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Authors: John Le Carré

El honorable colegial (77 page)

BOOK: El honorable colegial
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—Él me llama desde donde esté, sea de noche o de día, nos da igual. Esta es la primera vez que no llama.

—¿Puedes llamarle tú a él?

—Siempre que quiera —replicó ella con fiero sarcasmo—. Por supuesto. La esposa número uno y yo lo pasamos
en grande.
¿No lo sabías?

—¿Y en la oficina?

—Él no va a la oficina.

—¿Y qué me dices de Tiu?

—Maldito Tiu.

—¿Por qué?

—Porque es un cerdo —masculló ella, abriendo un armario.

—Él podría transmitirle tus mensajes.

—Si le apeteciese, pero no le apetece.

—¿Por qué no?

—¿Cómo demonios voy a saberlo yo? —sacó del armario un jersey y unos vaqueros y los echó en la cama—. Porque me odia. Porque no confía en mí. Porque no le gusta que los ojirredondos se relacionen con el Gran Señor. Ahora sal que voy a cambiarme.

Jerry pasó de nuevo al vestidor, dándole la espalda, oyendo el rumor de seda y piel.

—Vi a Ricardo —dijo—. Tuvimos un sincero y completo intercambio de puntos de vista.

Necesitaba saber si se lo habían dicho a ella. Desesperadamente. Necesitaba absolverla de lo de Luke. Escuchó; luego continuó:

—Charlie Mariscal me dio su dirección, así que fui hasta allí y tuve una charla con él.

—Bárbaro —dijo ella—. Así que ya eres de la familia.

—Me hablaron de Mellon. Me dijeron que pasaste droga para él.

Ella no hablaba, así que Jerry se volvió para mirarla y estaba sentada en la cama, con la cabeza entre las manos. Con vaqueros y jersey aparentaba unos quince años, y ser mucho más baja.

—¿Qué demonios quieres tú? —murmuró al fin, tan quedo que muy bien podría estar formulándose a sí misma la pregunta.

—A ti —dijo él—. De verdad.

Jerry no sabía si le había oído, porque lo único que hizo ella fue lanzar un largo suspiro y murmurar luego «ay, Dios mío».

—¿Mellon es amigo tuyo? —preguntó al fin.

—No.

—Lástima. Necesita un amigo como tú.

—¿Sabe Arpego dónde está Ko?

Ella se encogió de hombros.

—¿Entonces cuánto hace que no sabes nada de él?

—Una semana.

—¿Qué te dijo?

—Que tenía cosas que hacer.

—¿Qué cosas?

—¡Deja de hacer preguntas, por amor de Dios! Todo el mundo anda haciendo preguntas, así que no te pongas tú también a la cola, ¿entendido?

Jerry la miró y vio que en sus ojos brillaban la cólera y la desesperación. Abrió la puerta de la terraza y salió fuera.

Necesito una sesión informativa, pensó con amargura. ¿Dónde estáis ahora que os necesito, planificadores de Sarratt? Hasta entonces no había caído en la cuenta de que al cortar el cable también se desprendía el piloto.

La terraza daba a tres fachadas. La niebla había levantado de momento. Tras él, se alzaba el Pico, sus hombros festoneados de luces doradas. Bancos de móviles nubes formaban cambiantes cavernas alrededor de la luna. El puerto había desenterrado todas sus galas. En su centro, dormitaba como una mujer mimada un portaviones norteamericano, inundado de luz y engalanado, en medio de un grupo de lanchas auxiliares. En la cubierta del portaviones una hilera de helicópteros y de cazas pequeños le recordaron la base aérea de Tailandia. Una columna de juncos pasaba junto a él camino de Cantón.

—¿Jerry?

Ella estaba en la puerta abierta de la terraza, observándole al fondo de una hilera de árboles enmacetados.

—Pasa dentro. Tengo hambre —le dijo.

