La mala suerte lleva a un funcionario de prisiones novato a presentarse en la cárcel de Sevilla el mismo día en que se produce un motín de presos. Enredado en un destino tan caprichoso como trágico, que lo obliga a utilizar al máximo los recursos de su inteligencia, este hombre va descubriendo que no es tímido, que no es débil, que quizá ni siquiera es un hombre bueno, como siempre había creído: es un superviviente nato al borde del abismo.
Francisco Pérez Gandul
Celda 211
ePUB v1.1
Miguelex15.09.12
Título original:
Celda 211
Francisco Pérez Gandul, febrero de 2004
Editor original: Miguelex (v1.0)
ePub base v2.0
A Rosario Gandul Secano,
cuyo espíritu sigue vivo en mí.
Mi agradecimiento al profesor Delfín Carbonell Basset, lingüista y lexicólogo, por su ayuda incondicional. A Manuel Borrero, compañero y amigo, y a Asunción Vigueras, que pusieron los puntos sobre las íes y su sentido común a mi servicio; a mi gente, por mis muchas horas de ausencia; a todos los que confiaron en mí.
Al querer la libertad descubrimos que ella
depende enteramente de la libertad de los demás.
Jean Paul Sartre
—Solo es una lipotimia. Quitadle la corbata y subidle las piernas. Si el primer día le pasa esto, qué no le ocurrirá cuando Malamadre le enseñe los colmillos.
¡Qué vergüenza!, qué pensará esta gente de mí. No se lo contaré a Elena, se preocuparía, y no es nada, solo los nervios, la maldita ansiedad que me atenaza siempre el primer día. Me pasaba en el colegio. Llegaba, veía a la seño Úrsula y vomitaba, allí mismo, encima del pupitre, y le manchaba la cartera nueva a Enrique, y ese olor a hiel que me acompañaba todo el día, como si tuviera la nariz embadurnada de bilis, viscosa y repugnante. Igual me pasa ahora, el mismo nudo en el estómago, la misma sensación de ahogo, la misma putrefacción en el ambiente. Si se me quitara este lacre de la garganta les diría que no es nada. Solo los nervios, la maldita ansiedad que me atenaza siempre el primer día. Sabía que me pasaría. Cuando le di el beso a Elena en la puerta de casa, le sonreí, pero ya tenía la maroma de la angustia serpenteando ahí abajo, buscándose las puntas con escorzos, hasta que se hizo nudo al llegar a la puerta de la prisión. «Es una buena oportunidad —me dijo padre—. Aquí ya sabes lo que te espera, miseria de sol a sol». Dos años preparando las oposiciones y, al final, la carta del Ministerio de Justicia: «... le ha sido adjudicada una plaza de funcionario de prisiones en el establecimiento penitenciario Sevilla 2, debiendo personarse ante el jefe de servicio el próximo día 20 de marzo, a las ocho horas». Ya deben de ser las nueve, pero no estamos a 20. «Me pasaré por allí el 19», le dije a Elena aquel día en que terminamos amándonos encima de la mesa de roble de la cocina. Ella removía la cazuela. Olía a col. La bata, entreabierta, me mostró sus muslos, y le dije: «Me estás poniendo cachondo». Ella miró por la ventana y se cercioró de que su madre seguía en el corral de la tomatera. «¿Solo por esto?», me miró guasona, se abrió la bata y pude ver allí su hendidura a través de las bragas transparentes, y le dije: «Ven para acá», y ella me abrazó la cintura con las piernas, y se cayeron de la mesa las lechugas y el aceite. «Como en
El cartero siempre llama dos veces»,
me recordó después. «Sí —le comenté—, me pasaré el día 19 por allí y así no me coge de sopetón el primer día de trabajo. Conoceré la prisión y a los nuevos compañeros». Hoy es 19 y deben de ser las nueve.
—¿Cómo estás?
—Mareado.
—¿Padeces alguna enfermedad?
—No, solo ha sido un mareo.
—Cuando te puedas poner en pie te llevamos a la enfermería, ¿vale?
—No hace falta, ya se me pasa.
