El hereje (38 page)

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Authors: Miguel Delibes

Tags: #Histórico

BOOK: El hereje
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Para el Doctor, la muerte de su madre significó la culminación de su abatimiento. Doña Leonor había representado en vida la autoridad, la ponderación, el orden, la obligada referencia. Y, pese a haber dejado dos hijas, Constanza y Beatriz, el sólido matriarcado acababa de quebrarse. El semblante del Doctor se deterioró aún más, adelgazaba, se arrugaba, perdía pelo. También la voz se le desteñía y ponía en evidencia el gran sufrimiento moral que pesaba sobre él. En las tertulias de pésame, donde acudieron numerosos admiradores, apenas hablaba, la gente salía de la casa desorientada: el Doctor no va a superar la desgracia, decían. Y, por las noches, cuando las visitas marchaban, se refugiaba con Cipriano en el pequeño gabinete de su madre y hablaban de ella, reconstruían su pasado y su significación en la familia y la secta. Su hija Constanza había tomado el mando pero nada era igual. La pobre Constanza no pasa de ser una sencilla aprendiza, decía desmoralizado el Doctor. Y, a falta de un confortamiento más directo, la amistad entre los dos hombres se afirmó en el trance:

—Vuesa merced lo oyó —le dijo una noche el Doctor—. Y puede ayudarme a identificar esa voz.

El grito pidiendo la hoguera para su madre le reconcomía, no le permitía reposar. Detrás veía a la ciudad entera, al mundo entero. Y hablaran de lo que hablaran, la conversación siempre terminaba por recaer en el mismo tema: la voz viril y retumbante exigiendo la quema de la difunta. Cipriano se esforzaba en tranquilizarle: un loco, reverencia, nunca falta un loco en una aglomeración de estas proporciones. Mas Cazalla porfiaba que no se trataba de un loco, la voz era firme, culta y educada, su tono no era vil. Cipriano, deseoso de complacerle, habló en la sastrería con Fermín Gutiérrez, viejo admirador del Doctor. Sí, también había oído la voz y, en su opinión y en la de sus amigos, había partido de la esquina donde se congregaba un grupo de oficiales de la Guardia Real. El Doctor denegó enérgicamente con la cabeza: la voz de mando de un soldado podía identificarse a diez leguas de distancia, dijo. Había que pensar en alguien más distinguido, conocedor de las interioridades de la familia Cazalla, sórdido en el fondo pero cortés en las maneras.

Después de dos semanas de presunciones y conjeturas en torno a la misteriosa voz, sin avanzar un paso, el Doctor se derrumbó una tarde, se sinceró con él. Le hizo objeto de una confidencia que era obligado tener en cuenta a lo largo de la investigación. Le habló de una mujer extraña, que de una manera igualmente extraña, se había cruzado en su vida y se había enfrentado violentamente con él. Se refería a doña Catalina de Cardona, conocida con el sobrenombre de
la Buena Mujer
, que en su juventud había sido aya de don Juan de Austria. Gozaba fama de santa en las altas esferas y había recalado en Valladolid de la mano de la princesa de Salerno, de la que era dama de honor, cuyo marido, don Fernando San Severino, vino a la Corte a reclamar los bienes que se le habían confiscado por su presunta participación en una conjura contra españoles.

