El Hada Carabina (21 page)

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Authors: Daniel Pennac

Tags: #prose_contemporary

BOOK: El Hada Carabina
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Pensamientos, todos ellos, que agitan mi cabeza en el metropolitano, cuando regreso de las Ediciones del Talión donde, como el gilipollas que soy, he intentado conmover a la reina Zabo con mi suerte, suplicándole, en nombre de mi familia, que no me despida si fracaso mañana ante Ponthard-Delmaire.
—Deje ya de lloriquear, Malaussène, no me haga a mí el número del chivo expiatorio, hágaselo a Ponthard-Delmaire.
—Pero ¿por qué tiene que despedirme si no obtengo ese aplazamiento de la publicación, joder?
—No sea grosero. Porque habrá fracasado, sencillamente, y una editorial digna de ese nombre no puede permitirse mantener en su plantilla a los cagones.
—Pero usted, Majestad, la inoxidable, también fracasó, ¿no? ¡Permitió que ardieran las pruebas del libro en aquel coche!
—El que fracasó fue el chófer, Malaussène, y murió por ello, abrasado en su infierno personal.
He mirado a la reina Zabo, aquel cuerpo inverosímil, aquella gigantesca estructura tan delgada en cuya cima han plantado una sandía obesa, sus largos brazos con manos de bebé, gordezuelas como manoplas, he escuchado su juguetona voz de chiquilla monstruosa, siempre al acecho de las manifestaciones de su propia inteligencia, y me he preguntado por enésima vez por qué no voy a odiarla.
—Escúcheme, Malaussène, pongámonos de acuerdo. Tanto a usted como a mí la arquitectura de Ponthard-Delmaire nos importa un rábano. Pero, por un lado, no podemos dejar pasar esta avalancha de subvenciones (¡otros la aprovecharían!) y, por el otro...
Su chicharra se atasca un momento y me lanza una mirada altamente persuasiva.
—Por el otro, está usted hecho para este tipo de combates. ¡A la victoria por el lloriqueo, ésas son sus dotes! Sería criminal, por mi parte, privarle de esta batalla, sería arrebatarle su razón de ser, mi pobre amigo.
(Eso es, me manda al matadero por mi bien.)
—Usted es chivo expiatorio, carajo, métase eso en la cabeza de una puta vez, es chivo expiatorio hasta el tuétano de los huesos, ¡y está usted dotado para ello como yo para la edición! Será, ante todo el mundo, culpable de todo, siempre, y sin embargo saldrá bien librado arrancando lágrimas a los peores granujas, ¡siempre! Mientras no dude nunca de su papel. Si lo hace una sola vez, estará acabado.
Y entonces, a fin de cuentas, he estallado:
—Pero ¿qué significan esas estupideces, rediós? ¿«Usted es chivo expiatorio»? ¿Qué quiere decir eso?
—Quiere decir que atrae sobre su cabeza todas las jodiendas del mundo, como un imán, quiere decir que en esta ciudad, un montón de personas a las que ni siquiera conoce deben, en este momento, considerarle responsable de un montón de cosas que usted no ha hecho y, en cierto modo, es usted efectivamente el responsable, por la simple razón de que esas personas necesitan un responsable.
—¿Perdón?
—No hay «perdón» que valga. No se haga el imbécil. Comprende perfectamente lo que he querido decir, de lo contrario no estaría aquí, en las Ediciones del Talión, haciendo ese jodido curro de chivo, tras haber logrado que le despidieran del Almacén, donde realizaba usted el mismo trabajo.
—Eso es, ¡hice voluntariamente que me despidieran del Almacén! ¡Estaba hasta los cojones de que me abroncaran en vez de a aquellos gilipollas!
—¿Y por qué aceptó, entonces, hacer aquí lo mismo?
—¡Tengo una familia que alimentar! ¡Yo no me paso la vida tendido en un sofá para saber cómo funcionan mis engranajes!
—¡Un huevo, su familia! Hay mil maneras de alimentar una familia; comenzando por no alimentarla en absoluto. Rousseau supo hacerlo muy bien. ¡Y estaba por lo menos tan majara como usted!
Iniciada sobre semejante base, la conversación hubiera podido durar indefinidamente. La reina Zabo supo darle un punto final absolutamente profesional.
—De modo que irá usted mañana, miércoles, a casa de Ponthard-Delmaire. Obtendrá ese aplazamiento en la publicación de su libro de arquitectura. De lo contrario: ¡puerta! Por lo demás, ya he anunciado su visita: ¡a las cuatro en punto!
Luego, repentinamente melosa, pasando su mano de bebé por mi mal afeitada mejilla:
—Además, lo logrará; ha salido usted airoso de situaciones mucho más delicadas.

