Merymaat salió de allí dando patadas a los muebles, y todos huyeron despavoridos por miedo a recibir algún bastonazo.
Como de costumbre, Say le quitó hierro al asunto, asegurando por enésima vez que tales disputas eran normales dentro del matrimonio. Tras la muerte de Ahmose la señora había envejecido mucho, y a veces no recordaba las palabras que quería decir. Isis se abstuvo de contarle la proposición de su marido, y repentinamente se vio desamparada. Día tras día evitaba a su esposo, que se volvió violento y empezó a levantarle la mano. El Amenti se había instalado en aquella casa. Ni todos los genios guardianes de las puertas juntos podían dibujar un horror como el que se había apoderado del corazón de la hermosa joven. La terrible serpiente Apofis no podía ser peor que aquel sufrimiento. Isis se refugió en el misticismo que todavía guardaba su naturaleza, e imploró a la Gran Madre que viniera a socorrerla. ¿Acaso no era señora en cada
nomo
y habitaba en todas las ciudades? Sólo la Gran Maga, la que estaba detrás de cada milagro, podría ayudarla.
Fue entonces cuando una tarde, por casualidad, Isis encontró a Sejemjet.
Cuando Isis vio a Sejemjet iluminado por el sol vespertino, dudó un instante de si sus ojos la engañaban. Su imponente figura se destacaba por entre el resto de los paisanos que iban y venían camino del cercano malecón, como si fuera una de aquellas estatuas colosales que los dioses erigían para embellecer los templos. Se encontraba tan inmóvil mientras disfrutaba de los rayos que Ra-Atum les prodigaba que bien hubiera podido pasar por una de ellas, pues aquel cuerpo parecía haber sido tallado en la piedra. Visto en la distancia, podría habérsele tomado por un dios que se unía al astro rey a través de sus rayos en una suerte de simbiosis que representaba la culminación del poder de la simbología solar. A la joven le pareció que aquél era un símil adecuado y se felicitó por la ocurrencia. Al borde del camino aguardaba un hombre que ya era leyenda.
Durante los años que habían transcurrido desde que se vieran por última vez, Isis había oído muchas historias acerca de aquel guerrero. De ordinario su hermano relataba lo que parecían hazañas propias de dioses inmortales, y en todo caso increíbles, que a su difunto padre le entusiasmaban. Ahmose las escuchaba con atención, y luego exageraba hasta límites insospechados dichos relatos.
—¡Sejemjet cenó en mi casa! —solía proclamar a todo el que estaba dispuesto a escucharle—. Siempre supe que sería un grande entre los grandes guerreros del país de las Dos Tierras.
A Isis poco o nada le interesaban aquellas historias, aunque su imagen de hombre fuerte y valeroso le quedara grabada como sinónimo de su nombre.
Al verlo aquella tarde sintió una gran alegría y una inexplicable sensación de liberación, como si su presencia la transportara a los años de su niñez en los que disfrutaba, feliz, de las cosas sencillas que la rodeaban. No le sorprendió que no la reconociera, pues todavía era una niña cuando se vieron por última vez, aunque se percató al instante de la impresión que le causó su belleza, algo que la satisfizo.
Durante el breve tiempo que estuvieron conversando, Isis volvió a experimentar las viejas sensaciones que Sejemjet le produjera antaño. Ahora el guerrero desbordaba misterio por todos sus poros, y un misticismo que se palpaba en su propia prestancia. Cuando reparó en las innumerables cicatrices que recorrían su poderoso cuerpo sintió un estremecimiento. Aquellas marcas, junto a la mística que poseían, creaban una mezcla fascinante que la atrajo sin proponérselo.
Sejemjet se había hecho un hombre, pero en su mirada conservaba parte de la Cándida luz de su niñez. Luego, según avanzó la conversación, aquélla se tornó dura por momentos, aunque a Isis no le asustara. El corazón de aquel tipo era vulnerable y guardaba un gran sufrimiento. Tantos sentimientos encontrados le interesaron sobremanera, aunque se cuidara mucho de demostrarlo.
Cuando se separaron, Isis ya ansiaba volver a encontrarse con él, y mientras la llevaban en el palanquín calle abajo, estuvo segura de que Sejemjet la observaba. Ella formaba parte del embrujo de aquella tarde, de eso no tenía ninguna duda.
* * *
Tal y como había prometido, Sejemjet fue a visitarlas. Merymaat se hallaba de viaje por el Bajo Egipto, y en la casa reinaba una tranquilidad engañosa que se asemejaba a la calma que suele preceder a la tormenta. Era un lugar de ensueño; sin embargo, a Sejemjet el palacete le pareció carente de vida, como si se tratara de un mausoleo habitado sólo por la ánimas perdidas. Al cruzarse por los pasillos con los criados, éstos lo miraban entre perplejos y temerosos, igual que si estuvieran ante una aparición surgida del Inframundo. Isis se alegró mucho al verlo, y enseguida lo condujo hasta una terraza que se diría colgada sobre un frondoso bosque de palmeras. Un poco más allá, el Nilo lamía el palmeral deslizándose perezoso, y desde la balaustrada podía verse la otra orilla y hasta el grandioso templo construido junto a los farallones de Deir-el-Bahari por la reina Hatshepsut. El mirador se hallaba repleto de plantas exóticas que proporcionaban una fresca sombra a la vez que saturaban el ambiente con fragantes olores. Abajo, entre las palmeras, los pájaros revoloteaban incansables, y sus trinos se alzaban gozosos esforzándose por insuflar vida en la atmósfera de aquella villa.
