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Authors: Daniel Pennac

Tags: #prose_contemporary

El Hada Carabina (20 page)

BOOK: El Hada Carabina
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—Cuidado, muchachas, hemos llegado. Apagad las linternas.
Acababan de desembocar en una vasta sala de la que la viuda Ho no tuvo tiempo de ver gran cosa, salvo que parecía absolutamente acolchada con sacos de arena. Unos segundos de oscuridad, y luego:
—¡Luz! gritó Stojilkovitch.
Una luz cegadora cayó bruscamente del techo, blanca como una ducha helada. Todas las ancianas se habían alineado en una sola hilera, a uno y otro lado de la viuda Ho. Apenas lo había advertido cuando vio otra cosa. Algo que brotó ante ella, a unos diez metros, saltando del suelo como un muñeco de resorte, pero no pudo identificarlo pues resonó una detonación y la «cosa» estalló enseguida. La viuda Ho dio un respingo. Luego, sus ojos se dirigieron a su vecina, la dama del capazo y el aparato acústico. Con el busto curvado sobre sus rodillas dobladas, con ambos brazos tendidos hacia delante, engarfiaba sus manos en una pistola P.38 que humeaba indolentemente.
—¡Bravo, Henriette —exclamó Stojilkovitch—, decididamente siempre serás la más rápida!
La mayoría de las ancianas empuñaban también un arma, pero no habían tenido tiempo de apuntar hacia la diana sorpresa.

 

—Lo que oyes, chiquillo, Stojilkovitch ha armado a las viejas para que puedan defenderse contra el degollador, y todos los domingos por la tarde las entrena: tiro intuitivo, tiro al blanco, cuerpo a tierra, en movimiento, disparos a todo trapo, sin economizar los cartuchos, y desenfundan como el rayo, créeme; nuestros jovencitos de la criminal podrían muy bien tomar ejemplo.
—Lo que no ha impedido, de todos modos, que a dos de ellas las degollaran —observó Pastor.
—Stojilkovitch no deja de repetírselo. Y ellas han decidido multiplicar las sesiones de entrenamiento.
—Entonces, ¿eso es lo que ellas llaman «resistencia activa a la eternidad»? —preguntó Pastor que acababa de recuperar, por fin, su sonrisa.
—Eso es, chiquillo, ¿qué te parece?
—Lo que a ti; que deberemos detener ese jueguecito antes de que se carguen cualquier cosa que se mueva.
Thian inclinó tristemente la cabeza.
—Lo haremos el martes, si me echas una manita. Se reúnen todos los martes, en casa de una que está sorda como una tapia, para limpiar sus armas, cambiarlas, fabricar cartuchos... una especie de ropero parroquial, vamos, o de reunión Tupperware...
Hubo un silencio. Luego:
—Oye, chiquillo, he pensado algo.
—¿Sí?
—¿Por casualidad el tal Vanini no chocaría con una peladilla de anciana?
—Es probable —dijo Pastor—. En cualquier caso, eso es lo que afirma Hadouch Ben Tayeb.
Thian sacudió de nuevo la cabeza largo rato. Luego, sonriendo al vacío:
—Pues son muy monas, ¿sabes?...
28

 

