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Authors: Andrés Pascual

Tags: #Drama

El haiku de las palabras perdidas (33 page)

BOOK: El haiku de las palabras perdidas
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Mei se estremeció al pensar que su abuela se acercaba de forma inexorable al final.

Emilian se quedó pensativo unos segundos.

—Creo que ya lo tengo.

—¿Qué se te ocurre?

—El administrador del blog, con una simple aplicación, podría saber la dirección IP del ordenador desde el que se escribió el comentario —comentó refiriéndose al número de referencia que tiene asignado cada acceso a internet—; y a partir de ese dato yo mismo podría buscar su localización geográfica con un programa de rastreo.

—Tenemos que hablar con él —se ilusionó Mei.

—Ve a la pestaña de contacto, a ver si dice dónde está la sede de la asociación. Lo más seguro es que sea aquí mismo, en Ginebra.

Mei operó sobre la pantalla táctil. Su gesto se oscureció.

—Vaya...

—¿Dónde? —le urgió Emilian asomándose.

—En Berna.

—Ningún problema.

—¿De verdad estás pensando...?

Miró su reloj.

—En poco más de dos horas estaremos allí. Espero que haya alguien que pueda atendernos.

Llegaron a Berna a media tarde. La calle a la que se dirigían estaba en el casco antiguo, por lo que se vieron obligados a dejar el coche en un aparcamiento público y seguir a pie. Mei no esperaba aquel escenario de cuento de hadas. En cualquier otra circunstancia se hubiera detenido a cada paso para degustar el sabor de un medievo que, in situ, no se percibía tan diferente al de los castillos japoneses. Pero bajó la mirada al suelo adoquinado y se limitó a bucear tan veloz como pudo por aquel mar de tejados rojos del que emergían imponentes fuentes, torres y bastiones, a través de callejones repletos de banderolas que alternaban los emblemas del cantón y la nación.

Se detuvieron frente a un edificio restaurado para viviendas que conservaba impoluta la fachada de arenisca y los miradores policromados.

—¿Seguro que es éste?

Mei consultó el número y asintió.

Allí no había ninguna asociación. Como en todo el centro histórico, las plantas bajas estaban destinadas al comercio. A la izquierda del portal, una tienda de deportes ofrecía descuentos en ropa de esquí; a la derecha, el escaparate de una confitería rebosaba chocolate.

—Me extraña no ver siquiera una placa —murmuró Emilian—. ¿Figuraba el piso en el contacto del blog? —preguntó. Mei negó—. Puede que hayan cambiado de domicilio...

—O puede que ni siquiera tengan una sede fija. Aunque se dediquen a algo tan meritorio como alejar a esos niños durante unas semanas del panorama posnuclear, sólo son un grupo de padres.

Emilian permaneció pensativo con la mirada perdida entre los timbres del portero automático. Cuando por fin se volvió casi se dio de bruces con un matrimonio de mediana edad que se acercaba al portal, él de baja estatura y largo bigote y ella oronda y de aspecto feliz.

—¿Buscan a alguien? —dijo el hombre.

—En realidad buscamos el local de una asociación llamada Familia y Futuro.

—¡Claro! —se alegraron—. ¿Quieren información para acoger algún niño?

—No, no... —Emilian miró a Mei. Comprendió que los estaban tratando como a una pareja y sintió una punzada en la boca del estómago—. Se trata de otra cosa. ¿Es usted...?

—Disculpe, soy Eduard Villars, presidente de la asociación. Ésta es mi esposa, Soraya.

—Emilian Zách —se presentó dándole la mano—. Ella es mi amiga Mei.

—¿Es usted japonesa? —preguntó la señora.

—Lo siento, no hablo su idioma —se excusó Mei.

—¡Oh, disculpe! —exclamó la señora pasando a conversar en un correcto inglés con las erres remarcadas—. Le decía si es usted japonesa. —Mei asintió—. Mis padres son persas. ¡Las dos venimos de lejos! —exclamó con aquel acento bernés nada oriental.

—Solemos reunimos el primer jueves de cada mes en un local parroquial de la Iglesia del Espíritu Santo, junto a la estación de tren —les explicó el señor Villars—. Pueden venir cuando quieran. La mejor forma de conocer nuestra asociación es tomar contacto con otras familias que ya tienen experiencia en acogida. Hay algunas que llevan años trayendo a los mismos niños cada verano. Los consideran sus hijos.

—Eso es fantástico —asintió, cordial, Emilian—. Pero vivimos en Ginebra.

—Ah... ¿Y qué les trae entonces por aquí?

—Hemos venido porque necesitamos pedirle un pequeño favor relacionado con el blog de la asociación.

—¿Qué pasa con el blog?

—Es un asunto... familiar —dijo tratando de sensibilizarle—. Si tuviera un minuto podríamos explicárselo.

—Ya, pero el problema es que esta de aquí es nuestra casa particular —se justificó el señor Villars haciendo un extraño movimiento con el mentón—. Figura como domicilio de la asociación, pero sólo a efectos administrativos. Como le digo, las reuniones se celebran en la parroquia...