La dama Say apenas lo reconoció; sentada a la sombra perdía su mirada más allá de las aguas, abstraída, como si intentase recordar algo. De vez en cuando miraba a Sejemjet y le preguntaba si le habían gustado los pichones asados que le había preparado.
—No te alistes en el ejército —le decía—. Mi marido y mi hijo no han pasado más que penurias en él. Aunque según creo Mini pronto ascenderá a
mer mes.
Seguro que has oído hablar de él.
Sejemjet intercambiaba miradas con Isis y asentía haciéndose cargo de la situación.
—Dicen los
sunu
que seguramente algún súcubo ha debido eyacular en su boca mientras dormía, cubriendo su razón de tinieblas. Mi madre ronca mucho, y al dormir con la boca abierta han aprovechado para transmitirle su mal —señalaba Isis con tristeza, haciéndose eco de la creencia popular de las Dos Tierras—. Los más reputados
sunu
aseguran que no hay nada que hacer, y que la enfermedad se agravará con los años.
—Sejmet siempre tan proclive a mostrarnos su buen carácter —ironizó él.
Isis le sonrió, y durante un rato hablaron de trivialidades; luego ella se interesó por el pasado de su huésped.
—Digamos que he tenido la oportunidad de experimentar todo aquello contra lo que me prevenía tu madre —apuntó él con socarronería—. Las guerras te permiten conocer lo peor de la vida —continuó endureciendo su tono— y también de ti mismo.
Se hizo un incómodo silencio. Sejemjet miraba hacia las lejanas cumbres de la necrópolis, e Isis lo contempló unos instantes así, abstraído como estaba. Le pareció guapísimo, y también extrañamente distante, como si quisiera protegerse detrás de una de aquellas fortalezas en las que tan a menudo combatía.
—Desde aquí tienes Egipto a tus pies —dijo él de repente, señalando el paisaje que los rodeaba—. La vista es espectacular. El río, los lejanos farallones, los palmerales; todo es majestuoso.
—Prefiero pasear por la orilla del río y sentir su brisa en mi rostro.
—Eso es porque odias esta casa, pero el joven está en lo cierto. En las noches con luna no hay paisaje que pueda compararse al que se ve desde aquí—interrumpió Say inesperadamente.
Sejemjet la miró sorprendido.
—No le hagas caso, en ocasiones desvaría —se apresuró a decir Isis.
—Sabes que tengo razón —insistió Say—. Y todo ha sido por mi culpa.
La joven hizo un gesto de fastidio que no pasó desapercibido a Sejemjet, pero éste no dijo nada. Luego conversaron acerca de la belleza de cuanto los rodeaba, y ambos descubrieron que compartían su amor por la naturaleza y por la tierra en la que habían nacido. A Isis le sedujo oírle hablar con aquella rotundidad acerca de las cosas. Había firmeza en sus opiniones, y también se intuía su gran determinación, aunque se mantuviera reservado en lo referente a su intimidad.
Cuando llegó el momento de despedirse, Isis descubrió que, durante aquella tarde, la alegría había vuelto a su corazón y por primera vez la terraza que aborrecía le parecía tan hermosa como a los demás.
A Sejemjet le ocurrió algo similar. El pesado lastre que solía transportar quedó aparcado durante unas horas y se sintió embargado por una especie de bienestar del que él mismo se sorprendió. La joven le procuraba paz, y tenía la virtud de invitarlo al abandono con su trato. Su esencia lo envolvía hasta aliviarle de sus pesares, como si en realidad éstos poco importaran. Era como si se hiciera cargo de ellos sin necesidad de conocerlos, como si fuera capaz de entender su sufrimiento y mostrarle nuevos caminos a su alma para que ésta se liberara definitivamente de ellos. Su tentadora belleza no suponía sino un acicate más para un corazón sensible al que también asediaba la infelicidad. Isis no era feliz, y mientras él recorría las callejuelas camino de su casa, pensó en lo extraña que podía resultar la vida de las personas, sin comprender qué era en realidad lo que pretendían los dioses de ellas.
A los pocos días ambos coincidieron junto a la orilla del río, y durante las siguientes tardes pasearon disfrutando de la agradable brisa cargada con los aromas de los campos que los envolvían. Solían sentarse un rato, cerca de la ribera, para dejarse arrullar en silencio por el murmullo del agua. Allí acostumbraban a hablar de las cosas corrientes de la vida, y también de sus sueños. Al conocer los de Sejemjet, Isis rió divertida.
