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Authors: John Le Carré

El honorable colegial (84 page)

BOOK: El honorable colegial
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Drake llevaba también algo en la mano, pero menos feroz, y mucho antes de verlo Jerry supo que se trataba de una linterna y de una batería, muy parecidas a las que él había utilizado en los juegos acuáticos del Circus en el estuario de Helford, salvo que el Circus prefería la luz ultravioleta y las gafas de montura de alambre y de mala calidad, que resultaban inútiles con la lluvia o las salpicaduras del agua.

En cuanto llegaron a la playa, los dos hombres se abrieron camino jadeantes entre los guijarros hasta llegar al punto más alto, y luego, como él mismo, se fundieron en la negra roca. Jerry sabía que estaban a unos veinte metros. Oyó un gruñido y vio la llama de un encendedor y luego el brillo rojo de dos cigarrillos seguido del murmullo de voces que hablaban en chino. No me importaría fumarme uno, pensó Jerry. Alargó un brazo y empezó a coger guijarros; luego avanzó lo más furtivamente que pudo, siguiendo la base de la roca hacia las dos ascuas rojas. Según sus cálculos, estaba a unos ocho pasos de ellos. Tenía la pistola en la mano izquierda y los guijarros en la derecha, y escuchaba el retumbar de las olas, cómo se henchían, se tambaleaban y rompían; decidió que sería muchísimo más fácil tener una charla con Drake quitando a Tiu de en medio.

Muy despacio, en la postura clásica del lanzador en el béisbol, se echó hacia atrás, alzó el codo izquierdo frente a sí y dobló el brazo derecho a la espalda, preparándose para lanzar. Rompió una ola, Jerry escuchó el rumor de la resaca, el gruñir de otra ola que se hinchaba. Esperó aún más, el brazo derecho atrás, la palma de la mano en que sujetaba los guijarros sudorosa. Luego, cuando la ola alcanzó su cima, lanzó los guijarros hacia el acantilado con todas sus fuerzas y después se encogió y se agazapó, con la mirada fija en las brasas de los dos cigarrillos. Esperó, oyó cómo repiqueteaban los guijarros en la roca y cómo caían después como una granizada. Al instante siguiente, oyó la breve maldición de Tiu y vio que una de las brasas volaba en el aire y Tiu saltaba con la metralleta en la mano, el cañón apuntando hacia el acantilado y dándole la espalda a Jerry. Drake intentaba ponerse a cubierto.

Jerry golpeó primero a Tiu muy fuerte con la pistola, procurando que los dedos quedaran protegidos. Luego volvió a pegarle con la mano derecha cerrada, un golpe de dos nudillos con la máxima potencia, el puño hacia abajo y girando, como decían en Sarratt. Tiu se agachó y Jerry le alcanzó en el pómulo con toda la fuerza de la bota derecha y oyó el crujir de la mandíbula al cerrarse. Y mientras se agachaba a recoger la M16, golpeó con la culata de ésta a Tiu en los riñones, pensando muy furioso en Luke y en Frost, pero también en aquel chiste barato que había hecho sobre Lizzie, lo que había dicho de que no merecía más que el viaje de Kowloon a Hong Kong. Saludos del escritor de caballos, pensó.

Luego miró a Drake, que, como se había alejado hacia el mar, no era más que una oscura silueta recortada contra éste: una silueta encorvada con las orejas brotando como costra de pastel bajo la extraña boina. Se había alzado de nuevo un fuerte viento, o quizás sólo fuese que Jerry lo percibía ahora. Retumbaba tras ellos en las rocas y hacía que se hinchasen los anchos pantalones de Drake.

—¿Es usted el señor Westerby, el periodista inglés? —preguntó, en el mismo tono áspero y profundo que había utilizado en Happy Valley.

—El mismo —dijo Jerry.

—Es usted un hombre muy político, señor Westerby. ¿Qué demonios quiere?

Jerry estaba recuperando el aliento y, por un instante, no se sintió en condiciones de contestar.