Era una cocina en la que nadie cocinaba ni comía, pero tenía un rincón bávaro, con bancos de pino, fotos alpinas y ceniceros que decían
Carlsberg.
Le sirvió café de una cafetera eléctrica, y él percibió que ella, cuando estaba en guardia, echaba los hombros hacia adelante y cruzaba los brazos tal como solía hacer la huérfana. También advirtió que temblaba. Pensó que debía estar temblando desde que le había puesto la pistola en la espalda y pensó que ojalá no lo hubiera hecho, porque empezaba a darse cuenta de que ella estaba tan mal como él, y tal vez mucho peor incluso, y que la atmósfera que predominaba entre ellos era la de dos personas después de un desastre, cada una de ellas en su propio infierno.

Le sirvió un brandy con soda y se sirvió lo mismo, e hizo que se sentara en el salón, que estaba más caliente, y la observó mientras ella se encogía y bebía el brandy, con la vista en la alfombra.

—¿Música? —le preguntó.

Ella dijo que no con un gesto.

—Yo me represento a mí mismo —dijo Jerry—. No tengo relación con ninguna otra empresa.

Quizá no le hubiese oído.

—Estoy libre y dispuesto —dijo—. Lo único que pasa es que ha muerto un amigo mío.

Vio que ella asentía, pero sólo por simpatía; estaba seguro de que aquello no le recordaba nada.

—Lo de Ko está poniéndose muy sucio —dijo Jerry—. No va a resultar bien. Estás mezclada con gente muy desagradable, incluido Ko. Fríamente considerado, es un enemigo público número uno. Pensé que quizá te gustase salir de todo esto. Por eso volví. Mi número de Galahad. Es que no sé qué está ocurriendo exactamente a tu alrededor. Mellon, todo eso. Quizá debiéramos examinarlo juntos y ver de qué se trata.

Y tras esta explicación, nada coherente, sonó el teléfono. Tenía uno de esos graznidos estrangulados destinados a no irritar los nervios.

El teléfono quedaba al otro lado de la habitación en una especie de carrito dorado. A cada sorda nota, pestañeaba en él una lucecita y las estanterías de cristal ondulado captaban el reflejo. Ella miró el teléfono, luego a Jerry y se pintó en su cara de inmediato una expresión viva de esperanza. Jerry se levantó con presteza y le acercó el carrito, cuyas ruedas temblequeaban sobre la gruesa alfombra. El cable fue desenroscándose tras él mientras caminaba, hasta ser como el garrapateo de un niño a lo largo de la habitación. Ella descolgó rápidamente y dijo «Worth», con ese tono un poco áspero que adoptan las mujeres cuando viven solas. Él pensó en decirle que la línea estaba controlada pero no sabía contra qué estaba previniéndola: ya no tenía posición, no estaba de éste ni de aquel lado. No sabía qué significaba cada lado, pero de pronto su cabeza volvió a llenarse de Luke y el cazador que había en él despertó del todo. Ella tenía el teléfono pegado al oído, pero no había vuelto a hablar. Dijo «sí» una vez, como si estuviera recibiendo instrucciones, dijo «no» otra vez, con firmeza. Su cara resultaba inexpresiva y a Jerry su voz no le decía nada. Pero éste percibía obediencia, y percibía ocultamiento y, al percibirlo, se encendió en él por completo la cólera y nada más le importó.

—No —dijo ella al teléfono—. Me fui de la fiesta pronto.

Jerry se arrodilló a su lado, intentando escuchar, pero ella mantuvo el teléfono bien pegado a la oreja.

¿Por qué no le preguntaba dónde estaba? ¿Por qué no le preguntaba cuándo le vería? ¿Si estaba bien? Por qué no había telefoneado. Por qué miraba así a Jerry, sin mostrar alivio alguno.

Jerry la cogió por la mejilla y la obligó a volver la cabeza y le susurró al otro oído.

—¡Dile que
debes
verle! Irás a verle tú,
adonde sea.

—Sí —dijo ella, de nuevo al teléfono—. Está bien. Sí.

—¡Díselo! ¡Dile que debes verle!

—Debo verte —dijo ella al fin—. Iré yo misma adonde estés.

