—El Hospital de Niños Expósitos —dijo Salcedo.
—Pero vuesa merced no lo era, no era expósito quiero decir.
—No lo era pero mi padre me sometió a esa dura disciplina. No creía en mi inteligencia y varios preceptores habían fracasado conmigo.
—¿No estaba allí el padre Arnaldo?
—El padre Arnaldo y el padre Toval, ambos enfrentados precisamente en la cuestión erasmista. Erasmo fue el inspirador de Lutero, ajuicio del padre Arnaldo. Sin él la Reforma nunca se hubiera producido. Por contra, el padre Toval creía en la buena fe del holandés.
Los ojos de Cazalla parecían mirar a algo remoto.
—Aquéllos fueron días de esperanza —dijo de pronto—. El Emperador estaba junto a Erasmo, lo apoyaba, y el inquisidor Manrique también. ¿Qué significaban los mosquitos pegajosos que se alzaban contra ellos? Por aquellas fechas Erasmo publicó la segunda parte de su
Hyperaspistes
rebatiendo algunas afirmaciones de Lutero. Esto consolidó su prestigio ante el Rey quien le escribió, llamándole «honrado, devoto y amado nuestro» en el encabezamiento de la carta.
Las palabras de Cazalla tenían un estremecido tono nostálgico:
—Y ¿cómo se malogró aquel empeño?
—Se cambiaron las tornas. Fue un hecho fatal. El inquisidor Manrique dejó de apoyar a Erasmo y el Rey se olvidó de él en Italia. Los frailes aprovecharon la circunstancia para atacarle desde el pulpito. Carvajal respondió agriamente al
Hyperaspistes
y Erasmo, en lugar de callar y no darse por aludido, le replicó con violencia. La situación había dado un giro completo. A partir de ese momento, para la Inquisición, Erasmo y Lutero fueron ramas de un mismo tronco.
Habían alcanzado el Recodo del Viejo, junto a la junquera, donde una urraca galleaba con insolencia. El cura contempló al pájaro con curiosidad sin dejar de caminar. El sol se ensanchaba y enrojecía al desplomarse tras las colinas grises de poniente. Pedro Cazalla se detuvo y dijo:
—¿Ha reparado vuesa merced en los crepúsculos de Castilla?
—Los saboreo con frecuencia —dijo Salcedo—. Las puestas de sol en la meseta resultan a veces sobrecogedoras.
Habían dado la vuelta y la tarde empezaba a refrescar. A lo lejos se divisaban las casitas de barro señoreadas por la iglesia. Las cigüeñas habían sacado pollos y se erguían en la espadaña como dibujos esquemáticos. Pedro Cazalla miró de nuevo al sol declinante. Los entreluces del lubrican le fascinaban. Sonó en el aire quedo el tañido de una campana. Cazalla apresuró el paso. Volvió hacia Salcedo sus ojos profundos:
—Ayer Erasmo era una esperanza y hoy sus libros están prohibidos. Nada de esto es obstáculo para que algunos sigamos creyendo en la Reforma que proponía. Quizá sea la única posible. Trento no aportará nada sustancial.
A la mañana siguiente el cielo estaba empañado por algunas nubes blancas y
Relámpago
tomó el camino de Villavieja por las cuestas, a galope tendido. Cipriano agradecía la velocidad, el fresco viento en el rostro, mientras pensaba en los hermanos Cazalla, en su melancolía, en su inquietud reformista. Comprendía ahora mejor la sensación de vacío que le producían los sermones del Doctor. El erasmismo se desarraigaba en Castilla y, en consecuencia, su causa era una causa perdida. No obstante, veinte años atrás, el padre Arnaldo les había mandado rezar por la Iglesia, por la desaparición de las doctrinas erasmistas. ¿Cómo conciliar respuestas tan dispares ante un mismo fenómeno?
Relámpago
dejó atrás el pueblo de Tordesillas y, al alcanzar el de Simancas, cruzó hacia el camino general y atravesó el puente romano, a legua y media de la villa.