—El señor Ricardo le dijo a mi gente que usted se proponía chantajearme, ¿es dinero lo que busca, señor Westerby?

—Un recado de su chica —dijo Jerry, sintiendo que debía cumplir primero aquella promesa—. Dice que cumple su palabra, que está de su parte.

—Yo no tengo ninguna parte, señor Westerby. Soy un ejército de un solo hombre. ¿Qué quiere usted? El señor Mariscal le explicó a mi gente que era usted una especie de héroe. Los héroes son personas muy políticas, señor Westerby. No me interesan los héroes.

—Vine a prevenirle. Quieren a Nelson. No debe usted llevarle a Hong Kong. Lo tienen todo previsto. Tienen planes para mantenerle ocupado durante el resto de su vida. Y también a usted. Están haciendo cola para cogerles a los dos.

—¿Qué quiere usted, señor Westerby?

—Hacer un trato.

—Nadie quiere un trato. Ellos quieren una mercancía. El trato les proporciona la mercancía. ¿Usted qué es lo que quiere? —repitió Drake, alzando la voz imperativamente—. Dígamelo, por favor.

—Usted compró la chica con la vida de Ricardo —dijo Jerry—. Pensé que yo podría comprársela a usted con la de Nelson. Hablaré con ellos por usted. Sé lo que quieren. Aceptarán el trato.

Es el último pie en la última puerta, para mí, pensó.

—¿Un acuerdo político, señor Westerby? ¿Con su gente? Hice varios acuerdos políticos con ellos. Me dijeron que Dios amaba a los niños. ¿Ha visto usted alguna vez que Dios ame a un niño asiático, señor Westerby? Me dijeron que Dios era un
kwailo
y que su madre tenía el pelo amarillo. Me dijeron que Dios era un hombre pacífico, pero una vez leí que nunca ha habido tantas guerras civiles como en el Reino de Cristo. Me dijeron…

—Su hermano está justo detrás de usted, señor Ko.

Drake se volvió. A su izquierda, llegando del este, una docena de juncos o más iban con las velas desplegadas en dirección sur cruzando en una columna irregular las aguas iluminadas por la luna, punzando el agua con sus luces. Drake cayó de rodillas y empezó a tantear frenéticamente, buscando la linterna de señales. Jerry encontró el trípode, lo abrió, Drake colocó encima la linterna, pero le temblaban mucho las manos y Jerry tuvo que ayudarle. Jerry cogió los cordones eléctricos, encendió una cerilla y fijó los cables en los extremos. Miraban hacia el mar, hombro con hombro. Drake hizo parpadear la linterna una vez, luego repitió el parpadeo, primero rojo, verde después.

—Espere —dijo suavemente Jerry—. Lo hace demasiado aprisa. Tranquilícese o lo estropeará todo.

Apartándole, Jerry se inclinó y, por el ocular examinó la hilera de embarcaciones.

—¿Cuál es? —preguntó.

—El último —dijo Ko.

Jerry enfocó entonces el último junco que se veía, aunque era tan sólo una sombra todavía, e hizo de nuevo las señales, una roja, una verde, y, al cabo de unos instantes, oyó que Drake lanzaba un grito de alegría cuando cruzaba sobre el agua hacia ellos un parpadeo de respuesta.

—¿Le bastará con esto? —dijo Jerry.


Claro —dijo Ko, aún mirando al mar—. Por supuesto. Le bastará con esto.

—Entonces no hagamos más señales, dejémoslo así.

Ko se volvió hacia Jerry y Jerry vio la emoción en su rostro y comprendió que ahora Drake dependía de él.

—Señor Westerby. Le hablo con toda sinceridad. Si me ha engañado usted para apoderarse de mi hermano Nelson, su infierno cristiano anabaptista será un lugar muy cómodo en comparación con lo que le hará mi gente. Pero si me ayuda usted, se lo daré todo. Ése es mi contrato y yo he cumplido siempre mis contratos. Mi hermano también cumple todos sus acuerdos.

