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Authors: John Le Carré

El honorable colegial (50 page)

BOOK: El honorable colegial
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Di Salis se interrumpe, y una liberación súbita de tensión le obliga a alzar un brazo y tirarse del pelo de la nuca.

—El almibarado retrato habitual, Jefe, de un héroe estudiantil que ve la luz antes que sus contemporáneos —canturrea.

—¿Y de Leningrado qué? —pregunta Smiley desde su mesa mientras toma esporádicas notas.

—De mil novecientos cincuenta y tres a mil novecientos cincuenta y seis.

—¿De acuerdo, Connie?

Connie está de nuevo en la silla de ruedas. Echa la culpa conjuntamente al gélido mes y al sapo de Karla.

—Tenemos un hermano Bretlev, querido. Bretlev, Ivan Ivanovitch, académico. Facultad naval de Leningrado, veterano de China, reclutado en Shanghai por los sabuesos de Centro en China. Activista revolucionario, cazador de talentos entrenado por Karla para rastrear entre los estudiantes extranjeros buscando posibles amigos y amigas.

Para los excavadores del lado chino (los peligros amarillos) esta información es nueva y emocionante, y produce un nervioso rumor de sillas y papeles, hasta que, a una seña de Smiley, di Salis se deja la cabeza y sigue hablando.

—En mil novecientos cincuenta y siete volvió a Shanghai, donde le pusieron al frente de unos talleres ferroviarios…

De nuevo Smiley:

—Pero las fechas de Leningrado eran del cincuenta y tres al cincuenta y seis, ¿no?

—Exactamente —dice di Salis.

—Entonces parece haber un año en blanco.

No hay rumor de papeles ahora, ni de sillas tampoco.

—La explicación oficial es una gira por los astilleros soviéticos —dice di Salis, con una presuntuosa sonrisilla a Connie y una misteriosa y maliciosa contorsión del cuello.

—Gracias —dice Smiley, y toma otra nota—. Cincuenta y siete —repite—. ¿Fue antes o después de que se iniciase el conflicto chino—soviético, Doctor?

—Antes. La escisión empezó a manifestarse claramente en el cincuenta y nueve.

Smiley pregunta aquí si se menciona en algún sitio al hermano de Nelson: ¿O es Drake tan repudiado en la China de Nelson como Nelson en la de Drake?

—En una de las primeras biografías oficiales se alude a Drake, pero no por el nombre. En las posteriores, se habla de un hermano que murió cuando el triunfo comunista del cuarenta y nueve.

Smiley hace entonces un insólito chiste, al que sigue una risa densa de alivio.

—Este caso está lleno de gente que finge estar muerta —se lamenta—. Será un alivio para mí si encontramos un cadáver de verdad en algún sitio.

Unas horas más tarde, se recordaría esta broma con un escalofrío.

—Tenemos también noticia de que Nelson fue un estudiante modelo en Leningrado —continúa di Salis—. Al menos, en opinión de los rusos. Le devolvieron a China con las mejores referencias.

Connie se permite otra intervención desde su silla de ruedas. Ha traído consigo a
Trod,
su escuálido chucho castaño. Yace grotescamente sobre el inmenso regazo de Connie, apestando, y lanzando de vez en cuando un gruñido, pero ni siquiera Guillam, que odia a los perros, se atreve a echarle.

—Claro, querido, ¿cómo no iban a hacerlo? —exclama Connie—. Los rusos tenían que poner a Nelson por las nubes, pues claro, ¡sobre todo si le había metido en la Universidad el hermano Bretlev Ivan Ivanovitch, y los amiguitos de Karla le habían llevado en secreto a la escuela de adiestramiento y todo! ¡A un topito inteligente como Nelson había que proporcionarle una posición decente en la vida para cuando llegase a China! Pero luego no le sirvió de mucho, ¿verdad Doctor? ¡No le sirvió de gran cosa cuando la Abominable Revolución Cultural le agarró por el cuello! La generosa admiración de los sicarios del imperialismo soviético no era ni mucho menos lo que se llevaba
entonces
en la gorra, ¿verdad?

Sobre la caída de Nelson, proclama el Doctor, hablando más alto en respuesta al estallido de Connie, se tienen pocos datos.

—Hemos de suponer que fue violenta y, como ha señalado Connie, los que gozaban de mayor prestigio entre los rusos fueron los que llevaron la peor parte.

Echa luego un vistazo a la hoja de papel que sostiene torpemente ante su cara congestionada.

—No enumeraré todos sus cargos en la época en que cayó en desgracia, porque en realidad los perdió todos, jefe. Pero es indudable que tuvo la dirección práctica de casi todas las instalaciones astilleras de Kiangnan y, en consecuencia, la de gran parte del tonelaje naval de China.

—Comprendo —dice quedamente Smiley. Mientras toma notas, frunce los labios como en un gesto desaprobatorio, y enarca mucho las cejas.

—El puesto que ocupaba en Kiangnan le proporcionó también una serié de cargos en los comités de planificación naval y en el campo de las comunicaciones y de la política estratégica. En el sesenta y tres, su nombre empieza a aparecer constantemente en los informes de los especialistas de los primos en Pekín.

