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Authors: John Le Carré

El honorable colegial (82 page)

BOOK: El honorable colegial
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—¿Qué hacemos ahora? —preguntó ella suavemente, mirando por la portilla.

—Sonreír y rezar —dijo Jerry.

—Yo sonreiré y tú rezarás —dijo ella.

La lancha del práctico del puerto se acercó a ellos y, por un momento, Jerry esperó ver el rostro odioso del Rocker contemplándole, pero la tripulación les ignoró por completo.

—¿Quiénes son? —cuchicheó ella—. ¿Qué se proponen?

—Es pura rutina —dijo Jerry—. No tiene importancia.

La lancha se alejó. Ya está, pensó Jerry, sin preocuparse demasiado, nos han localizado.

—¿Estás seguro de que era pura rutina? —preguntó ella.

—Al festival van cientos de embarcaciones —dijo él.

La embarcación corcoveó violentamente, y siguió corcoveando. Es muy marinera, pensó él, apoyándose en Lizzie. Una buena quilla. Si esto sigue, no tendremos que decidir nada. Decidirá el mar por nosotros. Era uno de esos viajes que si los hacías con éxito nadie se daba cuenta, y si no lo lograbas, decían que habías muerto estúpidamente. El viento del este podía girar sobre sí mismo en cualquier momento, pensó. Nada era seguro en aquella estación, entre monzones occidentales. Iba muy pendiente del errático galopar del motor. Si falla, acabaremos contra las rocas.

De pronto, sus pesadillas se multiplicaron irracionalmente.
El butano,
pensó.
¡El butano, Dios santo!
Mientras los marineros preparaban la embarcación, él había visto dos cilindros colocados en la bodega delantera, junto a los depósitos de agua, probablemente para hervir las langostas de Luigi. Y había sido tan tonto que no había pensado en ello hasta ahora. Se lo imaginó todo en seguida. El butano es más pesado que el aire. Esas bombonas pierden todas. Es sólo cuestión de grados. Con este mar, perderán más de prisa, y el gas que ha escapado debe estar ahora acumulado en la sentina a medio metro de la chispa del motor, con una buena mezcla de oxígeno para facilitar la combustión. Lizzie se había separado de él y estaba de pie a popa. El mar se llenó de repente. Como de la nada, brotó una flota de juncos pesqueros y todos les miraban ávidamente. Jerry la cogió del brazo y la volvió a poner a cubierto.

—¿Dónde te crees que estamos? —gritó—. ¿En Cowes?

Ella le miró un momento y luego le besó suavemente, luego le volvió a besar.

—Cálmate —le advirtió.

Luego, le besó por tercera vez y murmuró «sí», como si sus deseos se hubiesen cumplido, luego se quedó un rato sentada en silencio, mirando a cubierta, pero sujetándole la mano.

Jerry calculó que iban a cinco nudos contra el viento. Pasó sobre ellos un avión pequeño. Manteniendo a Lizzie a cubierto, miró con viveza, pero ya era demasiado tarde para identificar las letras.

«Y buenos días a
vosotros»,
pensó.

Rodeaban el último promontorio, crujiendo y arrastrándose entre la espuma. En una ocasión, las hélices salieron del agua con un rugido. Cuando volvieron a tocarla, el motor falló, resolló, y decidió luego seguir vivo. Jerry tocó a Lizzie en el codo y señaló delante, donde aparecía la isla pelada de Po Toi recortándose contra el cielo salpicado de nubes: dos picos, brotando del agua, el mayor hacia el sur y una depresión en medio. El mar se había vuelto de un azul acero y el viento lo ondulaba, cortante, ahogándoles el aliento y rodándoles de duchas de agua que eran como granito. En la portilla de proa se alzaba la isla de Beaufort: un faro, un muelle y ningún habitante. El viento cesó como si nunca hubiese soplado. Ni una brisa les saludó cuando entraron en el agua lisa ya de la entrada de la isla. El sol caía directo y áspero. Ante ellos, a kilómetro y medio quizás, yacía la boca de la bahía principal de Po Toi, y tras ella, los pardos y achatados espectros de las islas de China. Pronto pudieron distinguir toda una desordenada flota de juncos y cruceros apiñados en la bahía, mientras el primer estruendo de tambores y címbalos y cánticos desacompasados llegó flotando hacia ellos por encima del agua. En el cerro de atrás se extendía la aldea de casuchas, con sus techos metálicos centelleantes, y en su pequeño promontorio se alzaba un sólido edificio, el templo de Tin Hau, con un andamiaje de bambú alrededor formando una rudimentaria tribuna y una gran multitud con una capa de humo encima y brochazos de oro en medio.

—¿En qué lado era? —preguntó Jerry.

—No sé. Subimos hasta una casa y luego caminamos desde allí.

Siempre que hablaba con ella la miraba, pero ahora ella evitó su mirada. Tocó al timonel en el hombro y le indicó el curso que quería que siguiese. El muchacho empezó a protestar. Jerry se plantó delante de él y le enseñó un fajo de billetes, casi todo lo que le quedaba. Con torpe gracia, el muchacho cruzó la boca del puerto, zigzagueando entre las otras embarcaciones hacia un pequeño promontorio de granito donde un muelle destartalado ofrecía un arriesgado desembarco. El estruendo del festival era mucho más escandaloso ahora. Les llegaba el olor del carbón y del cochinillo asado, y oían concertadas explosiones de risas, pero de momento no podían ver a la gente ni eran vistos por ella.

—¡Aquí! —gritó—. Desembarca ahí. ¡Venga!
¡Ya!

El muelle se balanceó beodamente cuando entraron en él. Apenas pisaron tierra, la embarcación se alejó. Nadie dijo adiós. Fueron subiendo, cogidos de la mano, y se encontraron con un juego que presenciaba una multitud grande y jubilosa. En el centro, había un viejo con aire de payaso que llevaba una bolsa de monedas e iba tirándolas una a una, mientras muchachos descalzos corrían tras ellas empujándose en su avidez unos a otros casi hasta el borde del acantilado.

—Cogieron una embarcación —dijo Guillam—. Rockhurst ha hablado con el propietario. El propietario es muy amigo de Westerby y, sí, era Westerby y una chica muy guapa y querían ir a Po Toi, al festival.

—¿Y qué hizo Rockhurst? —preguntó Smiley.

—Dijo que en ese caso no era la pareja que él buscaba. Decepción. Desilusión. La policía del puerto ha comunicado también con retraso que les han visto camino del festival.

—¿Quieres que mandemos un avión de localización, George? —preguntó nervioso Martello—. Los servicios secretos de la Marina los tienen de todas clases allí mismo.

Murphy aportó una inteligente sugerencia.

—¿Por qué no vamos allí de una vez con helicópteros y sacamos a Nelson de ese junco? —exigió.

—Cállate, Murphy —dijo Martello.

—Van hacia la isla —dijo Smiley con firmeza—. Lo sabemos seguro. No creo que necesitemos que nos lo confirmen desde un avión.

Martello no se daba por satisfecho.

—¿Por qué no enviamos entonces a un par de individuos a esa isla, George? Quizás tengamos que interferir un poco por fin.

Fawn estaba allí al lado, quieto y silencioso. Hasta sus puños habían dejado de moverse.

—No —dijo Smiley.

La sonrisa de Sam Collins, que estaba al lado de Martello, se hizo un poco más sutil.

—¿Alguna razón? —preguntó Martello.

—Ko tiene posibilidad de cortar el asunto hasta el último minuto. Puede hacer señas a su hermano de que no desembarque —dijo Smiley—. Estoy seguro de que lo hará si ocurre lo más mínimo en la isla.

Martello lanzó un suspiro irritado y nervioso. Había dejado la pipa que fumaba a veces y se proveía cada vez más liberalmente de la reserva de cigarrillos negros de Sam, que parecía interminable.

—George, ¿qué
quiere
este hombre? —exigió exasperado—. ¿Es cuestión de dinero o es un sabotaje? No entiendo lo que pasa.

De pronto, le asaltó un pensamiento aterrador. Bajó la voz y señaló con todo el brazo extendido al otro lado de la habitación.

—¡Por favor, no me digas que tenemos que vérnoslas con uno de los nuevos! No me digas que es uno de aquellos conversos de la guerra fría que deciden de pronto limpiar su alma de pecados en público. Porque si es eso y vamos a leer la historia sincera de la vida de este tipo en el
Washington Post
la semana que viene, George, yo personalmente voy a meter a toda la Quinta Flota en esa isla si no hay otra forma de detenerle.

Se volvió a Murphy y añadió:

—Los imprevistos me corresponden a mí, ¿no?

—Exactamente.

—George, quiero que esté a punto un grupo de desembarco. Vosotros podéis subir a bordo o quedaros aquí. Lo que queráis.

Smiley miró fijamente a Martello. Luego, miró a Guillam, con su brazo inútil en cabestrillo. Luego a Fawn, que se había colocado como si fuese a tirarse de un trampolín, los ojos semicerrados y los talones juntos, y alzó los brazos lentamente, y los bajó hasta tocarse la punta de los pies.

—Fawn y Collins —dijo Smiley al fin.

—Vosotros dos, muchachos, bajad con ellos hasta el portaviones y entregádselos a la gente de allí. Tú vuelve, Murphy.

Una nube de humo indicaba el lugar donde había estado sentado Collins. Donde había estado Fawn, dos pelotas rodaron lentamente un trecho antes de detenerse.

—Dios nos ayude a todos —murmuró fervientemente alguien. Era Guillam, pero Smiley no le hizo caso.

El león tenía tres metros de longitud y la gente se reía mucho porque se les echaba encima y porque picadores espontáneos le azuzaban con palos mientras retozaba en paso de danza por el estrecho sendero abajo entre el repiqueteo de tambores y címbalos. Cuando llegó al promontorio, la procesión dio vuelta despacio y empezó a volver sobre sus pasos, y, en ese momento, Jerry metió a Lizzie rápidamente entre el gentío, agachándose un poco para pasar más desapercibido. El sendero estaba todo embarrado y lleno de charcos. Pronto la danza les fue llevando más allá del templo y por unas escaleras de cemento abajo hacia una playa donde estaban asando lechones.

—¿Por qué lado? —preguntó Jerry.

Ella le guió rápidamente hacia la izquierda, fuera del baile, siguiendo la parte de atrás de la aldea de chozas y cruzando luego un puente de madera sobre una cala. Subieron a continuación siguiendo una hilera de cipreses, Lizzie delante, hasta verse solos de nuevo, dominando la bahía que era una herradura perfecta y contemplando el
Almirante Nelson
de Ko, anclado en el mismo centro, como una gran dama entre los cientos de embarcaciones de recreo y juncos que lo rodeaban. No se veía a nadie en cubierta, ni siquiera a los miembros de la tripulación. Más lejos, hacia mar abierta ya, estaba anclado un grupo de embarcaciones grises de la policía, unas cinco o seis.

¿Y por qué no?, pensó Jerry. Aquello era un festival.

Ella le había soltado la mano y cuando Jerry se volvió, la vio mirando el barco de Ko y advirtió la sombra de la confusión en su rostro.

—¿Fue por aquí de verdad por donde te trajo? —le preguntó.

Aquél era el camino, dijo ella, y se volvió a mirarle, para confirmar o sopesar las cosas que pensaba. Luego, con el dedo índice le acarició muy seria en los labios, en el centro de ellos, donde le había besado.

—Dios mío —dijo, y con la misma seriedad, movió la cabeza.

Empezaron a subir de nuevo. Jerry miró hacia arriba y vio engañosamente próximo el pardo pico de la isla, y en la ladera grupos de bancales de arroz abandonados. Entraron en una pequeña aldea sólo poblada de hoscos perros, y perdieron de vista la bahía. La escuela estaba abierta y vacía. Desde la puerta vieron láminas de aviones en pleno combate. En los escalones había cántaros. Ahuecando las manos, Lizzie se enjuagó la cara. Las cabañas estaban sujetas con alambre y ladrillo para anclarlas contra los tifones. El camino se hizo de arena y la subida más empinada.

—¿Seguimos yendo bien? —preguntó Jerry.

—Hay que
subir
—dijo ella, como si estuviese ya harta de decírselo—. Hay que seguir subiendo y nada más, y luego la casa y ya está. Qué demonios, ¿te crees que soy tonta?

—Yo no digo nada —dijo Jerry.

Le echó un brazo por el hombro y ella se apretó contra él, entregándose exactamente como lo había hecho en la pista de baile.

Oyeron una algarabía de música que llegaba del templo, donde probaban los altavoces, y tras ella el plañido de una lenta melodía. La bahía volvió a aparecer debajo de ellos. Había una multitud a la orilla del mar. Jerry vio humaredas y, en el calor sin viento de aquella parte de la isla, les llegaron los olores de los pebeteros. El agua era azul y clara y quieta. Alrededor, brillaban luces blancas en postes. La embarcación de Ko no se había movido ni tampoco las de la policía.

—¿Lo ves? —preguntó Jerry.

Ella miraba a la gente. Negó con un gesto.

—Probablemente se haya echado a dormir un poco después de comer —dijo tranquilamente.

El sol caía implacable. Cuando llegaron a la sombra de la ladera fue como un súbito oscurecer, y cuando llegaron a la claridad les picaba en la cara como el calor de un fuego próximo. El aire estaba lleno de libélulas, la ladera salpicada de grandes morrillos, pero, donde crecían, los matorrales se enredaban y extendían por todas partes, y brotaban frondosos jazmines, rojos y blancos y amarillos. Por todas partes había latas tiradas por excursionistas.

—¿Y ésa es la casa a la que te referías?

—Ya te lo dije —contestó ella.

Estaba en ruinas: una destartalada villa enyesada en un color pardo con las paredes medio derrumbadas y una vista panorámica. Había sido construida con cierta pretenciosidad sobre un arroyo seco y se llegaba a ella por un puentecillo de cemento. El barro hedía y zumbaban en él los insectos. Entre palmas y helechos, los restos de un mirador proporcionaban una amplia vista del mar y de la bahía. Cuando cruzaban el puentecillo, Jerry cogió a Lizzie del brazo.

—Vamos a repetirlo desde aquí —dijo—. Sin interrogatorios. Sólo contarlo.

—Subimos andando hasta aquí, como dije. Yo, Drake y el maldito Tiu. Los criados traían un cesto y la bebida. Yo dije «¿Adónde vamos?» y él dijo «De excursión». Tiu no quería que yo fuese, pero Drake dijo que podía ir. «A ti no te gusta nada andar —dije—. ¡No te he visto nunca cruzar siquiera una
calle
!
»
«Hoy andaremos», dijo él, montándose su número de capitán de la industria. Así que les seguí y no abrí la boca.

Una espesa nube oscurecía ya la cima sobre ellos y rodaba lentamente ladera abajo. El sol había desaparecido. En unos instantes, se vieron solos en el fin del mundo, incapaces de distinguir siquiera lo que había a sus pies. Llegaron a tientas hasta la casa y entraron. Ella se sentó separada de él, en una viga rota. Había frases chinas escritas con pintura roja en las columnas de la puerta. El suelo estaba lleno de desechos de los excursionistas y rollos largos de papel aislante.

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