Y, dicho esto, volvió a mirar al mar.

Los juncos que iban en cabeza se habían perdido ya de vista. Sólo seguían viendo a los últimos. Jerry creyó oír a lo lejos el ronroneo irregular de un motor, pero pensó que estaba excitado y que el ruido bien podría ser el rumor de las olas. La luna se ocultó tras la cima y la sombra de la montaña cayó como una negra punta de cuchillo sobre el mar, plateando los campos lejanos. Drake, inclinado sobre la linterna de señales, lanzó otro grito de alegría.

—¡Mire! ¡Mire! Eche un vistazo, señor Westerby.

Jerry divisó por el ocular un solo junco fantasma que avanzaba hacia ellos sin luces, salvo tres pálidas lámparas, dos verdes en el mástil, una roja a estribor. Pasó del plata a la negrura y Jerry lo perdió. Oyó un gruñido de Tiu. Sin prestarle atención, Drake siguió mirando por el ocular, un brazo extendido como un fotógrafo antiguo, mientras empezaba a llamar suavemente en chino. Jerry corrió por entre los guijarros y sacó la pistola del cinturón de Tiu, cogió la M16 y se acercó con ambas a la orilla del agua y las tiró al mar. Drake se disponía a repetir la señal otra vez, pero, por fortuna, no podía dar con el botón y Jerry llegó a tiempo para impedírselo. Jerry creyó una vez más oír el rumor, no de un motor sino de dos. Corrió hacia el promontorio y miró anhelante al norte y al sur en busca de un barco patrulla, pero tampoco esta vez vio nada y lo achacó de nuevo al oleaje y a su nerviosismo. El junco estaba más cerca, se dirigía hacia la isla, su parda vela de ala de murciélago súbitamente alta y terriblemente escandalosa frente al mar. Drake había corrido hasta el borde del agua y hacía señas y gritaba hacia el mar.

—¡No dé voces! —cuchicheó Jerry a su lado.

Pero Jerry se había convertido en algo irrelevante. Toda la vida de Drake se concentraba en Nelson. Desde el cobijo del promontorio próximo, el sampán de Drake se arrastró a lo largo del balanceante junco. Salió la luna de su escondite y, por un instante, Jerry olvidó su angustia cuando un individuo bajo y vestido de gris, fornido, la antítesis de Drake en estatura, con una chaqueta acolchada y una voluminosa gorra proletaria, bajó por el costado y saltó a los brazos de la tripulación del sampán. Drake lanzó otro grito, el junco hinchó las velas y se deslizó detrás del promontorio hasta que sólo fueron visibles las luces verdes de sus topes por encima de las rocas, y luego desapareció. El sampán se dirigía hacia la playa y Jerry pudo distinguir la corpulenta figura de Nelson, de pie en la proa haciendo señas con ambas manos mientras Drake Ko agitaba enloquecido su boina en la playa, bailando como un loco.

El estruendo de motores fue haciéndose más intenso, pero Jerry aún no podía situarlos. El mar estaba vacío y al mirar hacia arriba sólo veía el acantilado y su negro pico recortado contra las estrellas. Los hermanos se abrazaron y quedaron así abrazados e inmóviles. Jerry los cogió a ambos, les golpeó, gritando con todas sus fuerzas.

—¡Vuelvan a la embarcación! ¡De prisa!

