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Authors: Andrés Pascual

Tags: #Drama

El haiku de las palabras perdidas (15 page)

BOOK: El haiku de las palabras perdidas
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Una vez en la calle pulsó el icono que le llevaba a la bandeja de correo. No era lógico que fuera el gobernador tan pronto... El remite llevaba las siglas del IPCC. Qué extraño, pensó, estaba convocado a una reunión de trabajo, pero aún faltaban un par de semanas para que tuviese lugar y además no tenía ponencia asignada. Lo abrió. Estaba firmado por el coordinador del grupo. Comenzó a leer. Con cada palabra se le fruncía más el ceño. ¿Qué quería decir con que «ya no requerían su asistencia al encuentro»? Siguió leyendo anonadado. ¡Le estaban expulsando del panel de expertos! Todo era por el artículo que remitió a la revista on-line. Debía de haberse publicado ya, dado que el coordinador aludía a unas afirmaciones que Emilian había llevado a cabo sobre la falta de independencia de algunos científicos, a los que acusaba de apoyar de forma interesada las tesis sobre el calentamiento global que favorecían a sus gobiernos. ¡No tenían derecho a expulsarle, lo que decía era verdad! Aquello era su fin. Siempre había formado parte del IPCC y, lo que era más importante, en aquel momento era su balón de oxígeno, el único nexo con una vida dedicada por entero a un trabajo al que le había entregado todo...

Parado frente a la puerta del restaurante, notó cómo la energía que había conseguido recuperar tras el golpe del Carbon Neutral Japan Project se le escapaba como el aire de un globo. Le agotaba sólo pensar que tenía que regresar al hotel y empezar a llamar a su gente de confianza del Panel para... ¿justificarse?, ¿pedir disculpas? Ni siquiera sabía cómo arreglar aquel entuerto. Decidió ir paso a paso. Lo primero era entrar y excusarse con Mei como era debido.

Una camarera le guió a una estancia cerrada con separadores movibles. Mei y el resto de los comensales estaban sentados en el suelo alrededor de una mesa baja. Eran siete en total. Se giraron todos al mismo tiempo.

—Buenas noches —dijo Emilian sobrevolándolos con la mirada—. Es un placer conocerlos, pero no puedo quedarme. Ha surgido algo importante...

—No le dé vergüenza —intervino una mujer de mediana edad con el pelo recogido en un moño—. Mi hija Mei nos ha contado que venía acompañada y le hemos preparado un sitio. Estamos encantados de conocerle.

—Me sentiré muy honrada de compartir mi cumpleaños con usted —añadió la que sin duda era la abuela. Tenía toda la vida en el rostro, cuya mitad izquierda estaba contraída por una enorme cicatriz—. Quizá sea mi última celebración.

¿Por qué demonios le había dicho eso? Emilian, aturdido tanto por el correo que acababa de recibir como por el ambiente un tanto opresivo del restaurante, se sentó sin rechistar.

Quizá aprovechó de forma inconsciente aquella burbuja nipona para seguir eludiendo temporalmente su propia realidad, como antes había pretendido al ir en busca de Mei. Se prometió que se levantaría en cuanto tuviera ocasión.

Comenzaron las presentaciones. Mei se encargó de explicarle quién era quién. A Emilian le dio la sensación de que sus anfitriones formaban, entre todos, una sola estampa. Como La última cena, pensó. O como un arreglo floral ikebana de los que confeccionaban las mujeres de la familia. La primera por la izquierda era la madre de Mei, pizpireta y parlanchina. Su marido, un japonés menudo, le cogía de la mano sobre la mesa. Taro, el inquietante hermano, iba ataviado con una camisa tan llamativa como la del primer día y llevaba el tatuaje a la vista. A su derecha estaban sentados la íntima amiga de la homenajeada, algo más joven que ella, y su esposo. Estaba claro que se consideraban no unos invitados, sino una parte más del arreglo. Por fin, al fondo de la mesa, la abuela Junko relucía como aquella flor de loto con la que medio siglo atrás ya la comparaba su madre, la primera maestra de ikebana, cuando la veía correr por las calles de Nagasaki atestadas de soldados, desarrollando una belleza exuberante en medio del cenagal de la guerra. Había pedido a su nieta Mei, a quien consideraba su nuevo brote, que presidiese con ella el arreglo, la mesa, la familia.

La abuela Junko se giró hacia Emilian dejándole ver con claridad la mitad quemada del rostro, cubierta de una pigmentación oscura. El trazado perfecto de las facciones de la otra mitad, que no había perdido tersura a pesar de su edad, hacía que la deformidad resultase aún más estruendosa. Temiendo resultar descarado, apartó la vista y se concentró en las camareras que dejaban sobre la mesa la obertura del kaiseki. Una serie interminable de recipientes de cerámica y madera lacada que contenían los bocados más variopintos iluminó la estancia como la carcajada de un bebé: espinacas en caldo y sésamo molido, almejas con hongos aderezadas con pimienta, salmón adobado en salsa Yuan y sushi variado, todos ellos decorados con pétalos y agujas de pino.