—Le aseguro que no era nuestro deseo importunarlos —le cortó Emilian con maestría, y dedicó a Mei y acto seguido a la esposa del señor Villars una calculada mirada de lástima que surtió un efecto inmediato.

—¡En absoluto nos importunan! —saltó aquélla haciendo que la tensión se desvaneciera—. Vayan subiendo con mi marido. Él los atenderá en su despacho mientras yo compro unas pastas para acompañar un café.

Se lanzó hacia la confitería contigua.

—No es necesario que se tome ninguna molestia —la retuvo Emilian.

—Monsieur, le ruego que no me prive de una buena oportunidad de comprar dulces —sonrió ella con gesto pícaro, secundada por un asentimiento forzado de su esposo.

Subieron al segundo piso y entraron en la vivienda. Estaba decorada con muebles clásicos, algunos sin duda adquiridos en los anticuarios de la ciudad y otros con más naftalina que solera. Emilian pensó que sólo faltaba una armadura para completar el lote. Pasaron al despacho de los miradores que se veían desde la calle. Mei tomó asiento en un arrinconado sillón Chester mientras Emilian se ubicaba en la mesa de trabajo frente al señor Villars. Éste se tomó su tiempo para encender su ordenador con meticulosidad.

—Ustedes dirán —abrió la veda, y giró la pantalla para que los tres pudieran verla.

Emilian le mostró el post de homenaje a los liquidadores y, a continuación, el comentario escrito por el ucraniano Oleksander Bodarenko.

—Necesitamos encontrar al liquidador sobre el que versa este comentario. Y la única forma de hacerlo es localizar primero a la persona que lo ha escrito.

—Lo entiendo, pero ¿en qué puedo ayudarlos yo?

—Si usted, como administrador del blog, nos proporcionase la dirección IP del ordenador que remitió ese texto desde Ucrania...

—¿Puede hacerse eso? —exclamó el señor Villars.

—En realidad es bastante fácil. Se trata de un número de identificación que puede obtenerse con una herramienta integrada en el gestor del blog. Y una vez tengamos esa referencia yo mismo podré localizar la dirección física que precisamos a través de un geolocalizador.

—¿Un geo-qué?

—Un programa de rastreo. No se preocupe —le tranquilizó Emilian—, ya le he dicho que se trata de un asunto familiar. De máxima urgencia —remarcó—, pero familiar.

—Pero eso que me pide son datos privados —rezongo el señor Villars bajando la voz—. Seguro que están protegidos por la ley.

—Estoy convencido de que a la persona que publicó ese comentario no le importará que contactemos con él.

—No sé qué decirle...

—Le aseguro que es de vital importancia para nosotros —declaró Emilian con gravedad.

—¿Cuál es el fin de todo esto? —pareció enfadarse el bernés—. La verdad es que empiezo a no entender nada. O, mejor dicho, son ustedes los que me están mareando con vaguedades.

Mei se decidió a intervenir.

—¿No le gustaría coger la mano de la persona que ama mientras sus ojos se cierran por última vez? —preguntó desde el sillón del fondo.

El señor Villars le dedicó una mirada de perplejidad.

—Lo siento, señorita Mei. —Habló con lentitud, sin ser capaz de arrancar sus ojos del aura de la japonesa—. Estoy seguro de que sus intenciones serán del todo legítimas, pero no puedo ayudarlos.

Giró la pantalla hacia sí. Emilian sintió que se les escapaba.

Tenía que idear algo rápido.

—Dales lo que te piden —sonó una voz a su espalda.

Se volvieron los tres a un tiempo. Era la esposa. Estaba plantada en la puerta con una bandejita de pastas en la mano y un gesto mucho más sereno que el que había exhibido en la calle.

—Querida...

—No sé tú, Eduard —siguió ella de forma implacable—, pero yo querría que me cogieras la mano mientras me estoy muriendo. Así que dales ese dato y luego venid a la salita a tomar el café.

Dio media vuelta y se perdió por el pasillo haciendo crujir la tarima.

Emilian miró a Mei.

Lo tenemos, pensaron a un tiempo.

Salieron del piso con la dirección IP del ucraniano apuntada en una hoja cuadriculada que el señor Villars había arrancado de una pequeña libreta de espiral.

—Pobre del niño que le toque en esta casa —comentó Emilian mientras saltaban a la calle.

—La señora es un encanto —defendió Mei—. Y además, cualquier casa de esta ciudad será un palacio para ellos.

—Sólo estaba bromeando. —Le dio un beso en la mejilla.

Fue un acto inocente, pero por un instante pareció detenerse el tiempo—. ¿Qué hacemos? —reaccionó.

Se quedaron un momento parados. A Mei también parecía haberle turbado aquel roce.

—¿Volvemos a Ginebra? —preguntó ella.

Emilian tensó de nuevo las riendas.

—¿Cuántas horas hay de diferencia con Ucrania?

—Desde aquí... No estoy segura, una o dos.