La estancia en la villa de la princesa de Salerno le permitió conocer al Doctor y establecer con él una relación amistosa. Pero a Catalina,
la Buena Mujer
, nunca le agradó la amistad de su señora con el Doctor, ya que la manera de hablar de éste de la misericordia de Dios y de los méritos de Cristo se le antojaba equívoca y sospechosa. Catalina de Cardona, de suyo entrometida, decidió erigirse en ángel tutelar de la princesa y, sobre ponerle malas caras al Doctor, en las tertulias vespertinas le contradecía y zahería sin descanso. Por su boca habla Satanás, excelencia, llegó a decirle a la princesa un día. El Doctor, entonces, resolvió dar una lección a la marisabidilla, y en el famoso sermón de las Tres Marías, el día de la Resurrección, ridiculizó la impertinencia de ciertas mujeres que disputaban con los teólogos, sabihondas de tres al cuarto, dijo, que estarían mejor entre pucheros, pero
la Buena Mujer
aguardó la visita del cura, y cuando éste se presentó delante de su señora, le dijo que había visto salir de su boca borbollones de fuego envueltos en humo y olores de piedra de azufre. La campanada de
la Buena Mujer
creó un clima tenso en la reunión, de una violencia inhabitual, de tal manera que la princesa de Salerno se vio obligada a intervenir e impuso silencio a las dos partes cuando la réplica correspondía a Cazalla, y entonces éste se levantó dignamente y se marchó de la casa ofendido.

—Nunca volví a poner el pie en el palacio de la princesa, aclaró Cazalla a Cipriano, pero cabe que la voz pidiendo la hoguera para mi madre se fraguara ahí, en sus salones a causa de mis homilías. Cipriano quedó pensativo. Ignoraba que el Doctor tuviera enemigos de tan alto rango pero, una vez informado, dio por bueno que la afrenta a doña Leonor hubiera surgido de ese grupo o de otro semejante.

Dos días más tarde, Cipriano encontró los bajos de la casa del Doctor embadurnados por un sucio cartelón:
DOÑA LEONOR A LA HOGUERA
, decía simplemente. Aquel letrero abyecto, escrito con pintura roja, acabó de desequilibrar al Doctor. Convocó una reunión, en pleno día, en el oratorio de su casa. No podemos seguir viviendo en este
ensimismado aislamiento
, dijo. Nos conocen hasta las piedras, nos vigilan, nos odian, todas las precauciones que adoptemos en lo sucesivo serán pocas. Se le veía asustado, acorralado, nervioso. Muerta su madre, de la que tanto había dependido y que representaba el coraje, llegaba esta venganza ruin de la alta sociedad vallisoletana. Tenemos que admitir que no somos libres, añadió, que nos enfrentamos con enemigos que no dan la cara, seamos prudentes. A partir de ese momento quedaron suprimidos provisionalmente los conventículos y el Doctor decidió que se sustituyeran por visitas a domicilio, donde personalmente los sectarios serían informados de las novedades. Salcedo, por indicación del Doctor, viajó a Toro, Zamora y Logroño para poner sobre aviso a los adeptos.