Teo le recibió como si hiciera un mes que no se veían. Había sido la primera separación y le había echado de menos. Después de cenar,
la Estatua Apasionada
abrevió la sobremesa, y ante la sorpresa de Crisanta, la doncella, a las diez el matrimonio estaba acostado. Teo le estrechaba contra ella y a él le agradaba sentirse protegido, en el fortín, a cubierto de cualquier asechanza. A poco,
la Estatua Apasionada
le buscó
la cosita
y comentó, con voz meliflua, que qué bien que su marido no se la hubiera olvidado en Pedrosa, en tanto Salcedo se esforzaba por encaramarse a la meseta de las protuberancias. Sintió el atragantado risoteo de su esposa, vibrante y prolongado, pero ello no impidió que, pasados unos instantes,
la Estatua Apasionada
reiniciara el acto de amor. A Cipriano le sorprendió su avidez. Se diría que Teo encadenaba los contactos en una actitud compulsiva como si pusiera a prueba su resistencia. Y, tras una cuarta vez, cuando el acoso cedió, Cipriano, extenuado, buscó el refugio de su axila. En Pedrosa había echado en falta su calor y tuvo que dormir con la gorra puesta. Al recuperar ahora el techo perdido se sentía cobijado y feliz por más que la actitud de Teo siguiera sin definirse.
Al despertar, encontró a su mujer sofocada, inquisitiva, apremiante. Era otro tropezón, aparentemente baladí, de su matrimonio:
—¿Por qué nosotros no tenemos nunca un hijo, Cipriano? Llevamos casados más de diez meses y nunca me pasa nada.
Salcedo le acarició los rizos color caoba de la nuca, se hacía anillos con ellos sin conseguir amansarla:
—¡Oh, querida, estas cosas no tienen horario fijo! —dijo—. No dependen de nuestra voluntad. Por otra parte, los Salcedo nunca fuimos muy fértiles. No debes impacientarte por eso. Ya llegará.
Se adivinaba que Teo había reflexionado sobre el particular:
—Todas las mujeres cuando se casan tienen un hijo, Cipriano. ¿Por qué no me dijiste a tiempo que tu familia tenía dificultades? Cada vez que depositas tu semilla en mí pienso que esta vez va a ser la definitiva pero nunca llega.
Se mostraba erizada, resentida, pero él le quitó importancia al asunto:
—No te inquietes por eso, cariño. Los Salcedo siempre nos reprodujimos con parsimonia. Mi bisabuelo no tuvo más que un hijo y mi abuelo dos, pero entre medias transcurrieron ocho años. El tío Ignacio tampoco tiene familia y ten en cuenta que mi madre, que gloria haya, estuvo cinco años tratándose su supuesta infecundidad. Y ¿crees que le fue bien el tratamiento? De ninguna manera. Mi madre quedó encinta cuatro años después de dejarlo, cuando Dios quiso y cuando ya se había olvidado de su obsesión. Hay influencias astrales que, en cierta medida, determinan estas cosas. El cuerpo requiere un tiempo de madurez.
—Y ¿cuánto tiempo necesitó tu madre?
—Exactamente nueve años y siete días. Tal vez la medida de los Salcedo se exprese en años en lugar de en meses. La cifra no deja de ser curiosa.
Teo vaciló:
—No... ¿no estará enferma
la cosita
?
—Tú sabes que funciona con regularidad. Antes te hablaba de la infertilidad de los Salcedo, pero el retraso bien puede provenir de ti. El doctor Almenara, una notabilidad en su época, decía que dos de cada tres veces la infecundidad dependía de las mujeres.
La impaciencia de Teo se tradujo en una avidez sexual desordenada. Sin duda pensaba que la frecuencia aumentaba las posibilidades. Cipriano trataba de aleccionarla cada noche:
—Querida, más importante que el número de coitos es tu estado de recepción. Acéptame relajada, receptiva. No olvides que en cada cópula yo introduzco en tu vagina centenares o millares de semillas que buscan un lugar donde fructificar. Pero la fecundación no depende tanto del número como del terreno que tú prepares para recibirlas.