—Disfrute esta comida —le dijo la madre de Mei—. Es una delicia tanto para el paladar como para la vista.

—La probé en una ocasión en Kioto, hace bastante tiempo.

En Kioto... Fue la primera vez que acudió allí como miembro del IPCC. Sintió el impulso de sacar el móvil y volver a leer el correo en una especie de ejercicio de masoquismo. En lugar de eso levantó una pieza de la vajilla y la examinó simulando interés.

—Todos los cuencos y platillos están diseñados en exclusiva para el bocado que van a albergar —siguió explicándole la madre—. Esta comida podría compararse con el teatro kabuki: los ingredientes son los actores; la vajilla, el vestuario... y el sake, la música de fondo. —Rió de forma contenida—. Todo sigue unas pautas definidas. Las tonalidades de cada alimento determinan el momento en que se saca a la mesa, siguiendo el curso de las estaciones. Hoy empezaremos por el invierno.

—Me fascina tanto orden —murmuró Emilian, preguntándose por qué no le transportaban también a él a un universo en el que todo cuadrase.

—Más que de orden se trata de armonía, como la ceremonia del té. El kaiseki era la comida de los monjes zen. «Kai» se refiere al bolsillo de la túnica y «seki» significa «piedra». Los monjes llevaban una piedra caliente en la faja para resguardarse del frío y atenuar el hambre entre la comida matinal y la vespertina. Pero dejémonos de viejas historias que me hacen mayor de lo que soy y empecemos a comer.

Emilian trataba de no parecer ausente. Aquellas personas le mostraban sincero afecto —algo de lo que estaba muy falto—, por lo que se alegraba de haberse quedado un rato. Conocía bien las normas de cortesía. Llenó de sake el vaso de Mei y le pasó la jarrita para que ella hiciera lo mismo con el suyo.

—Itadahimasu —dijo levantando el primer bocado, recordando un formulismo que significa «recibiré» y que la abuela celebró con un asentimiento.

—No se esfuerce por parecer integrado —rumió el hermano.

—¿Qué le parece mi hija? —salió al paso la madre solapando la descortesía de Taro.

—¿Disculpe?

—Mi hija —repitió ella sonriendo—. ¿Qué le parece?

No podía imaginar qué tipo de respuesta esperaba. Se volvió para mirar a Mei. Desde que habían llegado permanecía concentrada en su plato, recolocando de forma sistemática el recipiente de la soja y los palillos como si estuviera esperando el momento adecuado para anunciar algo.

—De momento me parece un misterio.

—¿Cómo?

—Un atrayente misterio que cualquier hombre querría desvelar —completó.

Las tres mujeres mayores de la familia se unieron en una única sonrisa de satisfacción.

—Mei es de las que no duda en ponerse un kimono de seda rojo y desafiar lo prohibido si cree estar haciendo lo correcto —intervino la abuela Junko.

—Abuela...

—¿A qué se refiere con eso del kimono rojo?

La anciana sonrió a su nieta eludiendo contestar.

—Mi sobrina nos ha dicho que usted es de Ginebra —salió al paso la amiga, considerándose la tía aunque no existiera un lazo de sangre.

—Así es, de la lejana Ginebra —contestó Emilian resoplando sin querer.

—Mi marido y yo estuvimos en Europa hace nueve años, pero no visitamos Suiza.

—Quizá la próxima vez.

—Sí —rió, haciendo asentimientos de cabeza—. Cuando conocí a Junko, ella era una jovencita soñadora que sólo pensaba en viajar a Europa. —Se volvió hacia la abuela—. ¿Te acuerdas?

La miró con cariño, esparciendo sobre la mesa una película de nostalgia.

—¿Viene mucho a Japón? —intervino el padre de Mei mientras masticaba un pincho de pez mantequilla.

—De vez en cuando —contestó lacónico para no verse obligado a entrar en detalles.

—¿Y la comida? ¿No le gusta? ¡Coma! ¡Coma!

Se llevó a la boca un saquito de caracol y haba verde. Nada más tragar se hizo con una lámina de jengibre.

—¿No le resulta duro el jengibre? Los extranjeros dicen que sabe a colonia.

—Vale la pena soportarlo. El siguiente bocado se paladea en todos sus matices.

—¿Cree usted que es necesario pasar tragos horribles para percibir con intensidad las cosas buenas que nos ofrece la vida? —participó la abuela.

Emilian lo pensó unos segundos antes de responder.

—Más que necesario, creo que es algo habitual.

—Tras la guerra despertó en mí un odio atroz —confesó—.

Pero aquel sentimiento mutó en un apremiante sentido de la responsabilidad.

—Se ha pasado la vida concienciando a todo el que la rodea acerca de la grandeza de la paz —aclaró la madre de Mei, orgullosa pero a la vez con un ligero toque de reproche, quizá por haberse sentido relegada a un segundo plano en algún momento—. ¡Una vez incluso la entrevistaron para la televisión!

Fue en el programa Universos de Hitonari Sada. Tenía que verla, conversando con él sobre la bomba como si tal cosa.

