—Padre, me acuso de que un hombre ha blasfemado por mi culpa.
El cura le escuchó con atención y le hizo ver los límites del apostolado, el respeto a la conciencia ajena, pero él observó que en el colegio había aprendido que no sólo debemos esforzarnos por salvarnos a nosotros mismos, un acto egoísta al fin y al cabo, sino por ayudar a salvarse a los demás. El padre Esteban únicamente le advirtió que era cristiano amar al prójimo pero no humillarle ni agredirle.
También el negocio de los zamarros fue ocasión de problemas de conciencia para Salcedo. En estas cuestiones de equidad solía buscar el asesoramiento de don Ignacio, su tío y tutor, hombre religioso, de buen criterio. La cláusula de dar preferencia a las viudas en la elección de costureras para el taller venía dictada por el hecho de que las viudas elevaban el índice de pobreza de la villa y mucha gente se aprovechaba de ello para explotarlas. Cipriano no hacía más que darle vueltas a la cabeza. Así un día se levantaba de la cama con la obsesión de que había que subir el precio de los pellejos a los tramperos o el salario de los curtidores. Su tío hacía números, sumaba, restaba y dividía, para llegar a la conclusión de que, dados los precios del mercado en la región, estaban bien pagados. Mas Cipriano no transigía, él ganaba cien veces más que sus operarios y con la mitad de esfuerzo. Su tío procuraba calmarle haciéndole ver que él exponía y ellos no, que lo suyo era en definitiva la remuneración del riesgo. Llegados a este extremo, Cipriano acallaba los reproches de su conciencia dando pingües limosnas al Colegio de los Doctrinos, que acababa de instalarse en la villa, a instituciones piadosas o, sencillamente, a los pobres, lisiados o bubosos, que paseaban sus miserias por las calles de la ciudad.
Sin embargo, Cipriano Salcedo siempre aspiraba a un perfeccionamiento moral. Recordaba el colegio con nostalgia. Le dio por las homilías y sermones. Buscaba en ellos preferentemente el fondo de los temas pero también la forma. Hubiera pagado una buena suma por una bella exposición de un problema religioso importante. Pero, cosa curiosa, Salcedo procuraba rehuir las pláticas conventuales. Sus preferencias iban por los curas seculares, no por los frailes. En esta nueva búsqueda influyó de manera determinante el jefe de su sastrería, Fermín Gutiérrez que, en concepto de Dionisio Manrique, era un meapilas. Pero el sastre distinguía a los oradores cautos de los ardientes, a los modernos de los tradicionales. Así se enteró Salcedo de la existencia del doctor Cazalla, un hombre de palabra tan atinada que el Emperador, en sus viajes por Alemania, lo había llevado consigo. No obstante, Agustín Cazalla era vallisoletano y su regreso a la villa provocó un verdadero tumulto. Hablaba los viernes, en la iglesia de Santiago llena a rebosar, y era un hombre místico, sensitivo, físicamente frágil. De flaca constitución, atormentado, tenía momentos de auténtico éxtasis, seguidos de reacciones emocionales, un poco arbitrarias. Mas Cipriano le escuchaba embebido, lo que no impedía que a su vuelta a casa le invadiera una cierta desazón. Analizaba su alma pero no hallaba la causa de su inquietud. En general, seguía las homilías de Cazalla, medidas de entonación, breves y bien construidas, con facilidad y, al concluir, le quedaba una idea, sólo una pero muy clara, en la cabeza. No era, pues, la esencia de sus sermones la causa de su desasosiego. Ésta no estaba en lo que decía, sino tal vez en lo que callaba o en lo que sugería en sus frases accesorias más o menos ornamentales. Recordaba su primera homilía sobre la redención de Cristo, sus hábiles juegos de palabras, el subrayado de un Dios muriendo por el hombre, como clave de nuestra salvación. De poco valían nuestras oraciones, nuestros sufragios, nuestros rezos, si olvidábamos lo fundamental: los méritos de la Pasión de Cristo. Lo evocaba, en lo alto del pulpito, los brazos en cruz, tras un silencio teatral, recabando la atención del auditorio.
La gente abandonaba el templo comentando las palabras del Doctor, sus ademanes, sus silencios, sus insinuaciones, pero don Fermín Gutiérrez, más agudo e informado, siempre aludía al fondo erasmista de sus pláticas. Cipriano pensó si no sería este fondo lo que le inquietaba. En una de sus visitas periódicas a su tío Ignacio le preguntó por Cazalla. Don Ignacio le conocía bien pero no le admiraba. Había nacido a principios de siglo, en Valladolid, hijo de un contador real y de doña Leonor de Vivero, en cuya casa, viuda ya, vivía actualmente. En su tiempo se había tenido a los Cazalla por judaizantes y don Agustín había estudiado Artes, con mucho aprovechamiento, en el Colegio de San Pablo, con don Bartolomé de Carranza, su confesor. Más tarde se graduó de maestro el mismo día que el famoso jesuíta Diego Laínez. Diez años después, el Emperador, seducido por su oratoria, le nombró predicador y capellán real. Viajó con él varios años por Alemania y Flandes y ahora acababa de instalarse en Valladolid, después de pasar unos meses en Salamanca. Don Ignacio Salcedo le tenía por empinado y fatuo.