Créanme si les digo que Juan Oliver era un buen hombre. Lo supe nada más estrecharle la mano aquella mañana de marzo. Calculé que tendría unos veinticinco años —«veintisiete recién cumplidos», me aseguró después—. Era alto, con el pelo negro y cortado al modo cuartelero, y las mandíbulas cuadradas y prominentes. Tenía la tez de quien ha trabajado duro en el campo, y sus manos refrendaban que no se había dedicado a tocar el piano bajo los chopos. No era yo quien debía recibirlo, pero se presentó un día antes de lo dispuesto, y el jefe, José Utrilla, celebraba su santo. Como segundo del escalafón, salí a atenderlo. Recuerdo perfectamente su timidez, su forma nerviosa de asentir a lo que le decía, y esa sonrisa media, franca pero media, que dibujaban sus labios cuando, tratando de romper el hielo, le conté un par de chistes de presos, de esos que, por antiguos y manidos, parecen colgar de los barrotes de las celdas como ripios en los azulejos de las tabernas. Se sintió azorado en el cuerpo de guardia. Germán Zafra, el más veterano de los funcionarios, le dijo que con aquella vestimenta —pantalón y camisa gris con dos bolsillos con solapas en el pecho— debía andarse con cuidado, no fueran a confundirlo con uno de los internos del módulo 5 y acabar en la «nevera». Recuerdo que en compañía de Germán, responsable ese día del módulo, y de Fermín Solano, otro funcionario, le propuse que recorriéramos las instalaciones de la prisión. No se me olvidará cómo estaba de tenso cuando caminábamos por las galerías. Se diría que aquellos largos pasillos, flanqueados por las celdas, le producían claustrofobia. Me alegré de que los internos disfrutaran en esos momentos de su hora de patio, porque aunque debía acostumbrarse, y cuanto antes mejor, resultaba duro para el recién llegado (lo sé bien, porque la memoria me sirve con desbordado realismo mi propia experiencia dieciséis años atrás en el penal del Dueso) cruzar las miradas con ellos. Y en aquel módulo las miradas eran duras, provocativas, permanentemente envalentonadas. Acababa de preguntar por el sistema electrónico con el que se cerraban las celdas cuando observé cómo el sudor se deslizaba por sus sienes rumbo a las mejillas y su rostro se ponía lívido. No dio tiempo a preguntarle si se encontraba bien. Cayó como si lo hubiese diseñado con una plomada y en un instante su cuerpo fue un montón de escombros sobre el piso.
—Llama al médico —dijo Germán.
—La enfermería está cerca, coño, lo llevamos y que lo vean —replicó Fermín.
—No, mejor lo metemos ahí, que se recupere, y después lo llevamos a la enfermería —ordené yo.
Maldita la hora en que no le hice caso a Fermín, maldita sea. Me lo ha recordado muchas veces. «Coño, te lo dije, pero Armando Nieto de los cojones siempre tiene que llevar la razón». No se lo hice, no. Lo trasladamos a la celda 211, que estaba vacía, y lo tendimos en el camastro.
—Solo es una lipotimia. Quitadle la corbata y subidle las piernas. Si el primer día le pasa esto, qué no le ocurrirá cuando Malamadre le enseñe los colmillos —dijo riéndose Germán.
Y entonces fue cuando comenzó todo.
¿Quién será Malamadre? Ya parece que comienzo a ver. Se va el mareo como los cúmulos allá en la vaguada, lentos y parsimoniosos, jugando con los terrones como si recreasen con ellos un tablero de ajedrez. El que me da palmadas en la cara es Germán. Pero ¿quién será Malamadre? Al que llamen así no puede haber salido buen hijo. «Una madre mala es el ser más miserable que hay; ni el animal más asqueroso de la Creación no quiere a su cría», solía decir la mía. La echo de menos. Ni siquiera Elena ha llenado ese hueco. Añoro su ternura, esa capacidad que tenía para ver sin necesidad de abrir los ojos, y su fortaleza. De estar aquí ya me habría dicho que he salido a mi padre, que cuando me duele algo parece que a nadie le ha dolido nunca tanto, que me deje de tonterías de angustias y que afronte la vida como hay que hacerlo, mirándola cara a cara, sin perderle nunca de vista los ojos verdes de la esperanza ni los negros de las desgracias, sin chulearla pero sin convertirme jamás en rehén del destino. «Puede ser que todo esté escrito, hijo, pero nadie nos puede obligar a que lo escribamos nosotros mismos», y miraba a papá con aquellos ojos que rezumaban miel y que cuando se cargaban de razón fraguaban en ámbar. A Malamadre, seguro, no le habló nunca así la suya. Creo que ya me voy a poder levantar.
—¿Cómo estás?