No opusieron la menor resistencia a los tres inspectores. Incluso daban lástima. Pastor, Thian y Caregga tenían menos la sensación de desarmar una banda que la de robar sus juguetes a unas huérfanas. Permanecían allí, sentadas alrededor de la gran mesa donde habían dispuesto cuidadosamente sus pequeñas balanzas, sus vainas, su pólvora y su plomo. (Se disponían a hacer la provisión de cartuchos para la semana.) Mantenían la cabeza gacha. Estaban silenciosas, no culpables, no asustadas, ni siquiera inquietas, sino repentinamente viejas de nuevo, devueltas a su soledad y a su indiferencia. Caregga y Pastor llenaban una gran bolsa con las armas confiscadas. Thian se encargaba de las municiones. Todo se desarrollaba en el más completo silencio, ante la mirada de un Stojilkovitch de quien hubiérase dicho que supervisaba las operaciones, pues sus ojos permanecían impasibles.
Al pasar ante él, Thian temió que el yugoslavo le dijera: «¿De modo que la vietnamita era usted? Enhorabuena». Pero Stojil no dijo nada, no lo reconoció. A Thian aquello lo avergonzó aún más. «Deja ya de torturarte, Dios mío, estás completamente majara, a fin de cuentas no podías permitir que esas mujeres se cargaran todo lo que tiene unos veinte años. ¿No te basta con la muerte de Vanini?» Por más que Thian razonara, la vergüenza seguía agarrándose. «¿Y desde cuándo lloriqueas por el cabroncete de Vanini?» Tampoco esa idea podía levantarle la moral. Aunque se hubieran cargado un rosario de Vaninis, tendería más bien a condecorar a esas viejas centinelas, ahora desarmadas. «Sin contar con que van a recuperar su miedo, esperarán como ocas caídas en la trampa que alguien venga a cortarles el gaznate.» Thian se veía una vez más confrontado a su propio fracaso. Si el majara seguía libre era, a fin de cuentas, por su culpa. Las desarmaba sin ni siquiera ser capaz de protegerlas. Y ya no tenía sospechoso pues, desde que había conocido a Stojilkovitch, la tesis Malaussène había perdido mucha verosimilitud. Un tipo como Stojilkovitch no podía ser, realmente, amigo de un degollador.

 

Los tres pasmas habían concluido su vuelta a la mesa. Estaban en el umbral de la puerta, molestos, como invitados que no consiguen despedirse. Finalmente, Pastor se aclaró la garganta y dijo:
—No serán ustedes detenidas, señoras, ni siquiera molestadas, tienen mi palabra.
Vaciló:
—Pero no podemos dejarles estas armas.
Y añadió una frase cuya absurda puerilidad lamentó enseguida:
—Sería peligroso...
Luego, dirigiéndose a Stojilkovitch:
—Señor, ¿quiere usted seguirnos?
Todas las armas incautadas eran de antes de la guerra. La mayoría eran pistolas de los más variados orígenes: de las Tokarev soviéticas a las Walther alemanas, pasando por las Glisenti italianas, por las SIG Sauer parabellum suizas y las Browning belgas, pero también había armas automáticas, metralletas M3 americanas, buenas y viejas Sten inglesas, e incluso una carabina Winchester a la Joss Randal, la culata y el cañón de la cual habían sido aserrados. Stojilkovitch no puso dificultad alguna en reconocer que se trataba de un armamento que él había recuperado durante los últimos meses de la guerra y que estaba destinado a su maquis de Croacia. Pero, al finalizar las operaciones, había decidido enterrar aquellas armas a la mayor profundidad posible.
