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Authors: Andrés Pascual

Tags: #Drama

El haiku de las palabras perdidas (11 page)

BOOK: El haiku de las palabras perdidas
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—¿Y qué te llama la atención?

—Que se monte un jardín budista zen en un santuario sintoísta. Nunca ha dejado de sorprenderme que los japoneses practiquéis de forma simultánea más de una religión.

—A mí no me parece que estén reñidas. El sintoísmo me ayuda en vida a resolver las cuestiones de este mundo, mientras que el budismo se ocupa del alma y me prepara para encarar la muerte.

Dijo aquello con una adorable ingenuidad que de algún modo era capaz de convivir con su sofisticación. Emilian pensó que le vendría bien una ración de ambas religiones para seguir en pie y, como cada vez que tomaba conciencia de su dramática situación, sintió un nudo en el pecho. Siguieron caminando hacia el santuario. A medida que se acercaban iban cruzándose con más gente. Algunos se limitaban a dar vueltas con banderitas o camisetas con frases en honor a las víctimas; otros se agrupaban en los tenderetes instalados por las asociaciones ecologistas antinucleares, flanqueados por carteles que mostraban las fotografías más crudas de los dramáticos efectos de la radiación, cuyos miembros leían manifiestos y repartían panfletos. No era precisamente lo que Emilian necesitaba, pero no podía, ni quería, huir.

Cuando llegaron a la puerta, Mei se excusó para cumplir con el protocolo de los dioses de la lluvia y el arroz. Emilian, contento de tener un motivo para contemplarla sin necesidad de disimular, se sentó en un bordillo de piedra y la acompañó con la mirada hasta la fuente. Mei cogió uno de los cucharones de madera, lo llenó con el agua que fluía de los caños y vertió un poco en cada mano; después se enjuagó la boca y escupió a un lado; se acercó al vestíbulo del santuario, echó una moneda en la caja de ofrendas, tiró de la cuerda que hacía tocar el gong con el que convocaba al dios y rezó sus oraciones. Cuando hubo terminado, dio las consabidas dos palmadas, hizo una reverencia y se retiró con una serena expresión de satisfacción.

Emilian pensó que aquella moderna geisha le resultaba sensual incluso cuando cerraba los ojos para orar.

—Vayamos a ver el jardín —dispuso ella.

Se trataba de un gran rectángulo de ladrillo rellenado de arena blanca alisada a la perfección. De la arena emergían quince rocas de diferentes tamaños. Emulaba el jardín más importante del estilo Kare Sansui —paisaje seco— que reposaba en un famoso templo de Kioto. Sin plantas, sin flores, sólo arena y rocas, ni siquiera de originales formas, pensó Emilian, pero destilando una armonía tan sublime...

Buscaron un hueco libre entre la gente que se agolpaba junto a la valla de separación. Era cierto que incitaba a meditar. Emilian sintió que, como la noche anterior, se abalanzaban sobre él las imágenes de todos y cada uno de los años, meses, semanas y días invertidos en su proyecto definitivo y frustrado, pero poco a poco se convirtieron en algo... pasado. Era extraño. ¿Pasado? De repente notó como si las rocas llamasen su atención desde el abrumador silencio. Quince rocas, quince palabras en un idioma sin sonidos:

Si

quieres

saber

lo

que

serás

en

el

futuro,

mira

lo

que

estás

haciendo

ahora.

Permaneció un rato con la vista sumergida en la arena del jardín. ¿Lo que seré en el futuro? ¿Me están pidiendo que reaccione? No tenía fuerzas para reaccionar, no, ni siquiera sabía si quería salir de aquel pozo... El golpe había sido demasiado duro. Había dejado de ser él mismo.

—¿Por qué han escogido un jardín de rocas para recordar a las víctimas de las bombas? —acertó a decir, evitando seguir dándole vueltas a su situación.

—Mira la posición en la que están colocadas sobre la arena —le explicó con el mismo tono que utilizó el día anterior para hablar de los cuadros—: podría haber sido cualquier otra. Es una forma de representar lo aleatorio. Kioto, la ciudad en la que se encuentra el jardín original, era el destino inicial de la bomba atómica que finalmente arrojaron en Nagasaki.

—¿Por qué cambiaron de objetivo?

—Los asesores del presidente estadounidense consideraron una aberración destruir los dos mil templos de Kioto.

—¿Más aún que matar a miles de personas?

—Contéstate tú mismo. Estudiaste el arte de levantar edificios.

Emilian se mordió la lengua. A juzgar por la expresión de Mei, no era una salida cáustica. No resultaba fácil conversar con normalidad con una japonesa. Su cerebro había sido forjado a partir de diferentes parámetros, las palabras mutaban de intención al flirtear con una cultura tan distante.

—Resulta curioso que una decisión de despacho pueda cambiar el destino de tantas personas —dijo por fin eludiendo una respuesta.