—¿Estaba usted allí cuando cayó una de las bombas? —se sorprendió.

La anciana acercó su mano a la parte izquierda del rostro.

—Lo llaman la «máscara de Nagasaki» —explicó Mei, que apenas había participado.

Emilian entendió su exaltada reacción al hablar de las bombas tanto en la galería como al día siguiente, en el santuario del parque Yoyogi. Se dio cuenta de que no le había mencionado que era un firme defensor de la energía nuclear. Quizá era mejor así. Es probable que Mei fuera una detractora convencida, aun para fines pacíficos.

—Lo admirable es que haya logrado canalizar en positivo ese sufrimiento —dijo.

—En Nagasaki había maestros muy inspiradores —explicó Mei, mostrándose menos tensa a medida que iba entrando en la conversación—. Un médico llamado Takashi Nagai escribió mucho en contra de la guerra antes de morir por la radiación, y lo hizo sin dejarse llevar por el antiamericanismo que caracterizó a otros pacifistas. Decía que hay necesidad de movimientos de paz, pero sólo si están abanderados por corazones en paz.

La anciana asintió complacida.

—Está claro que el suyo lo está —se dirigió a ella Emilian.

—Todo requiere un período de aprendizaje —repuso con su voz profunda—. Después de superar algo así, lo más duro es seguir viviendo.

—Creo que sé a lo que se refiere.

La abuela extravió la mirada entre los cuencos del kaiseki.

—La pérdida —murmuró.

—¿Cómo?

—La pérdida. Eso es lo peor. No el estallido, ni el fuego, ni el silencio, ni el polvo, ni los gusanos, ni el hedor. Lo peor son las palabras perdidas, el vacío que queda y la búsqueda que comienza.

—La búsqueda... —repitió Emilian con tanta intimidad que parecía como si el resto de comensales no estuvieran allí.

—Se llamaba Kazuo —añadió ella de forma escueta. Hizo una pausa larga que nadie osó quebrar, tomó aire y continuó hablando muy despacio—. Parece mentira que hayan pasado más de sesenta años. Eran las 11.02 horas del 9 de agosto de 1945...

Se reclinó hacia atrás y cerró los ojos, apoyándose con ambas manos en el suelo.

—¿Quién es Kazuo? —preguntó Emilian a Mei en voz baja.

Ésta miró a su abuela, la cual hizo un gesto casi inapreciable instándole a contestar.

—El hijo de un matrimonio de empresarios holandeses afincados en Nagasaki. Mi abuela y él habían acordado verse la mañana que arrojaron la bomba. Se iban a besar.

—¿A besar? —saltó extrañada la madre de Mei.

—Estaban en plena adolescencia y no veían más allá de los ojos del otro.

—¿De dónde ha salido esa historia? —preguntó mirando de forma alternativa a abuela y nieta, sintiéndose fuera.

—Lo único que nos importaba era aquel beso —completó la abuela sin levantar la mirada.

—Pero la bomba lo impidió —supuso Emilian.

—Sí.

Se hizo un silencio sepulcral. Mei derramó una lágrima que cayó sobre una de las bandejitas lacadas. Los demás permanecían inmóviles, sin atreverse siquiera a pestañear. Nunca habían oído hablar de aquel chico occidental. La abuela Junko había preservado su recuerdo para no incomodar a su hija; al fin y al cabo era una antigua historia de amor con un hombre que no era su padre, aun cuando se tratase de una pasión adolescente.

Pero en aquel cumpleaños, quizá el último, ya no había lugar para secretos sobre unos días de maravillosa inocencia, tan lejanos y, paradójicamente, más vivos a medida que se acercaba el fin.

—Es una historia muy triste —salió al paso Emilian.

De pronto, como si la anciana le hubiera transmitido su estado de ánimo, se sintió agotado. Un sinfín de sentimientos colisionaban unos contra otros en el interior de su corazón como los electrones y neutrones de una fisión atómica. Por primera vez tomó conciencia de que él, el gran Emilian Zách, estaba acabado. Rechazado por Veronique, por sus amigos, por el gobernador, por sus compañeros del IPCC. Pero lo que más le desconcertaba era que su tragedia personal se antojaba diminuta al lado del padecimiento de la anciana. Sintió un repentino mareo, como si le hubieran drogado. La llama trémula de una vela hacía destellar unos adornos que colgaban del techo y giraban sobre sí mismos como el péndulo de un hipnotizador. Necesitaba salir de allí.

—¿Adónde vas? —le retuvo Mei.

—Gochiso-sama deshita—acertó a decir, retomando in extremis el protocolo con esa frase que significaba «ha sido un festín» al tiempo que dedicaba a la abuela una inclinación de cabeza—. Le ruego me perdone, pero he de irme.

Atravesó la cortinilla de tela de la estancia sin esperar aquiescencia. Saltó a la calle y fue directo a la calzada. Miró a ambos lados e hizo señas a un taxi solitario que localizó a lo lejos.

—¡Espera, por favor! —oyó a su espalda.

Era Mei, que salía tras él.

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