—Era inútil que sirvieran para nuevas matanzas, que armaran a los partidarios de Tito, de Stalin o de Mihailovic. Yo había terminado con la guerra. En fin, creía haber terminado. Pero cuando comenzaron a degollar a esas señoras...
Explicó entonces que la conciencia del hombre era algo extraño, como un fuego que se cree extinguido y que se reaviva. Después de su guerra, por nada del mundo habría sacado de nuevo esas armas. Sin embargo, con el paso del tiempo había asistido, por televisión interpuesta, a muchas injusticias que habrían merecido ser combatidas con la ayuda de su arsenal... pero no, aquellas armas estaban enterradas definitivamente. Y más tarde, aquellos asesinatos de ancianas («sin duda porque también yo envejezco») lo habían sumido de pronto en espantosas pesadillas donde veía innumerables ejércitos de nerviosos jóvenes lanzándose al asalto de esos edificios (hizo un vago gesto que abarcaba Belleville). Eran como lobos lanzándose sobre un aprisco: «En mi país conocemos bien a los lobos», jóvenes lobos que amaban ingenuamente la muerte, la que daban y la que se inyectaban en las venas. Y él conocía esa pasión por la muerte; incluso había animado su propia juventud.
—¿Saben ustedes a cuántos prisioneros Vlassov degollamos? Y digo degollados, muertos con arma blanca, porque carecíamos de municiones, o con el pretexto de que, habiendo violado a nuestras hermanas y matado a nuestras madres, no merecían una bala. ¿A cuántos dirían? A cuchillo... Digan una cifra. Y si no pueden imaginar el número total, ¿a cuántos habré matado yo? ¿Y, entre ellos, a cuántos viejos de los que la Historia había arrojado allí, a cuántos habré degollado con mis propias manos? Yo, un joven seminarista que había colgado los hábitos. ¿A cuántos?
Y al no obtener respuesta, dijo por fin:
—Por eso decidí armar a las ancianas contra el joven lobo que yo había sido.
Frunció el entrecejo y añadió:
—En fin, supongo...
Luego, con súbita vehemencia:
—Pero ellas no le habrían hecho daño a nadie. No podía producirse un accidente. Estaban bien entrenadas, tiraban deprisa, pero sólo iban a disparar cuando vieran la navaja.
La sombra verde y rubia de Vanini pasó ante los tres pasmas, que no le hicieron caso.
—Bueno —dijo por fin Stojilkovitch—, era mi último combate.
Esbozó una sonrisa.
—Las mejores causas tienen un final.
Pastor dijo:
—Tendremos que detenerlo, señor Stojilkovitch.
—Claro.
—Sólo lo acusaremos de tenencia ilícita de armas.
—¿Y cuánto va a caerme?
—En su caso, unos meses solamente —respondió Pastor.
Stojilkovitch reflexionó unos instantes y, luego, con la mayor naturalidad del mundo:
—Unos meses de prisión no serán suficientes; necesitaré, por lo menos, un año entero.
Los tres pasmas se miraron.
—¿Para qué? —preguntó Pastor.
Stojilkovitch reflexionó de nuevo, evaluando concienzudamente el tiempo que necesitaba y, por fin, dijo con su tranquila voz de bajo:
—He comenzado una traducción de Virgilio al serbocroata; es muy larga y bastante compleja.