Aún tenía el receptor en la mano. Se encogió de hombros, pidiendo instrucciones y aún tenía los ojos vueltos hacia Jerry… no como su Sir Galahad, sólo como una parte más del mundo hostil que la rodeaba.


¡Te quiero! —
cuchicheó él—. ¡Di lo que suelas decirle!

—Te quiero —dijo ella brevemente, con los ojos cerrados, y colgó, antes de que él pudiera impedírselo.

—Viene hacia aquí —dijo—. Maldito seas.

Jerry estaba aún arrodillado a su lado. Ella se levantó para librarse de él.

—¿Lo sabe? —preguntó Jerry.

—¿Si sabe qué?

—Que estoy aquí.

—Puede —dijo ella, y encendió un cigarrillo.

—¿Y dónde está ahora?

—No lo sé.

—¿Cuándo llegará aquí?

—Dijo que pronto.

—¿Está solo?

—No lo dijo.

—¿Lleva un arma?

Ella estaba al otro lado de la habitación. Sus tensos ojos grises aún le miraban furiosos y asustados. Pero a Jerry no le afectaba ya su estado de ánimo. La febril urgencia de acción había desbordado los demás sentimientos.

—Drake Ko. El amable individuo que te instaló aquí. ¿Lleva un arma? ¿Disparará sobre mí? ¿Está Tiu con él? Sólo son preguntas, nada más.

—En la cama no la lleva, la verdad.

—¿A dónde vas tú?

—Me parece que los dos preferiréis que os deje solos.

Llevándola de nuevo al sofá, la obligó a sentarse frente a las puertas dobles, al fondo de la habitación. Las puertas eran de cristal esmerilado y tras ellas estaba el vestíbulo y la puerta de entrada. Jerry las abrió, para ver sin obstáculos a cualquiera que entrara.

—¿Tenéis normas sobre la gente que puede venir aquí? —ella no atendió a su pregunta— Hay una mirilla, ¿te obliga él a comprobar cuando llaman, antes de abrir?

—Él llama desde abajo por el teléfono interior. Luego utiliza su propia llave.

La puerta de entrada era de madera dura laminada, no demasiado sólida, pero sí lo suficiente. Según la tradición de Sarratt, si quieres coger por sorpresa a un intruso solitario, no te pongas detrás de la puerta porque no podrás volver a salir. Jerry se sintió inclinado por una vez a aceptarlo. Sin embargo, mantenerse en el lado abierto era ser un blanco fácil para todo aquel que llegara con intenciones agresivas, y Jerry no estaba seguro, ni mucho menos, de que Ko no sospechase que él estaba allí, ni lo estaba tampoco de que fuera a llegar solo. Consideró la posibilidad de esconderse detrás del sofá, pero no quería que la chica quedara en la línea de fuego si había tiroteo. No podía admitir tal cosa. La copa de brandy de él estaba junto a la de ella en la mesa, así que la retiró silenciosamente, colocándola detrás de un jarrón de orquídeas de plástico. Vació el cenicero y colocó un ejemplar abierto de Vogue en la mesa, delante de Lizzie.

—¿Pones música cuando estás sola?

—A veces.

Jerry eligió a Ellington.

—¿Demasiado alto?

—Más alto —dijo ella.

Receloso, Jerry bajó el sonido, mirándola. Al hacerlo, sonó dos veces en el vestíbulo el teléfono interior.

—Ten cuidado —le advirtió, y, revólver en mano, se encaminó hacia el lado de la puerta de entrada que se abría, en posición de tiro, a un metro del arco, lo bastante cerca para saltar hacia adelante, lo suficientemente lejos para disparar y tirarse, que era lo que tenía pensado al colocarse medio acuclillado allí. Sostenía el revólver en la izquierda y nada en la derecha, porque a aquella distancia no podía errar con ninguna mano, mientras que si quería golpear prefería tener libre la derecha. Recordaba cómo llevaba las manos Tiu y se dijo que no podía dejar que se le acercara. Hiciese lo que hiciese, tenía que hacerlo a distancia. Una patada en la entrepierna y luego fuera. Mantenerse lejos de aquellas manos.