Mareado, le he dicho. Parece buen tipo este Armando. Creo que me llevaré bien con él. Es sencillo y se le transparenta la nobleza en el rostro. Esperaba encontrarme un hueso. Bueno, aún no sé si José Utrilla lo será. Tengo que preguntarle a Armando qué tal es antes de volver a casa. Siempre es mejor saber de qué pie cojean los jefes para no meter la pata a las primeras de cambio. ¿Qué ha sido eso? ¿Por qué suenan las alarmas?
—Dime qué ocurre —preguntó Armando Nieto a través del walkie-talkie—. ¿Cómo? Estamos en el módulo 5. ¿Vienen para aquí?
No se nos puede culpar de lo que pasó. Somos humanos. Acababa de preguntar qué ocurría cuando Germán y Fermín, que habían salido a la galería nada más escuchar la alarma, volvieron crispados.
—¡Vamos, vamos, tenemos que irnos! —gritó Germán.
No podíamos llevarnos a Juan con nosotros. Fermín preguntó: «¿Qué hacemos?», pero solo lo preguntó. No se podía poner en pie, compréndanlo. Con él a hombros no hubiésemos podido llegar a la zona de seguridad. Imposible. No se recorren cincuenta metros en unos segundos con un fardo de noventa kilos en los hombros. Y desde el fondo de la galería oímos cómo corrían. Y gritos. Claro que nos acojonamos. Llevamos muchos años aquí y sabemos cómo es el módulo 5. Prefiero mil veces un nido de víboras. Además, algunos nos la tenían jurada. Desde la revuelta del 98. ¿Recuerdan? Bailarín le había rebanado el cuello a aquel moro que días antes le estafó cortándole con demasiado talco el gramo de coca, y los árabes quisieron hacer una yihad. Bailarín no era cristiano, no tenía alma, era un animal, pero Malamadre, Pincho y Gardel se convirtieron en sus cruzados. Nosotros lo recordamos muy bien, pero que muy bien, por fortuna, no como Anselmo, a quien ensartaron allí mismo cuando trataba de reducir a Bailarín. Treinta puñaladas le dieron, treinta, que nos lo sopló el forense, y qué quieren que les diga, Pincho y Malamadre llegaban corriendo y teníamos el tiempo justo para tratar de llegar a la zona de seguridad.
—¡Corred, mierda, corred! —gritó Germán, y eso hicimos.
No nos podíamos llevar a Juan, compréndanlo, mejor que cojan a uno que a cuatro. En el 98 murieron cinco: Anselmo, tres moros y el Plastilina, y si nos cogen nos matan. A Fermín seguro, que Malamadre se la tiene jurada desde el día en que a su amenaza le respondió que le iba a chupar los huevos. A trocitos, como en la guerra de África, se los hubiesen metido en la boca de haberlo cogido. A punto estuvo. Resbaló y se golpeó la rodilla, menos mal que Germán venía detrás y lo metió a rastras tras la verja. «Eres mi padre», decía después abrazándose a él. Y Malamadre y Pincho golpeaban los barrotes, y escupían con espuma en la boca que ya nos cogerían, que era solo cuestión de tiempo. Así empezó el motín. No pudimos hacer nada por Juan, ¿lo entienden?
¿Qué está pasando? No entiendo nada. Me da vueltas la cabeza, he debido de quedarme echado. Pero ¿qué ocurre? ¿Por qué esa alarma y esos gritos? No oigo lo que dicen, estoy aturdido. ¿Adónde habrán ido? Escuché a Germán decir algo así como «Tenemos que irnos». Pero ¿adónde tenían que irse? Me duele la mejilla. Tengo sangre. Lo mismo me caí al desmayarme. Ya sé, les he asustado y se han ido a buscar al médico. Nunca he soportado bien el dolor. Fran y el Cabrillas aquel día se creían que me estaba muriendo. Había hecho un paradón y me di con el palo de la portería en la cabeza. ¡Qué dolor! Parecía que la vida se me iba, como si la sangre saliera de estampida de la cabeza y quisiera huir por los pies. Y aquel dulce viaje, muy dulce, hacia la nada. «Coño, Juan, te movías muy raro, como si tuvieras rabos de lagartijas metidos en el cuerpo». «Una especie de epilepsia —diagnosticó el médico—. Despierta con el dolor y produce un cortocircuito en el sistema neurovegetativo». Recuerdo sus palabras. Parecía muy serio eso del sistema neurovegetativo, se me quedó grabado. Lo mismo me han dado las convulsiones igual que entonces. Se habrán acojonado y habrán ido en busca del doctor. Pero, joder, ¿por qué se han marchado los tres? Voy a levantarme.