Pero sólo tenían oíos para contemplarse. Jerry corrió hasta la orilla del agua y asió la proa del sampán y lo sujetó, gritándoles aún, mientras veía que detrás del picacho el cielo se tomaba amarillo y se iluminaba rápidamente, mientras el palpitar de los motores se convertía en estruendo y tres cegadores focos caían sobre ellos desde los ennegrecidos helicópteros. Las rocas bailaban revueltas por las luces de aterrizaje, el mar se arrugaba y los guijarros saltaban y volaban en tormentas. Durante una fracción de segundo Jerry vio la cara de Drake que se volvía a él suplicando ayuda: como si hubiera comprendido, demasiado, tarde, quién podía ayudarle. Murmuró algo, pero el estruendo apagó su voz. Jerry corrió hacia ellos. No por Nelson y menos aún por Drake; sino por lo que les ligaba y lo que le ligaba a él con Lizzie. Pero mucho antes de llegar a su lado, un oscuro enjambre se abatió sobre los dos hombres, los separó y lanzó a Nelson a la cabina del helicóptero. En la confusión, Jerry había sacado su revólver y lo esgrimía en la mano. Gritaba, aunque no se oía a sí mismo por encima de los huracanes de la guerra. El helicóptero se elevaba. En la portilla había una sola persona que miraba hacia abajo, quizá fuese Fawn, pues tenía un aire sombrío y loco. Después, restalló un fogonazo anaranjado en la puerta, luego otro y otro, y tras eso Jerry ya no pudo contar más. Alzó las manos furioso, la boca abierta aún clamando, la cara aún implorando silenciosamente. Luego, cayó y quedó allí tendido hasta que no se oyó más que el rumor del agua sobre la playa y el llanto desesperado de Drake Ko ante los victoriosos ejércitos de Occidente, que le habían robado a su hermano y habían dejado muerto a sus pies a su exhausto soldado.

22
Nacido otra vez

En el Circus se extendió una oleada de optimismo triunfal al llegar la gran noticia a través de los primos. ¡Nelson en el saco! ¡Y absolutamente ileso! Durante dos días, se especuló mucho sobre medallas, títulos de caballero y ascensos. ¡Tenían que hacer algo por George, al fin!
Estaban obligados.
Nada de eso, dijo Connie astutamente, desde la línea lateral. Nunca le perdonarán haber descubierto a Bill Haydon.

La euforia fue seguida de ciertos rumores sorprendentes. Connie y el doctor di Salis, por ejemplo, que estaban concienzudamente protegidos en la casa franca de Maresfield, que había pasado a llamarse el
Delfinario,
esperaron toda semana que llegara su presa; y esperaron en vano. Lo mismo los intérpretes, transcriptores, inquisidores, niñeras y oficios relacionados que componían el resto de la unidad de recepción e interrogatorio.

La lluvia había estropeado el partido, decían los caseros. Se fijaría otra fecha. Esperad, dijeron. Pero pronto un agente inmobiliario del vecino pueblo de Uckfield reveló que los caseros estaban intentando rescindir el contrato de arrendamiento. No había duda, al cabo de otra semana se dispersó el equipo «hasta que se tomen decisiones políticas». Nunca volvió a formarse.

Luego se filtró la noticia de que Enderby y Martello conjuntamente (la combinación parecía extraña incluso entonces) estaban presidiendo un comité de control anglonorteamericano. Este comité se reuniría alternativamente en Washington y Londres y tendría la responsabilidad de la distribución simultánea del producto Dolphin, cuyo nombre en código era
caviar,
a ambos lados del Atlántico.

Por otra parte, pudo saberse que Nelson estaba en un lugar indeterminado de Estados Unidos, en un recinto protegido por el ejército y ya preparado para él en Filadelfia. La explicación tardó aún más en llegar.
Alguien creía
al parecer (pero las creencias de este género son difíciles de rastrear entre tantos pasillos)
que
Nelson estaría más seguro allí. Físicamente seguro. Pensad en los rusos. Pensad en los chinos. Además, insistían los caseros, las unidades de valoración y transformación de los primos tenían una entidad más en consonancia con aquella presa sin precedentes. Además, decían, los primos podían permitirse el coste.

Además…


¡Además, mentiras y cuentos! —chilló Connie, cuando se enteró de las noticias.

Ella y di Salís esperaron sombríos a que les invitasen a unirse al equipo de los primos. Connie llegó incluso a ponerse las inyecciones para estar lista, pero la llamada no llegó.

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