 

Llego, pues, a casa con sueños de guillotina en la cabeza, y me abre Clara. A la primera ojeada a mi hermanita preferida, noto que hay drama en el ambiente. Antes incluso de que haya abierto la boca, adopto el tono más tranquilizador posible para preguntar:
—¿Sí, querida? ¿Algo va mal?
—El tío Stojil acaba de llamar.
—¿Y qué?
—Está en comisaría, Ben, van a meterlo en la cárcel.
—¿Por qué?
—Dice que no es grave, dice que la policía ha descubierto unas armas que tenía escondidas cerca de su casa, en las catacumbas de Montrouge, desde el final de la guerra.
(¿Cómo?)
—Dice que, sobre todo, no nos preocupemos, que ya nos dirá algo cuando esté bien instalado en su celda.
«Bien instalado en su celda»... ¡Eso es típico de Stojil! ¡Ante la perspectiva del talego, el monje despierta en él! Conociéndolo como lo conozco, debe de estar encantado además. (Ésa es la sociedad: ¡meten a Hadouch y Stojil en la trena y dejan a la reina Zabo en libertad!)
—¿Qué significa esa historia de arsenal escondido en las catacumbas?
Clara no ha tenido tiempo de contestar cuando Jérémy me tira de la manga.
—Y eso no es todo, Ben, hay algo más.
Tiene un aire que no me gusta y que conozco muy bien. Cierta satisfacción de sí mismo que no presagia nada bueno.
—¿Qué? ¿Qué más hay?
—Una sorpresa, Ben.
Con esta familia, desconfío en grado sumo de todo lo que pueda parecer una sorpresa. Lanzo, pues, una mirada panorámica. Los abuelos y los mocosos lucen todos la misma jeta indiferente, del tipo
happy birthday
secreto. Y de pronto creo captar lo que va mal: una inusitada calma reina en la casa, el silencio de después de la catástrofe. Pregunto:
—¿Dónde está Verdún?
—No te preocupes, duerme —dice Riñón.
Como su tono no augura nada bueno, insisto:
—¿No la habréis hecho empinar el codo, al menos?
—No —dice Jérémy—, la sorpresa es otra cosa.
Miro a Julius, fauces de través y lengua colgante: impenetrable.
—En cualquier caso, no habéis lavado a Julius. ¡Eso sí habría sido una buena sorpresa!
(Pero ¿será cierto que van a encerrar a mi Stojil?)
—Mi sorpresa es mucho mejor —prosigue Jérémy que comienza a poner mala cara. Y añade maligno—: Pero si no la quieres, la devuelvo a donde la encontré.
De acuerdo, me rindo.
—Vamos, Jérémy, ¿cuál es tu sorpresa? Me gustaría saber qué va a caerme encima.
El rostro de Jérémy se aclara:
—Está arriba, Ben, en tu habitación; es bonito, es cálido, yo en tu lugar iría a verlo enseguida.

 

¡Es Julia! ¡Es Julie! ¡Es mi Corrençon! ¡Está en mi cama! ¡Tiene una pierna enyesada, un gota a gota en las venas, rastros de equimosis en la cara, pero es Julia! ¡Viva! ¡Mi Julia de mí, cojones! Duerme. Sonríe. Louna está de pie a su diestra y Jérémy de pie ante el jergón, mostrándomela con gesto teatral y anunciando:
—Es tía Julia.
Inclinado sobre el lecho como sobre una cuna, hago todas las preguntas al mismo tiempo:
—¿Qué tiene? ¿Dónde la habéis encontrado? ¿Es grave? ¿Quién la ha puesto así? Ha adelgazado, ¿no? ¿Qué son esas marcas, ahí, en la cara? ¿Y la pierna? Pero ¿qué está haciendo ahí? ¿Por qué no está en el hospital?
—Precisamente —dice Jérémy.
Sigue un silencio de cierta mala espina.
—¿Precisamente qué, rediós? ¿Precisamente qué?
—Precisamente, estaba en el hospital, Ben, pero no la cuidaban bien.
—¿Cómo? ¿En qué hospital?
—Saint-Louis, estaba en el hospital Saint-Louis; pero no la cuidaban bien en modo alguno —repite Jérémy cuyos ojos lanzan algunos SOS a Louna.
Silencio. Silencio en el que acabo diciendo, más muerto que vivo:
—¿Y por qué no despierta cuando hablamos?
Entonces Louna acude por fin en ayuda de Jérémy:
—Está drogada, Ben, no despertará enseguida, ya estaba drogada cuando la llevaron al hospital, y allí siguieron dragándola para que el choque, al despertar, no sea muy brutal.
—Resultado, si la hubiéramos dejado en el hospital, nunca se habría despertado —suelta Jérémy—. En cualquier caso, eso es lo que Marty decía el otro día.
Esta vez, la mirada que le lanzo lo obliga a explicarse enseguida:
—¿Recuerdas aquella pelea entre el doctor Marty y otro matasanos, Berthold se llamaba, cuando tú y yo fuimos a la muerte de Verdún, Ben, lo recuerdas? Que Marty gritaba: «Si sigue drogándola así va a matarla», pues bien, eché una mirada, cuando volví, a la habitación que el doctor Marty señalaba, y tía Julia estaba en el catre, Ben, ¡era ella!
Y como prueba me muestra a mi Julia en mi propia cama.
Bueno, eso es; eso es lo que Jérémy y Louna han hecho sin hablar con nadie. Han raptado a Julie, sencillamente. La han sacado del hospital, con el pretexto de llevarla a rayos. La han cargado en una camilla, la han hecho atravesar kilómetros y kilómetros de pasillo, Louna con una bata de enfermera y Jérémy llorando como si fuera de la familia («No te preocupes, mami, no será nada, ya verás»), luego han salido cómodamente, la han cargado, dormida, en la cafetera de Louna y, avante toda, la han subido a mi habitación. Eso es. Una idea de Jérémy. Y están ahora orgullosos de sí mismos, muy contentos, esperando las felicitaciones del hermano mayor, porque raptar a un enfermo de un hospital, a su entender, merece una condecoración... Por otro lado, me han devuelto a mi Julie. Fiel a mí mismo, vacilo pues entre dos extremos: pegarles la paliza de su vida o estrecharlos contra mi corazón. Me limito a preguntar:
—¿Tenéis idea del modo como reaccionará el hospital?
—¡El hospital estaba matándola! —exclama Jérémy.
Silencio del hermano mayor, largo y reflexivo silencio. Luego, la sentencia:
—Sois un amor, los dos, acabáis de darme la mayor alegría de mi vida... Y ahora largaos si no queréis que os rompa la crisma.
Mi voz debe de tener algo de convincente, porque obedecen ipso flauta y salen de la habitación a reculones.