—Entonces todavía disponemos de un rato para llamar. Busquemos algún sitio en el que haya wifi y pongámonos a trabajar. Si volvemos ahora a casa, para cuando lleguemos ya se habrá hecho demasiado tarde. No creo que ningún ucraniano recién acostado quiera atender a unos locos que llaman desde el otro lado del mundo preguntando por algo que ocurrió hace veinticinco años.

Necesitaban un lugar tranquilo para instalar el campamento. Unos estudiantes les recomendaron el Café Littéraire, ubicado en el interior de una librería del centro. Se acomodaron junto a las estanterías de novela extranjera en una mesita redonda que casi ocuparon por completo con el iPad, la tetera de Mei y el tazón de capuchino que pidió Emilian. Dio un primer sorbo, se quejó de lo caliente que estaba y tecleó durante un rato hasta encontrar la ciudad asociada a la dirección IP del ordenador ucraniano.

—Ya lo tengo.

—¿Aparece su dirección exacta?

—Sólo consigo la ciudad. Se llama Lutsk. —La introdujo en el buscador—. Es la capital de una pequeña región del noroeste cercana a Polonia, pero no parece demasiado grande. A ver si figura alguien con su nombre...

Aparecieron tres Oleksander Bodarenko. Llamó al primero sin perder un segundo. No contestó nadie. Volvió a marcar, de nuevo sin éxito. Mei le cantó el siguiente número. Fue aún peor: saltó un contestador. Emilian no quiso dejar recado. Lo que tenía que hablar con aquel hombre no podía resumirse en una frase. Probaron suerte con el tercero. Mei apretaba la tetera con ambas manos como si fuera una estufa. En el interior del local hacía calor, pero la sangre apenas le llegaba a los dedos debido a los nervios.

—Pryvit—contestó una mujer al otro lado.

—Buenas tardes —correspondió veloz Emilian, volviéndose hacia Mei con los ojos muy abiertos—. ¿Habla usted inglés? —La mujer le contestó en ucraniano—. ¿Está ahí Oleksander? ¿Oleksander Bodarenko?

—¿Oleksander? —pareció entender ella por fin.

—Sí, sí, por favor. ¿Puede ponerse Oleksander Bodarenko?

Se oyó como si dejase caer el teléfono sobre una mesa.

—Pryvit —sonó otra voz, ésta más rotunda.

—¿Es usted Oleksander Bodarenko?

—¿Quién llama?

—Disculpe que le aborde de este modo. Mi nombre es Emilian Zách y le estoy llamando desde Suiza.

—¿Nos conocemos?

—Aún no. Pero tengo que pedirle un importante favor.

—¿Desde Suiza, ha dicho?

—Sí, el mismo país del que partió el liquidador que le salvó la vida —se aventuró a decir.

Oleksander pareció haberse quedado mudo.

—¿Qué necesita? —preguntó por fin.

Hablaron durante unos minutos. Emilian midió bien lo que tenía que contarle para que su interlocutor no se sintiera abrumado por un exceso de información y, al mismo tiempo, para que se inclinase a ayudarlos.

—Sólo hay un problema —se lamentó Oleksander cuando aquél hubo terminado.

—¿Cuál?

—Aparte de cuanto conté en el comentario que publiqué en el blog, no sé nada de ese hombre.

—¿Nada?

—Nada de nada. Desde aquel día, cuando me entregó la tarjeta en la calle de Piski, no he vuelto a hablar con él una sola palabra. Ni yo ni nadie de mi familia. Ni siquiera cuando mi padre telefoneó a su empresa para contarle que me habían diagnosticado la enfermedad. Habló con su secretaria, y a partir de entonces fueron los médicos de Kiev quienes se ocuparon directamente de todo, por lo que se cortó toda comunicación con Suiza. Supongo que el liquidador les pagaría bien, porque me trataban como a un rey.

—¿Y su padre? ¿Tampoco él podría decirnos nada más?

—Mi padre murió hace tres años.

—Lo siento, no quería...

—No se preocupe. Le aseguro que aunque viviera tampoco les habría sido de gran ayuda.

Emilian recapituló.

—¿Sigue teniendo aquella tarjeta con el teléfono de la empresa Concentric Circles?

—Debo de tenerla en algún cajón, pero tampoco les será de utilidad. La última vez que intentamos hablar con él para comunicarle que todo había ido bien habían anulado la línea. Lo único...

Se detuvo. Durante unos segundos sólo se escuchó una especie de tormenta de viento en el interior del cable.

—¿Oleksander? —le reclamó Emilian.

—Me está viniendo a la memoria algo que su secretaria dijo la primera vez que mi padre llamó a la empresa, cuando me diagnosticaron el cáncer...

—Piense tranquilo —le animó Emilian.

Se volvió hacia Mei encogiéndose de hombros.

—Quizá me equivoque —siguió el ucraniano—, pero mientras mi padre se dedicaba a expresarle su gratitud de todas las formas que sabía, ella dijo algo así como que no era la primera vez que su jefe ayudaba a los afectados por la radiación. Sí, eso fue lo que dijo: que su jefe había colaborado muchos años con una asociación de familiares de víctimas de Nagasaki, donando dinero para estudiar los efectos de la bomba sobre los supervivientes.

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