—Fue cosa de un secretario de Guerra llamado Stimson. Unos años antes del conflicto había pasado en Kioto su luna de miel, por lo que se dejó la piel para convencer al comité de que esa ciudad merecía ser preservada.

—Me cuesta creer que ésa fuera la razón de más peso.

—Algo tan poco pesado como las nubes decidió el objetivo final.

—No sé a qué te refieres.

—Nadie sabe nada de las bombas, sólo que estallaron y ya está.

Se separó de la valla y echó a andar por el patio. Emilian se acercó por detrás.

—Si me lo contases yo también podría contárselo a otros.

—Una vez desechado Kioto —retomó ella sin más réplicas—, los americanos optaron por el arsenal de Kokura. En la fecha prevista, los aviones de reconocimiento informaron de que el cielo estaba despejado y se dio la orden de atacar. Pero el B-29 que transportaba la bomba pasó cuarenta minutos haciendo círculos en el aire esperando a otro bombardero que debía escoltarle y, para cuando llegaron, las nubes lo habían ocultado todo, impidiéndoles divisar el objetivo.

—Y fue entonces cuando pusieron rumbo a Nagasaki —supuso Emilian.

—Así de triste. Un mero plan B. La escogieron como objetivo subsidiario porque albergaba la fábrica Mitsubishi de la que salían los aviones Zero. Ya sabes, los que pilotaban los kamikaze. Mala suerte.

—Nuestras decisiones están condicionadas por un millón de factores, pero no creo que el destino final de una persona esté en manos de la suerte.

—¿No?

—Siempre hay una alternativa, por pequeña que sea, para cambiar nuestro destino.

Emilian se estremeció apenas terminó aquella declaración. ¿Por qué había dicho eso? Era como si tratara de convencerse a sí mismo. Malditas piedras del jardín zen que hablaban por su boca...

—¿Podemos cambiar el curso de las nubes? —saltó Mei—. ¡A punto estuvieron de salvar también Nagasaki! Cuando llegó el B-29, la ciudad estaba tan cubierta como Kokura, por lo que el capitán decidió partir hacia Okinawa para arrojar la bomba al mar. Pero en el último momento se abrió un pequeño hueco que le permitió tener contacto visual con la fábrica y no lo pensó dos veces. Dio la orden y...

La escena se congeló durante un par de segundos.

—¿Por qué te obsesionan tanto las bombas atómicas? —le preguntó Emilian sin tapujos.

Mei le miró a los ojos. Separó los labios y aspiró como para decir algo, pero uno de los empleados de la seguridad del templo se acercó para reprenderlos por hablar cerca de la zona de meditación.

—Vayámonos de aquí.

Cruzaron el templo y salieron por una puerta lateral.

—Aún no me has contestado —retomó él con delicadeza mientras enfilaban un sendero sinuoso.

Mei se detuvo.

—Será mejor que lo dejemos.

—¿Dejarlo? ¿Qué tenemos que dejar?

—Todo.

Unos nervios repentinos apagaron su brillo.

—No comprendo.

—Ha sido una mala idea.

—¿Por qué me has traído aquí?

Trató de cogerla del brazo sin ninguna brusquedad, pero el solo hecho de tocarla produjo en Mei un espasmo. De pronto tenía los ojos vidriosos.

Emilian intuyó que se le escapaba entre los dedos la oportunidad de dotar a su vida de un mínimo sentido en aquel momento aciago.

—He de irme.

—Sé que necesitas algo de mí, Mei. ¿Qué querías pedirme?

Pero ella, llevándose encadenadas todas las respuestas, echó a correr hacia una zona del parque que, de tanta espesura, parecía albergar una noche eterna.

5. Bajo la lluvia negra

Nagasaki, 10 de agosto de 1945

B
ien entrada la madrugada, el doctor Sato se torturaba pensando cosas que no debía. Casi todos sus pacientes quemados iban a morir en unas pocas horas, tal vez en uno o dos días. Aunque lograsen superar los primeros envites carecían de proteínas para regenerar los tejidos. Y los que consiguieran sobrevivir, ¿cómo quedarían? Aunque llegaran a sanar, las cicatrices les impedirían volver a estirarse. Estaban condenados a vivir arrugados como orugas a las que el ejército aliado había acercado un cigarrillo encendido.

Había otro grupo de pacientes, cada vez más numeroso, que dio en llamar infectados. Su sintomatología no se correspondía con la de ningún cuadro médico que hubiese tratado hasta la fecha. Todos ellos eran supervivientes que en un principio creyeron estar ilesos y que, de pronto, comenzaron a sufrir severos ataques de vómitos y diarreas. Si seguían vaciándose a semejante ritmo, en unas horas no quedaría nada del ser humano que fueron.

Estuvo a punto de sufrir un desvanecimiento. Suzume, la enfermera, le rogó que se retirase a descansar un rato.

—Veinte minutos —consintió.