—¿Fatuo Cazalla? —inquirió Cipriano perplejo.
—¿Por qué no? A mi juicio Cazalla es hombre de grandes palabras y pequeñas ideas. Una mezcla peligrosa.
La opinión de su tío no le satisfizo. Le había sorprendido que, tras la exposición objetiva de su vida, don Ignacio hubiera rematado la semblanza con aquellas palabras despectivas:
empinado
y
fatuo
. ¿Cómo podía serlo aquella personilla oscura, delicada, que parecía ofrecerse en holocausto cada vez que subía al pulpito? Se lo dijo a su tío tras una pausa.
—No me refería a las apariencias —replicó éste—. Una cabeza organizada en una naturaleza flaca, eso es lo que me parece el doctor Cazalla. Tengo para mí que el Doctor esperaba del Emperador una distinción honorífica que nunca ha llegado. He ahí la causa de su despecho.
Cipriano Salcedo se confió:
—Disfruto escuchándole —dijo— pero, al cabo de un tiempo, sus palabras me dejan un regusto áspero, como de ceniza.
Don Ignacio miraba a su sobrino con aire dominante:
—¿No será que plantea problemas que no resuelve?
Esta frase de su tío, formulada como al desgaire, le produjo mucho efecto. Éste era el doctor Cazalla. Su aproximación cautelosa a los grandes problemas despertaba la atención del auditorio, pero el orador, en palabras cada vez más próximas al meollo del asunto, no terminaba de afrontarlos. Dejaba las soluciones en el tintero. Quizá lo hacía adrede o le faltaba convicción.
En su siguiente viaje a La Manga habló con Teodomira y su padre sobre el nuevo predicador. Teodomira no había oído hablar de él y don Segundo desconfiaba de las nuevas voces. El mundo, para él, estaba lleno de salvadores que, en el fondo, eran unos consumados herejes. La gente, especialmente los frailes, se erigían en teólogos, pero eran teólogos de pacotilla, sin ninguna preparación. Cipriano le hizo ver que Cazalla no era fraile, incluso que evitaba los conventos para exponer su doctrina, pero don Segundo le advirtió que eso no constituía ninguna garantía, que seguramente no pasaba de ser una táctica. Salcedo le miraba, miraba su cachucha que no se sacaba de la cabeza ni en el interior de la casa, los bordes sudados, de un color marrón desvaído, y no veía en él a un serio antagonista de Cazalla. El señor Centeno era un ser primario y, como toda persona elemental, dispuesto a juzgar sin conocimiento. Pero, pese a todo, ahora que habían empezado los fríos y las lluvias, Cipriano se encontraba a gusto en el salón de la casa de adobe, con el fuego crepitando en la chimenea, sentado en la dura tabla del escañil.
La Reina del Páramo
se sentaba todos los días en la misma silla de mimbre. Y él veía en ella, siempre una labor entre manos, una mujer hogareña, equilibrada y de buen juicio. Los días de precepto montaba a
Obstinado
y marchaba a Peñaflor a misa de once. Entre semana no tenía ocasión de fomentar su vida de piedad pero rezaba a Nuestro Señor al acostarse y levantarse. Cipriano la escuchaba con agrado. Cuando hablaba Teodomira sentía una gran paz interior. Aquella muchacha, sobrada de peso, era la encarnación de la serenidad. Y su voz, de inflexiones acariciadoras, le producía una sensación de inmunidad como no había conocido hasta entonces. Pero lo que sorprendió más a Cipriano fue el descubrimiento de Teodomira como hembra, el hecho de que la muchacha, al tiempo que sosiego, le produjera una viva excitación sexual. La tarde del columpio y su confesión inmediata revelaban que el placer que había sentido al tocar sus nalgas lo consideraba un placer prohibido. El recuerdo de este hecho le indujo a estimar su volumen desde otro punto de vista. Recordaba su breve aventura con Minervina, la analizaba, y concluía que aquello había sido una reminiscencia de infancia. Minervina no le había dado el ser pero le había criado y él, instintivamente, había visto en ella la razón de su vida y a esa razón se había abrazado al volver a verla. No había habido otra cosa. Sin embargo ahora se daba cuenta de que aquella criatura demasiado leve no era precisamente lo que un hombre precisaba, que la pasión carnal requería obviamente carne como primer ingrediente. De ahí que la paz interior, la calma que
la Reina del Páramo
le imbuía se viese acompañada, a veces, de una lascivia reprimida, un ardiente deseo que cada vez le asaltaba con mayor exigencia. Esta mezcla de paz, seguridad y deseo empujaban a Cipriano Salcedo cada vez más frecuentemente al monte de La Manga. La familiaridad de
Relámpago
con el camino le llevaba a desplazarse en poco más de una hora. Y aquel invierno frío y lluvioso no amilanaba a Salcedo. Sus calzas de piel y su zamarro forrado de nutria, como el que regaló a Teodomira, le ponían a cubierto de cualquier veleidad climática. Luego pasaban la tarde en la casa o salían de paseo a ver volar los bandos de palomas torcaces o las becadas, recién llegadas del norte. Mientras, las dos chicas de Peñaflor preparaban la merienda para las seis. Ordinariamente, don Segundo no aparecía por la casa hasta esa hora, después de encerrar a las ovejas en los establos. Entonces, el señor Centeno terciaba en la conversación, contaba las peripecias del día y volvía una y otra vez a su vieja obsesión: el zamarro de piel de conejo. Cipriano le llevaba la corriente y, a su vez, le insinuaba la posibilidad de hacerse cargo del transporte de sus vellones desplazando a los moriscos de Segovia. Una cosa por la otra, condicionaba. Don Segundo se rascaba dubitativo la cabeza, pero su ilusión por entrar en el negocio de los zamarros terminó por imponerse:
—Está bien —le dijo una tarde—, yo le cedo el transporte y la venta de mis vellones y vuesa merced firma conmigo una comandita para explotar el conejo para zamarros y ropillas aforradas. Va en interés de los dos.