Teo pareció aplacada de momento pero lo suyo era una monomanía. No pensaba en otra cosa y se valía de cualquier pretexto para sacarlo a relucir. Él le había dicho: muchos problemas se resuelven esperando, olvidándose de ellos. Y ella procuraba hacerlo así pero, en lugar de los pensamientos, era la angustia por desembarazarse de ellos lo que la martirizaba. Teo se confiaba a su marido:
—Constantemente pienso que no debo pensar en ello pero con esta obsesión puedo llegar a volverme loca.
—¿Por qué no me concedes un plazo? ¿Por qué no decides esperar unos años antes de tomar una determinación? Dentro de cuatro tendrás veintisiete, la edad más adecuada para procrear.
Teo callaba. Tácitamente le concedía el plazo pero, poco a poco, iba perdiendo la fe en él y, con la fe, su encandilamiento sexual. Apenas buscaba ya
la cosita
y, si lo hacía, era sin el ardor de antaño, desganada. Sabía que el hijo tenía que venir por esa vía pero llevaba más de un año intentándolo y no venía. Salcedo se daba cuenta del descorazonamiento de su esposa e intentó distraerla ocupándola en el taller, pero Teo se aburría allí. Entonces pensó que, ahora que se aproximaba la época del esquileo, Teo podría pasar en La Manga una larga temporada ayudando a su padre, mas, antes que la faena del esquileo comenzase, llegó la noticia: Telesforo Mozo, el pastor de su suegro, pretendía llevar el rebaño a medias. No se trataba ya de un hatajo más o menos grande sino de partir las ovejas que pastoreaba por la mitad. Segundo Centeno ni lo pensó. Despidió a Telesforo, se amancebó con la Benita, la hija del pastor de Wamba, Gildardo Albarrán, y relegó a la legítima a la condición de criada y esquiladora por seis reales al mes.
Ante la gravedad del problema, Teo se instaló en La Manga. Advirtió enseguida el reconcomio de Petronila aunque ésta no pronunciase palabra y anduviera todo el día por la casa con la mirada huida, haciendo visajes y aspavientos. Pero don Segundo volvía sobre el tema cada mañana. La obligaba a hacer la cama adulterina todavía caliente y a lavar la ropa interior de la pareja. El resto del día lo pasaba Petronila pelando borregos. No decía palabra. Se sentaba a esquilar en el tajuelo y no abría la boca por mucho que
la Reina del Páramo
se esforzara en entablar conversación con ella. Una noche, Teo salió a dar un paseo y le pareció ver entre dos luces la silueta furtiva de un hombre escondiéndose entre las encinas. Habló a su padre seriamente: no debía exponerse así. Debería cambiar de actitud. No había hombre que aceptara con los brazos cruzados su despido y la vejación reiterada de su hija. Por su parte, Gildardo Albarrán se movía ahora por la finca con la misma libertad que si fuera suya. Se reunía con don Segundo en la sala, entraba en la casa por la puerta principal y charlaban largo rato como iguales, eso sí sin que Gildardo pidiera nada. Visto lo del Telesforo y aleccionado por su fracaso, sabía que al señor Centeno era preferible entrarle por las buenas que por las malas.
Así las cosas, la vieja aspiración de Teo se atenuaba. Se preocupaba menos de ser madre que de conservar a su padre. Y cuando Cipriano la visitaba, una vez por semana, tenía ocasión de departir con él como en los buenos tiempos: paseando por el monte, levantando de las encinas bandos de torcaces con los buches repletos de bellotas, o viendo apeonar a las becadas en el calvero. Cipriano creía en la terapia de la distracción y confiaba en que Teo volviese a su vida normal y le concediera un plazo razonable antes de dar por fracasado su matrimonio. Pero dormía mal. Al regatearle Teo el cobijo de su axila, la cabeza se le enfriaba, se le desgobernaba en la noche, durante el sueño y, al levantarse, le mortificaba la tortícolis. Volvía a ser el niño desprotegido que había sido. Y utilizaba gorras, sombreros y hasta capuchas forradas de piel, como sucedáneos. Al propio tiempo trataba de llenar la prolongada ausencia de Teo con frecuentes visitas a sus tíos. Doña Gabriela, muy satisfecha en su condición de esposa sin descendencia, no entendía la actitud de su sobrina. Hay otras cosas en la vida, instituciones, enfermos, niños con hambre, colegios de caridad, decía. Buscar a toda costa un ser de nuestra propia sangre para volcar en él nuestra afectividad es una conducta egoísta. Y, en el fondo, Cipriano le daba la razón, pero no dejaba de comprender que desdoblarse fuese la máxima aspiración de toda mujer en este mundo.