A su regreso, Cipriano encontró al Doctor aún más sumido y cogitabundo. El hecho de que la realidad del grupo fuese conocida, o, al menos, se sospechase su existencia, le desquiciaba. Se sentía literalmente arrinconado. Cipriano permanecía con él hasta altas horas de la madrugada. El insomnio le acechaba y los julepes y el filonio romano apenas le hacían efecto. Su medrosidad le llevaba a extremos exagerados, a una pusilanimidad morbosa. Las sensaciones de persecución y aislamiento prevalecían sobre todas las demás. Una noche emborronaron con pintura el letrero rojo de la fachada y el Doctor subió a casa más entonado, como si hubiese borrado con él los malos pensamientos de la conciencia del responsable. Con Cipriano se desahogaba, era su paño de lágrimas: el Reformador al menos sabía de nuestra existencia, nos animaba, decía. Muerto Lutero, desconectados del foco sevillano, el Doctor no veía futuro para la causa. Mas Cipriano iba advirtiendo que un día pensaba una cosa y mañana la contraria, se mostraba irresoluto, mudadizo, como atollado. En una ocasión organizaron un viaje a Sevilla pero ocho días antes el Doctor desistió de él. ¿Qué iban a hacer en Sevilla? ¿Acaso estaban mejor informados los andaluces que ellos? Procedía ir más allá, más lejos, a la madre. ¿Sería capaz Cipriano de viajar a Alemania por el grupo? A Salcedo no le sorprendió la pregunta, llevaba meses esperándola. Estaba convencido de que únicamente entrevistándose con Melanchton y sus colaboradores, aportando información directa, libros y publicaciones, y la promesa de una ayuda quimérica llegado el caso, conseguiría animar al Doctor. Iría, pues, a Alemania, le dijo, pasaría allí el tiempo que hiciera falta, conectaría con el cerebro de la organización y recibiría instrucciones. La sola idea de que Cipriano iba a viajar a Alemania ya levantó el ánimo del Doctor. Le indicaba itinerarios en el mapa, ciudades, caminos, le facilitaba nombres y direcciones, contactos obligados, centros de visita inexcusable. Era como si su cerebro atascado se hubiera puesto de repente en movimiento. Una tarde le dio las señas de Berger, Heinrich Berger, marino de profesión, apóstol del nuevo cristianismo, con quien tal vez pudiera regresar a España por los puertos del norte. Al recordar su estancia en Alemania, los lugares que había visitado con el Emperador, los viejos amigos, los contactos iniciales, el rostro del Doctor resplandecía. Entre los dos iban urdiendo planes: saldría por el Pirineo y regresaría por mar o a la inversa. El zamarro de Cipriano y las ropillas aforradas, llegado el caso, podían servir de tapadera, pero de momento el proyecto debería permanecer en secreto. ¿Había oído hablar de Pablo Echarren, vecino de Cilveti, un pueblecito al norte de Navarra? No, claro, Salcedo no había oído hablar de Echarren, ni sabía de la existencia de Cilveti. Su viaje más largo por el norte había sido a Miranda de Ebro, ni siquiera había viajado hasta Bilbao. El Doctor le informó entonces de que Echarren llevaba gente hasta la raya con Francia, fugados, refugiados, exiliados, contrabandistas. Era su hombre pero convenía entrarle con cautela. Lo más oportuno sería hablarle de don Carlos. Seso le conocía desde su estancia en Logroño y había utilizado varias veces sus servicios. Cipriano debía decirle que don Carlos de Seso era su amigo, incluso su compariente. No, desde luego, no tenía honorarios fijos, era voluble, dependía del momento, del riesgo que corriera en cada desplazamiento, de sus necesidades, pero sus emolumentos —dijo— no era fácil que bajasen de veinticinco ducados ni superasen los cuarenta. Una vez en casa de Echarren, Vicente, el criado de Cipriano, podía regresar a Valladolid con los caballos, puesto que Echarren disponía de acémilas propias que conocían el camino, eran silenciosas y le comprometían menos. El Doctor le facilitó la dirección de Pablo Echarren en Cilveti. Todavía, antes de partir, Cipriano Salcedo hizo una escapada con
Pispas
hasta Toro, donde don Carlos de Seso le puntualizó las informaciones del Doctor y le advirtió que los modales de Echarren eran un poco bruscos y su carácter desigual pero que confiase en él, que cumpliría su palabra. Le dio una esquela de presentación para el navarro y, de vuelta a Valladolid, pasó por Pedrosa para entregar a Martín Martín la copia del nuevo contrato de propiedad que había redactado su tío Ignacio en la Cnancillería. A Domingo Manrique y Fermín Gutiérrez les había facilitado ya un borrador de los acuerdos sobre las nuevas comanditas. Una vez rematadas las obligaciones que le retenían en Valladolid y conforme con el Doctor, fijaron la fecha del 25 de abril para la partida. Vicente había preparado las cosas con su acostumbrada meticulosidad: don Cipriano iría con
Pispas
y él con
Arrugado
, el duro penco auxiliar, mientras la muía
Sola
acarrearía los equipajes. No había prisa. Teniendo en cuenta el paso tardo de la acémila podían recorrer diez leguas diarias y ponerse en Cilveti hacia el 29 o 30 de abril. Respecto a los descansos nocturnos, Vicente determinó como posibles, de no producirse algún imprevisto, las ventas de Villamanco, Zalduendo, Belorado, Logroño y Pamplona. Tras tanto preparativo, Cipriano salió de Valladolid en las primeras horas de la mañana del día 25. Su leve equipaje lo constituían dos fardos, que portaba la muía
Sola
a modo de albardas, y el dinero, los papeles y las cartas de presentación los llevaba repartidos por los diversos bolsillos de su indumenta. Era un día soleado, de suave temperatura y nubes blancas, aborregadas, y Cipriano pensó en Diego Bernal. Siempre que viajaba con dinero o algo valioso, Salcedo recordaba al viejo salteador, pero Vicente le tranquilizó, Bernal ya estaba pensando en el retiro —dijo—. Hace más de medio año que no se sabe de él.