—Bien hecho, Karla —dice Guillam quedamente, desde su sitio junto a Smiley y éste, que sigue escribiendo, se hace eco del tal sentimiento con un «Sí».

—¡El único, querido Peter! —grita Connie, súbitamente incapaz de contenerse—. ¡El único de todos aquellos sapos que le vio venir! Una voz en el desierto, ¿verdad, Trod? «Ojo con el peligro amarillo —les dijo—. Un día, se volverán contra nosotros, morderán la mano que les alimenta, no os quepa duda. Y cuando eso suceda, habrá ochocientos millones de nuevos enemigos golpeando en la puerta de atrás. Y todos vuestros cañones estarán apuntando en la otra dirección. No olvidéis mis palabras.» Se lo dijo, sí —repite Connie, tirándole de la oreja al chucho, emocionada—. Lo escribió todo en un documento: «Amenaza de desviacionismo en el nuevo colega socialista.» Circuló entre todos los animalitos del Cuerpo Colegiado de Moscú Centro. Lo estructuró palabra por palabra en su despierta inteligencia mientras estaba haciendo una localización en Siberia para el tío Joe Stalin, bendito sea. «Espía a tus amigos hoy porque sin duda serán tus enemigos mañana», les dijo. El aforismo más viejo del oficio, el favorito de Karla. Cuando le dieron otra vez su puesto, prácticamente lo colgó en la puerta en Plaza Dzerzhinsky. Nadie le hizo caso. Nadie. Cayó en terreno estéril, queridos míos. Cinco años después, se vio que tenía razón, y los del Cuerpo Colegiado no se lo agradecieron no, os lo aseguro… ¡Había tenido razón demasiadas veces para que les gustase, los muy bobos, verdad, Trod! ¡

sabes, verdad, querido,

sabes lo que quiere decir esta vieja tonta!

Y, acto seguido, levanta al perro unos centímetros en el aire cogido por las patas delanteras y lo deja caer otra vez en el regazo.

Connie no puede soportar que el buen doctor acapare los focos. Aunque en el fondo esté de acuerdo. Connie ve perfectamente la racionalidad del hecho, pero la mujer que hay en ella no puede soportar la realidad.

—Bueno, veamos, fue purgado, ¿no, doctor? —dice Smiley quedamente, restaurando la calma—. Volvamos al sesenta y siete, ¿de acuerdo?

Y vuelve a colocar la mano en la mejilla.

El retrato de Karla les mira indiferente desde la sombra, mientras di Salís toma de nuevo la palabra.

—Bueno, la triste historia de siempre, como es de suponer, jefe, —canturrea—. La caperuza de burro, sin duda. Escupitajos en la calle. Puntapiés y golpes a su esposa y sus hijos. Campos de adoctrinamiento, educación por el trabajo «a una escala proporcional al delito». Se le insta a reconsiderar las virtudes campesinas. Según un informe, se le envía a una comuna rural para probarle. Y cuando vuelve a Shanghai, le obligan a empezar de nuevo desde abajo. A colocar traviesas en una vía férrea, o algo parecido. En cuanto a los rosos… si nos referimos a ellos —se apresura a decir antes de que Connie pueda interrumpirle otra vez—, era un fracasado. Ya no tenía acceso ni influencia ni amigos.

—¿Cuánto tiempo tardó en volver a subir? —pregunta Smiley, con una bajada de párpados característica.

—Hace unos tres años, empezó de nuevo a ser útil. En realidad tiene lo que más necesita Pekín: inteligencia, conocimientos técnicos, experiencia. Pero su rehabilitación oficial no se produjo realmente hasta principios del setenta y tres.

Mientras di Salis continúa describiendo las etapas de la rehabilitación ritual de Nelson, Smiley le pasa una carpeta y alude a ciertos datos distintos que, por razones aún no explicadas, le parecen de pronto sumamente importantes.

—Los pagos a Drake se inician a mediados del setenta y dos —murmura—. Crecen notablemente a mediados del setenta y tres.

—Con la posible— entrada de Nelson, querido —murmura tras él Connie, como un apuntador en el teatro. Cuanto más sabe, más cuenta y cuanto más cuenta más recibe. Karla sólo paga por cosas buenas, y aun así le cuesta mucho pagar bien.

En el setenta y tres, dice di Salis, tras hacer todas las confesiones correspondientes, Nelson queda incluido en el comité revolucionario municipal de Shanghai y se le nombra responsable de una unidad naval del Ejército de Liberación del Pueblo. Seis meses después…

—¿Fecha? —interrumpe Smiley.

—Julio del setenta y tres.

—¿Cuándo fue rehabilitado oficialmente Nelson, entonces?

—El proceso se inició en enero del setenta y tres.

—Gracias.

Seis meses después, continúa di Salis, se comprueba que Nelson actúa, con una función no especificada, en el Comité Central del Partido Comunista Chino.

—Puro humo —dice en voz baja Guillam, y Molly Meakin le aprieta la mano, disimuladamente.

