Read El hombre que confundió a su mujer con un sombrero Online
Authors: Oliver Sacks
Tags: #Ciencia,Ensayo,otros
Los detalles del hecho, expuestos en el informe forense, eran macabros y no podían revelarse en un juicio público. Se examinaron in
camera
, no sólo se le ocultaron al público sino también al propio Donald. Se comparó lo sucedido con los actos de violencia que a veces se cometen durante ataques psicomotores o del lóbulo temporal. No queda ningún recuerdo de estos actos, y puede que no haya ninguna intención de violencia… a los que los cometen no se les considera ni responsables ni culpables pero no por ello comprometen menos su propia seguridad y la ajena. Esto fue lo que le pasó al pobre Donald.
Luego estuvo cuatro años en un hospital psiquiátrico para desequilibrados que han cometido actos criminales… pese a las dudas de si era delincuente o loco. Él parecía aceptar su internamiento con cierto alivio… la sensación de castigo quizás le resultase agradable y había, él lo sentía sin duda, seguridad en el aislamiento. «No estoy en condiciones de vivir en sociedad», decía, con tristeza, cuando le preguntaban.
Seguridad frente al descontrol súbito y peligroso… seguridad y también una especie de serenidad. Siempre le habían interesado las plantas, y este interés, tan constructivo, y tan alejado de la zona de peligro, de la acción y de la relación humana, se lo fomentaron vigorosamente en el hospital prisión donde vivía. Se hizo cargo de un terreno olvidado y desatendido y creó jardines de flores, jardines de plantas aromáticas, jardines de todo tipo. Parecía haber logrado una especie de austero equilibrio, en el que a las relaciones humanas, las pasiones humanas, tan tempestuosas anteriormente, las había reemplazado una calma extraña. Unos lo consideraban esquizoide, otros sano: todos creían que había logrado alcanzar una cierta estabilidad. Transcurridos cinco años empezó a salir bajo palabra, permitiéndosele abandonar el hospital con permisos de fin de semana. Había sido muy aficionado al ciclismo y se compró una bici. Y fue esto lo que precipitó el segundo acto de su extraña historia.
Bajaba pedaleando, de prisa, como le gustaba a él, por una cuesta bastante pendiente, cuando surgió de pronto un coche, mal conducido, en dirección contraria, en una curva sin visibilidad. Donald intentó desviarse para evitar el choque frontal, perdió el control y acabó precipitándose violentamente, de cabeza, contra el firme de la carretera.
Sufrió una grave herida en la cabeza (grandes hematomas bilaterales subdurales, que se drenaron y evacuaron de inmediato quirúrgicamente) y contusión grave en ambos lóbulos frontales. Permaneció en coma, hemipléjico, casi dos semanas, y luego, inesperadamente, empezó a recuperarse. Y entonces, en ese momento, empezaron las «pesadillas».
El regreso, el re-amanecer, de la conciencia, no fue dulce: vino acompañado de una vorágine y una agitación desagradables, en que Donald, semiconsciente, parecía debatirse violentamente y exclamaba sin cesar: «¡Oh Dios!» y «¡No!». Al aclararse más la conciencia, se aclaró con ella el recuerdo, el recuerdo pleno, un recuerdo que ahora resultaba terrible. Había varios problemas neurológicos (adormecimiento y debilidad del lado izquierdo, ataques y déficits graves del lóbulo frontal) y con ellos, con el último, algo totalmente nuevo. El asesinato, el hecho, antes perdido para la memoria, se alzaba ahora ante él con gran intensidad de detalle, vivido, casi alucinatorio. La reminiscencia incontrolable afloraba y le abrumaba: veía continuamente el asesinato, lo representaba una y otra vez. ¿Era aquello una pesadilla, era locura, o había ahora «hipermnesis», una irrupción de recuerdos auténticos, verídicos, temiblemente potenciados?
Se le interrogó con las debidas precauciones, con el mayor cuidado para evitar cualquier insinuación o sugerencia… y pronto se hizo evidente que se trataba de «reminiscencia» auténtica, aunque incontrolable.
Conocía ya hasta los detalles más nimios del asesinato, todos los detalles revelados por el examen forense, pero que no se habían revelado en el juicio… ni a él.
Todo lo que antes había estado, o parecía, perdido u olvidado (incluso con hipnosis o con una inyección de amital) era recuperado y recuperable ahora. Más aun, era incontrolable; y aún más, completamente insoportable. Donald intentó suicidarse por dos veces en la unidad neuroquirúrgica y hubo que administrarle tranquilizantes fuertes y controlarle por la fuerza.
¿Qué le había sucedido a Donald? ¿Qué estaba sucediéndole? El que se tratase de una súbita irrupción de fantasía psicótica se rechazó por el carácter verídico que tenía la reminiscencia… y aun cuando fuese fantasía totalmente psicótica, ¿por qué habría de producirse en ese momento, de un modo tan brusco, sin precedentes, por la herida de la cabeza? Los recuerdos tenían una carga psicótica, o casi psicótica, (estaban, en jerga psiquiátrica, intensamente cateterizados o hipercateterizados) hasta tal punto que provocaban en Donald ideas continuas de suicidio. Pero, ¿qué sería una catexia normal de un recuerdo así, el aflorar de pronto, de la amnesia total, no de una oscura culpa o lucha edípica, sino de un asesinato real?
¿Cabía la posibilidad de que con la pérdida de la integridad del lóbulo frontal se hubiese perdido un requisito previo básico para la represión, y lo que ahora veíamos fuese una «des-represión» súbita, explosiva y específica? Ninguno de nosotros había oído o leído nada parecido hasta entonces, aunque todos estuviésemos bastante familiarizados con la desinhibición general que se produce en los síndromes del lóbulo frontal, la impulsividad, la jocosidad, la locuacidad, la obscenidad, la exhibición de un Id vulgar, despreocupado, desinhibido. Pero no era éste el carácter que mostraba ahora Donald. Él no era en absoluto impulsivo, grosero, indiscriminado. Su carácter, su juicio y su personalidad general se mantenían perfectamente… eran concreta y únicamente los recuerdos y los sentimientos del asesinato lo que irrumpía de forma incontrolada, obsesionándolo y atormentándolo.
¿Operaba también un elemento epiléptico o excitatorio específico? Resultaron especialmente interesantes a este respecto los electroencefalogramas, porque se puso en evidencia, utilizando electrodos especiales (nasofaríngeos), que además de los esporádicos ataques de
grand mal
que tenía había una agitación incesante, una epilepsia profunda, en ambos lóbulos temporales, que se extendía hacia abajo (era de suponer, pero sería preciso implantar electrodos para confirmarlo) en el uncus, la amígdala, las estructuras límbicas… el circuito emotivo que está hundido bajo los lóbulos temporales. Penfield y Perot (Brain, 1963, páginas 596-697) habían informado de «alucinaciones experimentales» o «reminiscencia» recurrente en algunos pacientes con ataques del lóbulo temporal. Pero la mayoría de las experiencias o reminiscencias que describía Penfield eran de un tipo más bien pasivo: oír música, ver escenas, estando presente quizás, pero
presente como espectador, no como actor
[1]
. Ninguno de nosotros había tenido noticia de un paciente que reexperimentase, o más bien reinterpretase, un
hecho
… y esto era al parecer lo que le pasaba a Donald. No se llegó nunca a una decisión clara.
Sólo queda contar el resto de la historia. La juventud, la suerte, el tiempo, la curación natural, la función pretraumática superior, ayudados por una terapia luriana de «sustitución» del lóbulo frontal, han permitido a Donald, con el paso del tiempo, una recuperación enorme. Las funciones del lóbulo frontal son ya casi normales. El uso de nuevos anticonvulsivos, no asequibles hasta estos últimos años, han permitido un control efectivo de la agitación del lóbulo temporal… y también aquí probablemente haya jugado un papel la recuperación natural. Por último, con psicoterapia regular sensitiva y de apoyo, la violencia punitiva del superego autoacusador de Donald se ha mitigado, y ahora lo que rige es la escala de valores más moderada del ego. Pero lo definitivo, lo más importante, es esto: que Donald ha vuelto ya a la jardinería. «Siento paz trabajando en el jardín», me dice. «No surgen conflictos. Las plantas no tienen ego. No pueden herir tus sentimientos.» La terapia definitiva, como decía Freud, es trabajo y amor.
Donald no ha olvidado, o re-reprimido, nada del asesinato (si es que la represión era, en realidad, operativa en principio) pero no está obsesionado ya por él: se ha alcanzado un equilibrio fisiológico y moral.
Pero, ¿y el status del primer recuerdo perdido, y luego recobrado? ¿Por qué la amnesia… y el regreso explosivo? ¿Por qué el apagón total y luego las visiones retrospectivas espeluznantes? ¿Qué pasó, en realidad, en este drama extraño, semineurológico? Todas estas cuestiones siguen siendo un misterio hasta hoy.
«Visión de la Ciudad Celestial».
Del manuscrito Scivias de Hildegard, escrito en Bingen alrededor de 1180. La figura es una reconstrucción de algunas visiones de origen jaquecoso.
Variaciones de alucinación jaquecosa en las visiones de Hildegard.
En la Figura A el fondo está formado por estrellas que tililan sobre líneas ondulantes concéntricas. En la figura B una lluvia de estrellas brillantes (fosfenos) se extingue después de caer: sucesión de escotomas positivos y negativos.
En las figuras C y D Hildegard describre formas de fortifiacion típicamente jaquecosas que irradian de un punto central y que, en el original, están brillantemente iluminadas y coloreadas.
La literatura religiosa de todas las épocas está repleta de «descripciones» de «visiones», en las que sentimientos sublimes e inefables van acompañados por la experiencia de luminosidad radiante (William James habla de «fotismo» en este contexto). Es imposible asegurar, en la inmensa mayoría de los casos, si la experiencia constituye un éxtasis psicótico o histérico, los efectos de una intoxicación o una manifestación jaquecosa o epiléptica. Hay una sola excepción, el caso de Hildegard de Bingen (1098-1180), una monja y mística de una capacidad literaria e intelectual excepcional, que experimentó innumerables «visiones» desde la más temprana infancia hasta el final de su vida, y que nos ha dejado imágenes y relatos exquisitos de dichas visiones en los dos códices suyos manuscritos que han llegado hasta nosotros: Scivias y Liber
divinorum operum
(«Libro de las obras divinas»).
Una consideración cuidadosa de estos relatos y dibujos no deja duda alguna respecto a su naturaleza: son indiscutiblemente jaquecosos, e ilustran, sin duda, muchas de las variedades del aura visual analizadas anteriormente. Singer (1958), en un extenso ensayo sobre las visiones de Hildegard, selecciona los fenómenos siguientes como los más característicos:
Un rasgo prominente en todos es un punto o un grupo de puntos de luz, que chispean y se mueven, normalmente en forma ondular, y suelen considerarse estrellas u ojos llameantes (figura B). En gran número de casos, una luz, mayor que el resto, muestra una serie de figuras circulares concéntricas de forma ondulante (figura A); y se describen a menudo formas de fortificación definidas, que irradian en algunos casos de un área coloreada (figuras C y D). Las luces dan frecuentemente esa impresión de algo que hierve o que fermenta, algo que trabaja, que describen tantos visionarios…
Hildegard escribe lo siguiente:
Las visiones que contemplé no las vi ni estando dormida ni soñando ni enloquecida ni con los ojos carnales ni con los oídos de la carne ni en lugares ocultos; sino despierta, alerta, y con los ojos del espíritu y los oídos interiores, las percibo abiertamente y de acuerdo con la voluntad de Dios.