable del servicio para que lo ayudara. Resultado: más de seiscientosexpedientes solo para los departamentos de Île-de-France en los últimos cinco años. ¿Cómo actuar ante semejante lista? A las dos de la mañana, Paul llamó a Jean-Philippe Arnaud, presidente de la Asociación de Cirujanos Plásticos, para pedirle consejo. En respuesta, el adormilado galeno le dio tres nombres: virtuosos con mala reputación que podrían haber aceptado aquella operación sin hacer demasiadas preguntas.

Antes de colgar, Paul le había preguntado sobre los demás cirujanos reparadores -las «figuras respetables»-. A regañadientes, Arnaud añadió otros siete nombres, precisando que aquellos facultativos -conocidos y reconocidos-jamás se habrían lanzado a semejante intervención. Paul escuchó sus comentarios y le dio las gracias. Eran las tres de la mañana y tenía una lista de diez nombres. La noche no había hecho más que empezar.

Se detuvo al otro lado de la explanada del Trocadéro, entre los edificios de los dos museos, frente al cauce del Sena. Sentado en la escalinata, se dejó ganar por la belleza del espectáculo. Los jardines desplegaban sus terrazas, fuentes y estatuas en una escenografía mágica. El puente de Iéna lanzaba manchas de luz sobre el río en dirección a la Torre Eiffel, en la orilla opuesta, que parecía un enorme pisapapeles de hierro. A su alrededor, los sombríos edificios del Campo de Marte dormían envueltos en un silencio de templo. El conjunto evocaba un recóndito reino del Tíbet, un maravilloso Xanadú situado en los confines del mundo conocido.

Paul dejó afluir los recuerdos de las últimas horas.

Primero, había intentado hablar con los cirujanos por teléfono. Pero la primera llamada lo había convencido de que perdía el tiempo: le habían colgado a la primera de cambio. Además, su prioridad era enseñarles las fotografías de las víctimas y la de Anna Heymes, que Schiffer le había dejado en la comisaría de Louis-Blanc.

En consecuencia, se había presentado en casa del cirujano «sospechoso» que vivía más cerca, en la rue Clément-Marot. De origen colombiano y millonario, el médico, según Arnaud, tenía fama de haber operado a la mitad de los «padrinos» de Cali y Medellín. Su reputación de habilidad era inmensa Se aseguraba que podía operar con la mano derecha o con la izquierda indiferentemente.

A pesar de la hora, el artista no se había acostado, o al menos no dormía. Paul lo había interrumpido en pleno retozo erótico en la perfumada penumbra de su vasto loft. No le había visto el rostro con claridad, pero era evidente que las fotos no le decían nada.

La segunda dirección correspondía a una clínica situada en la rue Washington, al otro lado de los Campos Elíseos.

Paul había llegado justo cuando el cirujano se disponía a iniciar una intervención urgente sobre un gran quemado y había jugado sus cartas: carnet tricolor, unas palabras sobre el asunto y los retratos. El matasanos ni siquiera se había quitado la mascarilla quirúrgica. Había negado con la cabeza y se había vuelto hacia su achicharrado paciente. Paul recordaba el comentario de Arnaud: el colombiano cultivaba piel humana artificialmente. Se decía que, tras quemar las yemas de los dedos, podía modificar las huellas digitales para completar el cambio de identidad del criminal de turno…

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