—De acuerdo —respondió Salcedo.
Y en el acto firmaron el trato, según el cual don Segundo Centeno, nacido en Sevilla y residente en Peñaflor de Hornija, cedía el transporte y venta de los vellones de diez mil ovejas, de su propiedad, a don Cipriano Salcedo, doctor en Leyes y terrateniente en Valladolid, y, al propio tiempo, ambos acordaban explotar las pieles de tres mil conejos procedentes del monte de La Manga, que don Segundo se comprometía a suministrar anualmente a don Cipriano para su utilización en el negocio de zamarros y ropillas aforradas de acuerdo con los precios del mercado.
Después de firmar, don Segundo puso sobre la mesa una jarra de vino de Cigales y los tres brindaron por el buen éxito de la empresa. Esa noche, Cipriano Salcedo cenó en La Manga y pernoctó en Villanubla, en la fonda de Florencio. La noticia de la compra de conejos sorprendió a Estacio del Valle, quien le hizo ver que el zamarro forrado de piel de conejo no constituía ninguna novedad. En Segovia los fabricaban los moriscos y, en el Páramo, los utilizaban los pastores y labrantines desde tiempo inmemorial. Salcedo, que no había firmado los tratos pensando en incrementar su fortuna, replicó que eso no importaba, que el negocio consistía en hacerlo mejor y más barato que la competencia y ganarle por la mano. Cipriano se acostó con la sensación adventicia de que la firma de los contratos le otorgaba algún derecho sobre Teodomira. Y cuando
Relámpago
le trasladó al monte a la mañana siguiente y se vio a solas con la muchacha encarando el fuego del hogar, la atrajo hacia sí y la besó en la boca. Tenía unos labios gruesos, duros y absorbentes y Cipriano se sintió sumergido en un indecible mar de placer, pero, cuando pensaba que aquello no tenía más que una salida lógica, Teodomira se levantó enojada del escañil y manifestó que ella también estaba enamorada de él, le quería, pero que cada cosa a su tiempo y que lo primero de todo era que su tutor visitara a su padre, hablaran y acordaran las capitulaciones y, si se terciaba, llegar al matrimonio. Cipriano conservaba en la punta de los dedos la sensación de firmeza de sus pechos, no inferior a la de sus nalgas, y, entonces, aceptó sus condiciones. Carecía de experiencia amorosa y se rindió. Se dio cuenta de que el acceso a
la Reina del Páramo
era un proceso paulatino que exigía una serie de requisitos previos.
Esa misma tarde visitó a sus tíos y les anunció su propósito de contraer matrimonio. La tía Gabriela se mostró interesada en el tema:
—¿Puede saberse quién es la afortunada?
Cipriano vaciló. No sabía por dónde empezar. Advirtió que se había presentado ante sus tíos precipitadamente, sin preparar su discurso.
—U... una chica del Páramo —dijo al fin—. Vive en el monte de La Manga, en Peñaflor. Su padre es perulero.
—¿En el Páramo? ¿Un perulero? —La tía arrugaba la nariz.
Pensó él que quizá sus palabras serían más eficaces si fingía compartir su extrañeza, si desde el principio exponía la realidad tal como era, incluso caricaturizándola:
—Es perulero —añadió— y no se quita la cachucha de la cabeza ni para dormir. Es hombre rústico pero con posibles. En realidad él no sabe nada de lo nuestro, pero me estima. Ayer firmamos un trato para fabricar zamarros aforrados de piel de conejo, que es lo que perseguía.
La tía Gabriela le miraba como a un bicho raro, como si estuviera bromeando, mientras el tío Ignacio le escuchaba sin osar intervenir. Tal vez necesitaba más datos para emitir un juicio. Añadió Cipriano:
—Ella no tiene formación alguna. El único oficio que conoce es el de esquiladora. Lo hace más rápidamente que los pastores y ellos la distinguen por el apodo de
la Reina del Páramo
. A lo largo de su vida ha esquilado millares de ovejas sin rasgar un solo vellón.