—Y en un informe de los primos —dice di Salis—, sin fecha, como siempre, pero bien respaldado, Nelson aparece como asesor informal del Comité de Municiones y Pertrechos del Ministerio de Defensa.

En vez de orquestar esta revelación con su serie de muecas y gestos habituales, di Salis consigue permanecer inmóvil como una piedra, espectacularmente.

—En términos de
elección,
jefe —continúa tranquilamente—, desde un punto de vista
operativo,
nosotros, desde el sector chino de la casa, consideraríamos ésta una posición clave en el conjunto de la administración china. Si pudiésemos elegir un puesto para un agente dentro de la China continental, el de Nelson quizás fuese el mejor.

—¿Razones? —inquiere Smiley, aún alternando entre las notas y la carpeta abierta que tiene delante.

—La Marina china está aún en la edad de piedra. Nosotros tenemos un interés oficial en los secretos técnicos chinos, naturalmente, pero en realidad lo más importante para nosotros, como sin duda para Moscú, son los datos estratégicos y políticos. Aparte de esto, Nelson podría suministrarnos información sobre la capacidad global de los astilleros chinos. Y, por otra parte, podría informarnos del potencial chino en cuanto a submarinos se refiere, que es un tema que lleva años aterrando a los primos. Y añadiría que también a nosotros, un poco.

—¡Pues imaginad lo que sentirá Moscú! —murmura inopinadamente un viejo excavador.

—Teóricamente, los chinos están creando una versión propia del submarino ruso tipo G—2 —explica di Salis—. Nadie sabe gran cosa al respecto. ¿Tienen un modelo propio? ¿Con cuatro cámaras o con dos? ¿Van armados con proyectiles mar—aire o mar—mar? ¿Qué asignación financiera tienen para esto? Se habla de un modelo tipo Han. Nos dijeron que habían proyectado uno en el setenta y uno. Nunca hemos tenido confirmación. Se dice que en Dairen, en el sesenta y cuatro, construyeron un modelo tipo G armado con proyectiles balísticos, pero aún no ha habido confirmación oficial. Y así sucesivamente —dice di Salis despectivamente, pues, como la mayoría de los del Circus, siente una profunda antipatía por las cuestiones militares y preferiría objetivos más artísticos—. Los primos pagarían una fortuna por datos rápidos y seguros sobre estos temas. En un par de años, Langley podría gastar en eso cientos de millones en investigación, vuelos de espionaje, satélites, instrumentos de escucha y sabe Dios qué… y aun así no obtener una respuesta que fuese ni la mitad de buena que una foto. Así que si Nelson…

El doctor deja la frase en el aire, lo cual resulta muchísimo más eficaz que concluirla.

—Bien
hecho,
doctor —murmura Connie, pero aun así, durante un rato, nadie habla.

El que Smiley siga tomando notas, y sus constantes consultas a la carpeta, les frena a todos.

—Tan bueno como Haydon —murmura Guillam—. Mejor. China es la última frontera. El hueso más duro de roer.

Smiley, una vez terminados, al parecer, sus cálculos, se retrepa en su asiento.

—Ricardo hizo su viaje unos meses después de la rehabilitación oficial de Nelson —dice.

Nadie se considera en condiciones de poner esto en duda.

—Tiu va a Shanghai y seis semanas después, Ricardo…

En el lejano fondo, Guillam oye ladrar el teléfono de los primos conectado a su despacho, y, según declararía más tarde con la mayor firmeza (quién sabe si fue verdad o fue percepción retrospectiva), la desagradable imagen de Sam Collins brotó conjurada entonces de su recuerdo subconsciente, como el genio de una lámpara, y una vez más se preguntó cómo habría cometido la imprudencia de dejar que Sam Collins le entregara a Martello aquella carta decisiva.

—Nelson tiene otra alternativa, jefe —continúa di Salís, en el momento en que todos suponían que había terminado ya—. No hay ninguna prueba, pero, dadas las circunstancias, creo que debo mencionarlo. Es un informe intercambiado con los alemanes occidentales, con fecha de hace pocas semanas. Según sus fuentes, Nelson es desde hace poco miembro de lo que, por falta de información, hemos denominado El Club de Té de Pekín, un organismo embrionario que pensamos que ha sido creado para coordinar las tareas de los Servicios Secretos chinos. Se incorporó a él en principio como asesor de vigilancia electrónica, y ha pasado luego a ser miembro de pleno derecho. Funciona, por lo que hemos podido deducir, como nuestro Grupo de Dirección, más o menos. Pero he de subrayar que se trata de un tiro a ciegas. No sabemos absolutamente nada de los servicios chinos, y los primos tampoco.

Falto de palabras por una vez Smiley mira fijamente a di Salís, abre la boca, la cierra, luego se quita las gafas y las limpia.

—¿Y el
motivo
de Nelson? —pregunta, sin advertir aún el terco ladrar del teléfono de los primos—. Un tiro a ciegas, doctor, ¿qué opina de eso?

Di Salis encoge teatralmente los hombros, y su pelo seboso corcovea como un estropajo.

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