Se ajustaron a lo previsto con exacta precisión los dos primeros días. La lluvia les sorprendió el tercero y llegaron a Belorado con el agua escurriéndoles por las calzas. El temporal estaba asentado sobre Castilla y esperaron un día para reanudar la marcha. El 30, al caer la tarde, después de enviar a Echarren un correo urgente, entraban en Cilveti, una aldea de montaña, con casas de piedra y escasos habitantes. Cipriano descargó los fardillos en el zaguán de Pablo Echarren, y Vicente, montando a
Arrugado
y con
Pispas
y
Sola
en retaguardia, regresó a Urtasun sin hacer noche. No había razón para llamar la atención de nadie. Por su parte Cipriano encontró a un Pablo Echarren menos atrabiliario de lo que don Carlos había sugerido. Hablaba poco pero no por desabrimiento sino por no malgastar palabras:

—Vuesa merced ya sabe que los tiempos están difíciles. Hoy no puedo subirle al alto por menos de cincuenta ducados —le advirtió.

Cuando partieron aún no había amanecido y, conforme se hacía la luz, la línea oscura de la sierra, coronada de nubes, iba recortándose contra el horizonte. La muía de Echarren, cubierta con una manta, abría camino a la de Cipriano y a
Luminosa
que portaba el equipaje. Franqueaban un sardón de quejigo con hoja de invierno, sin seguir un sendero visible, y, en lo más espeso del monte, volaron atolondradamente dos pájaros:

—Becadas —dijo Echarren escuetamente.

—En Castilla las becadas entran en noviembre —apuntó Cipriano recordando los tiempos de La Manga.

—Todavía andan de contrapasa —aclaró el guía—. En todo caso, éstas anidan aquí.

Se detuvieron al empinarse la cuesta. Un bosquecillo de hayas, con hojas recientes, se alzaba a mano derecha, tras una junquera, y, a su izquierda, una gran masa de abetos. Echarren sacó de las alforjas un pan con queso y salchichas y una bota de vino. Bebió antes de empezar a comer levantando la cabeza, largamente, sin derramar una gota:

—Hay que desatrancar el tubo —dijo justificándose.

Iniciadas las turbulencias de mediodía, una pareja de quebrantahuesos se sostenía en el aire sin aletear. Cuando reanudaron la marcha, las acémilas avanzaban penosamente, con lentitud. La pendiente se acentuaba al entrar en el hayedo, un bosque de árboles prietos y misteriosos. De cuando en cuando, Echarren detenía la muía y escuchaba después de exigir silencio a Cipriano. En las alturas, a pesar de las horas de insolación y la fuerza del sol, el ambiente era más fresco. Trepaban ahora entre abetos, un mar de ellos, y arriba, en la cumbre de la montaña, se divisaban tolmos desnudos, pequeñas conchestas refulgentes, escorrentías procedentes del deshielo. Hubo un momento, tras una parada de Echarren, en que éste, con ademanes apremiantes, le instó a refugiarse en un pequeño rodal cercado por altos árboles. Echarren imponía silencio, cruzando los labios con su dedo índice. Se oía rumor de conversaciones a poca distancia. El navarro se apeó y miró a través del follaje. Debió de distinguir el atuendo de los viajeros o, tal vez, el pelaje de las caballerías, porque se volvió hacia Cipriano y susurró:

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