 

—Mi pobre amigo, lo que usted tiene no es una familia, es una plaga de la naturaleza.
El doctor Marty se desternilla suavemente al otro extremo del hilo.
—¡Qué cara pondrá mi colega Berthold! ¡Desaparición de uno de sus enfermos! Debe de estar convocando una conferencia de prensa para justificarse, puede usted estar tranquilo.
Le permito saborear por un instante aquel pequeño goce profesional, luego pregunto:
—Bueno, ¿qué le parece a usted, doctor?
Marty tiene siempre la respuesta precisa.
—Creo que, desde un estricto punto de vista terapéutico, la iniciativa de su Jérémy es defendible. Por lo que al hospital se refiere, la cosa plantea, claro, un molesto problema administrativo, pero más grave me parece en relación con la policía.
—¿La policía? ¿Por qué la policía? ¿Avisará usted a la pasma?
—No, pero su Julie Corrençon nos fue entregada por la policía. ¿No lo sabía?
(No, no lo sabía.)
—No, no lo sabía. ¿Hace mucho?
—Unos quince días. Un joven inspector venía de vez en cuando, se sentaba a su cabecera y le hablaba como si ella pudiera oírle (una buena cosa, por otra parte), así me fijé en ella, en aquella habitación.
—¿Quince días en coma?
(Mi Julie... Quince días sin despertar. Pero ¿qué te han hecho, Dios mío?)
—Un coma mantenido, sí, para evitar el choque del despertar, lo que en ese caso es, a mi modo de ver, una tontería. Ahora es necesario que despierte lo antes posible.
—¿Y hay riesgo de accidente? Al despertar, quiero decir, ¿puede ocurrir algo malo cuando despierte?
—Sí. Puede tener un ataque de demencia, sufrir alucinaciones...
—¿Puede morir?
Ahí discrepamos con Berthold. Yo no lo creo, ¡es una chica fuerte, usted lo sabe!
(Sí, sé que es fuerte, ya lo creo.)
—¿Pasará usted, doctor? ¿Pasará a verla?
La respuesta no se hace esperar.
—Claro, señor Malaussène, la vigilaré muy de cerca, pero primero hay que resolver el problema con el hospital y poner al corriente a la policía, no vayan a imaginarse que escondemos a un sospechoso o algo semejante.
—¿Qué podemos hacer con la policía?
Yo he perdido los estribos, me pongo por completo en manos de ese tipo al que sólo he visto dos veces en mi vida: el año pasado, cuando le llevamos a Jérémy hecho pedazos y asado como un pollo, y el día de la muerte de Verdún. Pero así es la vida: si encuentran a un ser humano en la multitud, síganlo... síganlo.
—Telefonearé a ese inspector Pastor, señor Malaussène, el que le hablaba al oído; sí, pediré consejo al inspector Pastor.
30

 

—Entra, Pastor, entra muchacho, entra.
Noche cerrada, el despacho del comisario Cercaire estaba iluminado
a giorno
, como a cualquier hora del día, por la misma luz homogénea, de esas que, brotando a la vez de las paredes y del techo, anulan las sombras, recortan fríamente en el espacio los contornos de la verdadera verdad.
—Pastor, te presento a Bertholet. Bertholet, ése es Pastor, el que le pudo a Chabralle, ¿recuerdas?
El gran Bertholet dirigió una breve sonrisa al inspector Pastor, de pie, allí, con su viejo jersey de lana, más bien tímido, flotando en la luz; vagamente blando, incluso; y pensar que aquella reproducción en látex del Principito pudo arrancarle una confesión a Chabralle... el gran Bertholet seguía sin poder creérselo.
—¿De modo, Pastor, que han intentado darte el pasaporte? Afortunadamente, según parece, el viejo Thian estaba allí.
Cercaire no ponía ironía alguna en su afirmación. Se limitaba a mencionar el informe de los dos hombres que tenía en el lugar.

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