—Tú di «adelante» —le dijo.

—Adelante —repitió Lizzie por teléfono. Colgó y quitó el cierre de la puerta.

—Cuando entre, sonríe para la cámara. No grites.

—Vete al infierno.

Del hueco del ascensor llegó hasta su oído sensibilizado el rumor de un ascensor subiendo y el monótono «ping» del timbre.

Oyó pasos acercándose a la puerta, sólo de una persona, firmes, y recordó el paso cómico y un poco simiesco de Drake Ko en Happy Valley, cómo se le marcaban las rodillas en los pantalones de franela. Una llave se deslizó en la cerradura, giró, y el resto siguió sin visible premeditación. Por entonces, Jerry había saltado con todo su peso, aplastando contra la pared el cuerpo indefenso. Cayó un cuadro de Venecia. El cristal se rompió, Jerry cerró la puerta de golpe, todo ello en el mismo instante en que encontraba una garganta y hundía el cañón de la pistola en la carne. Luego, la puerta se abrió por segunda vez desde fuera, muy deprisa, Jerry perdió el resuello, sus pies volaron hacia arriba, un dolor inmovilizante brotó de sus riñones, se expandió y le lanzó sobre la gruesa alfombra; un segundo golpe le alcanzó en la entrepierna y le hizo jadear y alzar las rodillas hasta el mentón. Sus ojos extraviados vieron ante sí de pie al pequeño y furioso Fawn, la niñera, disponiéndose a asestar un tercer golpe, y vieron la rígida sonrisa de Sam Collins que atisbaba tranquilo por encima del hombro de Fawn evaluando los daños. Y quieto en el umbral, con expresión muy preocupada, mientras se ajustaba el cuello de la camisa tras aquel asalto inesperado de Jerry, el señor George Smiley, el que en tiempos había sido su guía y mentor, contenía jadeante y muy aturdido a sus ayudantes.

Jerry podía sentarse, pero sólo si permanecía inclinado hacia adelante. Tenía las manos inmóviles delante, los codos sobre los muslos, le dolía todo el cuerpo; era como un veneno que se extendiese desde una fuente central. La chica le miraba desde la puerta del vestíbulo. Fawn estaba al acecho, deseoso de tener otra excusa para atizarle. Al otro extremo de la estancia, estaba Sam Collins, sentado en un sillón de orejas, con las piernas cruzadas. Smiley le había servido a Jerry un brandy solo y estaba inclinado sobre él, poniéndole la copa en la mano.

—¿Qué estás haciendo aquí, Jerry? —dijo Smiley—. No entiendo.

—Cortejando —dijo Jerry, y cerró los ojos, mientras le asolaba una nueva oleada de lúgubre dolor—. Le cogí un afecto imprevisto aquí a nuestra anfitriona. Lo siento.

—Hiciste algo muy peligroso, Jerry —objetó Smiley—. Pudiste haber estropeado toda la operación. Supón que yo hubiese sido Ko. Las consecuencias habrían sido desastrosas.

—Te aseguro que lo habrían sido, sí —dijo, y tomó otro trago—. Luke ha muerto. Está tirado en mi piso con la cabeza rota.

—¿Quién es Luke? —preguntó Smiley, olvidando que se habían visto en casa de Craw.

—Nadie. Sólo un amigo —bebió de nuevo—. Un periodista norteamericano. Un borracho. Nadie ha perdido nada.

Smiley miró a Sam Collins, pero Sam se encogió de hombros.

—Nadie que conozcamos
nosotros —
dijo.

—Llámales de todos modos —dijo Smiley.

Sam cogió el teléfono móvil y salió con él de la habitación, porque conocía la distribución del piso.

—¿Le habéis apretado las clavijas,, eh? —dijo Jerry, indicando con un gesto a Lizzie—. Creo que no queda nada en el libro que no le hayáis hecho.

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