 

Caregga se llevó a Stojilkovitch en su coche mientras Thian y Pastor pateaban, indecisos, en la acera. Con el rostro y los puños prietos, Thian guardaba silencio.
—Estás loco de rabia —dijo por fin Pastor—. ¿Quieres que te encuentre una buena farmacia?
Thian lo rechazó con un ademán.
—No hace falta, chiquillo. Caminemos un poco, ¿quieres?
El frío había vuelto a tomar posesión de la ciudad. El último frío del invierno, el golpe de gracia. Pastor dijo:
—Es extraño, Belleville no cree en el frío.
Había algo de cierto en ello; ni siquiera a quince bajo cero Belleville perdía sus colores, Belleville jugaba siempre al Mediterráneo.
—Quiero enseñarte algo —dijo Thian.
Abrió el puño ante las narices de Pastor. En la palma, una bala de 9 mm cuyo plomo había sido cortado en cruz.
—Se la he cogido a la sorda, la propietaria del apartamento; estaba llenando el cargador de una P.38.
—¿Y qué?
—De todas las municiones incautadas, sólo ésta ha podido hacer estallar como un melón la cabeza de Vanini. El plomo cortado penetra, luego se separa en el interior; resultado: Vanini.
Pastor se embolsó distraídamente el cartucho. Habían desembocado en el bulevar de Belleville. Se mantenían, como unos buenos chicos, ante un semáforo, aguardando que se pusiera rojo para cruzar.
—Mira a esos dos gilipollas —dijo Thian con un seco movimiento de barbilla.
En la acera de enfrente, dos jóvenes de limpio aspecto, uno con abrigo de cuero y el otro con un loden verde comprobaban la identidad de un tercero, mucho menos limpio. La escena se desarrollaba frente a un local de apuestas, donde dos viejos árabes jugaban al dominó al compás de los flippers manejados por los jóvenes.
—Los patrulleros de Cercaire —dijo Pastor.
—Unos gilipollas —repitió Thian.
Y porque estaba loco de rabia contra sí mismo, porque ni el conductor del coche ni el tipo de la metralleta podían suponer tal rapidez en semejante vejestorio, Thian, aquella tarde, salvó su vida y la de Pastor.
—¡Cuidado! —aulló.
Y, al mismo tiempo que desenfundaba, mandó a Pastor tras un montón de cubos de basura. La primera bala destrozó el semáforo ante el que estaba Pastor unos segundos antes. La segunda voló directamente del arma de Thian a la sien derecha del chófer, donde hizo un agujerito de extremada limpieza. La cabeza del conductor fue proyectada primero hacia la izquierda, rebotó contra el cristal para caer sobre el volante, mientras un pie muerto apretaba el acelerador. El salto del BMW desvió la tercera bala, que golpeó a Thian en el hombro derecho. El choque hizo girar a Thian y su MAC 50 pasó, como por sí sola, de su mano derecha a su mano izquierda. La capota del BMW estalló contra una columna publicitaria y la portezuela trasera de la derecha arrojó una forma que Thian rellenó, en pleno vuelo, con tres balas de 9 mm parabellum. El cuerpo del tipo cayó en la arena con un curioso ruido de esponja. Thian permaneció unos segundos todavía con el brazo tendido, luego inclinó lentamente el arma y se volvió hacia Pastor, que se levantaba, vagamente frustrado por no haber visto nada.
—¿Qué significa ese follón? —preguntó Thian.
—Ese follón —dijo Pastor— era para mí.
Empuñando el arma, los dos patrulleros de Cercaire atravesaban el bulevar aullando:
—¡No os mováis, vosotros, no os mováis o disparamos!
Pero Thian había sacado ya sus credenciales y se las mostraba con desdén.
—¡A buenas horas!
Luego, a Pastor:
—¿Tu oferta de la farmacia sigue en pie?
—Déjame ver.
Pastor descubrió prudentemente el hombro de Thian. La hombrera de la chaqueta había sido desgarrada por la bala, que había atravesado el deltoides, pero sin afectar la clavícula ni el omoplato. El propio Pastor se había cortado la mano con una botella rota.
—Pues no es que yo tenga mucha chicha —observó Thian—. ¿Qué querrían ese par de artistas?
29

 

Yo, Benjamin Malaussène, quisiera que alguien me enseñara a vomitar en lo humano, algo tan seguro como dos dedos en las profundidades de la garganta, que alguien me enseñara el desprecio o ese buen odio bestial, el que mata con los ojos cerrados, quisiera que alguien apareciera un día, me señalara a otro y me dijera, aquél es el cabrón integral, cágate en su cabeza, Benjamin, que se coma tu mierda, mátalo y acaba con sus semejantes. Y quisiera poder hacerlo, en serio. Quisiera ser de los que exigen el restablecimiento de la pena de muerte, y que la ejecución sea pública, y que guillotinen al condenado comenzando por los pies, que luego lo curen, que lo cicatricen, y que vuelvan a comenzar una vez sanado, guillotina de nuevo, también por la otra punta, las tibias esta vez, y a curarlo de nuevo, y cicatrizado de nuevo, y ¡chas!, ahora las rodillas, a la altura de la rótula, donde más duele; quisiera pertenecer a la auténtica familia, innumerable y unida, de todos los que desean el castigo, llevaría a los niños al espectáculo, podría decirle a Jérémy: «¿Ves lo que te espera si sigues pegándole fuego a la Educación Nacional?». Y al Pequeño le diría: «¡Mira, mira, éste también transformaba en flores a los tipos!». Y en cuanto la pequeña Verdún abriera la boca, la blandiría al extremo de mis brazos, por encima de la multitud, para que viera bien la ensangrentada cuchilla: ¡disuasión! Quisiera pertenecer a la gran Hermosa Alma Humana, la que cree a pie juntillas en la ejemplaridad de la pena, la que sabe dónde están los buenos y dónde los malvados, quisiera ser el feliz propietario de una convicción íntima, ¡joder, cómo me gustaría! ¡Dios mío, cómo simplificaría eso mi vida!
BOOK: El Hada Carabina
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