Entró a su despacho. Era el único hueco de la clínica que había reservado para él y para Kazuo. El resto de los espacios en ambas plantas, incluidos los pasillos y la escalera, estaban atestados de pacientes. Cuando cerró la puerta creyó sumergirse en una poza termal. Por fin un poco de silencio e intimidad. Se trataba de una habitación de unos diez metros cuadrados. Sobre la pared pintada de blanco destacaba el título de la facultad de medicina y un reloj de pared. Aparte de su sillón, la mesa y un par de sillas, el resto de menaje lo conformaban una camilla, una estantería con sus libros y tratados médicos y un armario metálico, en el que guardaba el instrumental y las historias clínicas.

Se derrumbó en el sillón y perdió la mirada en un pequeño tiesto de aloe que tenía sobre el armario. Resultaba paradójico: aloe, una planta para curar quemaduras... Se la habían regalado en un congreso, justo antes de la guerra, después de que un tal doctor Collins comprobase su extraordinaria eficacia para curar las abrasiones que los rayos X producían a los médicos. Soltó una risa nerviosa que le cogió a sí mismo desprevenido.

En ese momento alguien abrió la puerta.

—¡Doctor!

—¡Kazuo, has vuelto!

Quiso levantarse para no dar la sensación de estar agotado, pero fue incapaz.

—El hospital del barrio alto está casi entero y en funcionamiento —le contó el chico con excitación—. ¡Y hay muchos médicos y enfermeros trabajando!

—¿Has hablado con ellos?

—¡Claro que sí! Incluso les he estado echando una mano moviendo camas y otros muebles para hacer hueco. Siento haber tardado tanto, pero íbamos pasando de una cosa a otra...

—Me alegro de que les hayas sido útil.

—Les he dicho que aquí también estabas ocupándote de los heridos y que no dabas abasto, pero me han rogado que no les enviemos ninguno. Están igual de asfixiados que nosotros.

—Vaya...

—¡Lo mejor de todo es que casi todas las casas de la zona están en pie!

—Por fin una buena noticia.

—Me han explicado que en Hiroshima fue diferente —siguió relatándole con la lección bien aprendida—. Allí el terreno es plano, por lo que la explosión y la tormenta de llamas arrasó la ciudad por completo. Aquí la onda expansiva se desplazó a ras de suelo por el valle. Las montañas nos han salvado la vida.

El doctor pensó en los heridos. ¿Acaso era una suerte haber sobrevivido? Aunque hubiera podido trasladarlos, estaba seguro de que antes del amanecer también se terminarían los medicamentos del hospital y sería imposible reponerlos durante varios días.

—Aprovechemos que estamos bien y sigamos con lo nuestro —dijo escueto.

Se levantó del sillón, decidido, pero se detuvo de pronto.

—¿Esa sangre es del corte que te hiciste el primer día?

—Sí —contestó Kazuo dándose cuenta.

—Sube a la camilla y remángate el pantalón.

Mientras el doctor se agachaba para coger vendas se le doblaron las rodillas y a punto estuvo de caer al suelo.

—¡Doctor!

Kazuo saltó de la camilla y llegó justo a tiempo para sujetarlo y acercarlo hasta una silla. El doctor sufrió un par de convulsiones más, logró superar una arcada y tomó aire.

—No es nada.

—¿Cómo que no?

—Es sólo agotamiento.

Su rostro no era el mismo, parecía cubierto por un velo invisible.

—¿Por qué no te echas un rato? —le propuso Kazuo—. Yo te sustituiré mientras tanto.

El doctor sonrió y le acarició el pelo, que parecía un campo de trigo después de una riada.

Kazuo abrió los ojos. Miró el reloj de pared. Era media mañana. Poco a poco fue tomando conciencia de dónde estaba: los gemidos de los pacientes más allá de la puerta, la textura de la manta del ejército que le cubría las piernas, el mobiliario del doctor, iluminado de forma tenue por la luz mortecina que se filtraba a través de las grietas del papel de la ventana. Había pasado gran parte de la noche ayudando al doctor y a Suzume en las curas. Ni siquiera sabía a qué hora se había acostado. Parecía haber dormido una eternidad y sin embargo seguía estando agotado.

Lo primero que hizo fue sacar el pequeño pliego enrollado del haiku que todavía llevaba en el bolsillo del pantalón. Lo contempló durante unos segundos. No había sido capaz de leerlo. En más de una ocasión había estado tentado de hacerlo, pero le había prometido a Junko que lo leerían juntos. Lo guardó en el armario del material médico, en el interior de una cajita de metal. Se aseguró de dejarlo todo bien cerrado y salió despacio del despacho.

Le pareció que había muchos más pacientes que la noche anterior. Un olor hediondo inundaba el aire volviéndolo irrespirable. Se percató de que la mayoría, los infectados y también los quemados, estaban sucios de sus propios vómitos o heces líquidas, que también se esparcían por el suelo. Dos mujeres del barrio alto que se habían ofrecido voluntarias para ayudar se afanaban en mantenerlo limpio con unos trapos que humedecían en el agua de un caldero.

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