—No puedo imaginarme a un soldado como tú arreando el ganado para labrar sus campos —le dijo—. Aunque he de confesarte que yo también siento un gran apego por la tierra. Sería feliz así, viendo pasar la vida tranquilamente rodeada de muchos niños.
Sin querer Isis se entristeció por estas palabras y nunca volvió a hablar acerca de los hijos a Sejemjet, ni de nada relacionado con su familia.
Sejemjet la comprendía bien. Él mismo guardaba su gran secreto con celo. No le había hablado de Nefertiry, ni tampoco de las consecuencias que su relación le había reportado. Eso quedaba para él.
En realidad aquellos encuentros vespertinos formaban parte de una búsqueda que ellos mismos anhelaban. Durante los momentos que compartían se liberaban de sus penas y descubrían que sus corazones no renunciaban a la felicidad. Isis era capaz de explorar en el alma de aquel hombre. Había una insondable oscuridad en él, capaz de enviarle sus peores demonios; y luego estaba aquel lunar extraño junto a su hombro que la fascinaba, y en el que estaba segura se encontraban las respuestas para poder escapar del terrible pozo en el que a menudo él se precipitaba. Su interés por Sejemjet aumentó, como nunca antes le había ocurrido con nadie. Junto a él sentía que era ella misma, y también el poder incontrolado que subyacía en el guerrero, como si mantuviera tratos ocultos con el temible Set, un dios a quien ella odiaba. Mas había una infinita ternura agazapada bajo su cuerpo granítico e incluso podía adivinar la piedad. Seguramente, él mismo se hubiera sorprendido de haberlo sabido, y sobre todo de que ella fuera capaz de adivinarlo.
Hathor había tocado su corazón y ella se sentía feliz, aunque comprendiera que aquél era un amor que podía destruirlos a todos.
Sejemjet, por su lado, mantenía una lucha contra una parte de sí mismo que se oponía a que su relación con la joven traspasara la puerta que daba acceso a las pasiones. Se sentía atraído por Isis, ella le procuraba paz, y en los últimos días él había percibido la llama del deseo por primera vez en mucho tiempo. Durante los años transcurridos en Kush, Sejemjet apenas había tenido relaciones sexuales. Tan sólo en dos ocasiones había fornicado con mujeres nativas que le habían terminado por crear un conflicto emocional difícil de imaginar. Al finalizar el acto, el rostro de Nefertiry se le había presentado con tal nitidez que un inmenso sentimiento de culpabilidad lo embargó hasta crearle una mala conciencia. Era como si hubiera perpetrado la peor de las traiciones y la princesa acudiera para sonreírle y decirle que le perdonaba, pues su vida debía continuar.
Pero él no podía soportarlo, y nunca volvió a tomar mujer. Ocho años en los que su naturaleza había pasado a formar parte del mismo paisaje que lo rodeaba por doquier, el desierto. Las emociones se habían dormido.
Ahora era diferente. Isis creaba ilusiones que él sabía que podían prender en su corazón sin dificultad. Abandonarse a ellas resultaba sencillo; sin embargo, era consciente de las posibles repercusiones. No había que olvidar que la joven, aunque infelizmente, estaba casada, y que él mismo tenía miedo de su propio pasado. Un pasado del que pensaba que nunca podría escapar.
Lo que ocurrió a continuación a nadie cogió por sorpresa. Aquellos encuentros, aunque fugaces, sirvieron para extender el rumor de que Isis tenía un amante. El escriba inspector, además de reputado impotente, era también un cornudo. Su mujer se la pegaba con un soldado, nada menos, una clase que no gozaba de buena reputación, aunque el amante en cuestión fuera un héroe. Tal noticia corrió como las tormentas de arena, y en las reuniones de la alta sociedad no se hablaba de otra cosa. Claro que a algunos tampoco les extrañaba lo que había ocurrido.
—¡Qué bien hubiera hecho al resistirme aquella noche a abandonar la casa de Merymaat! Si me hubiera quedado, nada de esto habría ocurrido —aseguraba el famoso magistrado—. Yo me habría encargado convenientemente de la dama, y ésta no habría necesitado arrastrar su nombre ni el de su casa con un rufián de la peor especie.
Sus amigos asentían en tanto se miraban con picardía.
—Según tengo entendido, el amante en cuestión es una bestia indómita al que el dios tuvo que exiliar a Kush para librarse de su mal carácter. ¡Imaginaos!
Semejantes comentarios eran los que corrían por cualquier fiesta que se preciara en la ciudad. Las mujeres se regodeaban satisfechas, pues habían logrado humillar en un pispás la belleza de aquella condenada joven, aunque fuera con chismorreos.
—Hasta para engañar a nuestros maridos hay que tener modales —señalaba una de aquellas comadres—. Donde esté un buen esclavo que se quite cualquier otro hombre. Son discretos, serviciales y, a la postre, todo queda en casa.