Una mañana, antes de salir para la Judería, un correo urgente de Peñaflor le dio cuenta de que su suegro, don Segundo, había sido asesinado. Le habían seccionado la garganta con un hocino. El Telesforo Mozo, su autor, se había entregado a la autoridad en Valladolid y al ser preguntado por los móviles del crimen había dicho: «Me dejó en la calle tirado como a un perro y quebró la condición de mi hija. Era un sujeto que no merecía vivir».
Cipriano partió para La Manga sin demora. Le dio tiempo de enterrar a su suegro en el atrio de la iglesia de Peñaflor y hacerse cargo de los papeles que don Segundo guardaba en el escritorio. La Petronila, asustada, había huido de casa; en cambio compareció Gildardo Albarrán llamándose a la parte, no porque la ley le amparase, sino porque tenía testigos de que don Segundo había hecho de su hija una barragana sin su consentimiento. Teo mostró una entereza admirable. El esquileo se había acabado y esto la aliviaba. Por otra parte, la cruenta muerte de su padre le parecía horrible pero a cambio no había sufrido, lo que no dejaba de ser un consuelo.
Cipriano previo graves complicaciones y un aumento de trabajo hasta desenredar aquello, pero su tío Ignacio, como de costumbre, lo simplificó. El testamento del señor Centeno era claro. Teo era la única heredera, Petronila usufructuaria de un pequeño fundo y arrendataria de la vivienda mientras durara el plazo del alquiler, la Benita, la barragana, volvió con su padre a Wamba y Estacio del Valle, el fiel corresponsal de Villanubla, quedó encargado de resolver el problema de los pastores puesto que los rebaños de don Segundo, como le decía Cipriano Salcedo en su misiva, habían pasado a ser propiedad de Teodomira Centeno, su consorte.
Teo se quitó unas libras de encima con el luto, un luto distinguido y respetuoso que le indujo a ponerse sobre el escote un collar de perlas negras que contrastaba con la palidez de su tez. También Cipriano Salcedo se resumió en sí mismo ataviado con un coleto sin mangas, negro, a la moda, y un cuello tan alto que le cubría medio pescuezo, por encima del cual asomaba el borde rizado del cabezón de la camisa. Pero el luto no enderezó las relaciones de la pareja. Teo volvió a sus apremios maternales mientras Cipriano le insistía que le diera un plazo y asumiera un poco de sensatez. En su afán por facilitarle argumentos, Cipriano le recordó que su padre contaba con ocho años más que su tío Ignacio y había que imaginar que entre los dos nacimientos los abuelos habrían mantenido el mismo tipo de relaciones íntimas que antes y después. Sin embargo, persuadido de que todo era inútil, visitó una tarde, por su cuenta, al doctor Galache. Hubiera preferido hacerlo al que ayudó a traerle al mundo, al doctor Almenara, pero éste había fallecido once años atrás. El doctor Galache le sometió a reconocimiento y le dijo que todo era correcto, que estaba íntegro y que, con vistas a enriquecer la calidad del esperma, ingiriese una infusión de verbena y madreselva después de las comidas. Salcedo admitió que él, físicamente, se encontraba fuerte y que por ese lado no parecía provenir la esterilidad. En ese momento, el doctor Galache le formuló la temida pregunta: