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Authors: Daniel Pennac

Tags: #prose_contemporary

El Hada Carabina (19 page)

BOOK: El Hada Carabina
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La descarga que Thian conocía muy bien atravesó el rostro de Pastor. Cuando la cabeza del muchacho recuperó algo parecido a la vida, Thian dijo:
—Chiquillo.
—¿Sí?
—Tendremos que encerrar al yugoslavo Stojilkovitch.
27

 

Como Malaussène le había recomendado, la viuda Ho estaba a las nueve en punto en la esquina del bulevar de Belleville y la calle Pali-Kao. Precisamente entonces, un antiguo autobús con imperial, atestado de ancianas en estado de júbilo, se detuvo ante ella. Subió sin vacilar y fue recibida por una ovación digna de una heredera real llevada a los toros. Rodeada, abrazada, mimada, la instalaron en el mejor puesto: un enorme puf cubierto de cachemira, colocado en una especie de estrado a la derecha del conductor. El cual conductor, Stojilkovitch, un viejo con melena de azabache, gritó con increíble voz de bajo:
—Hoy, compañeras, en honor de la señora Ho, nos haremos el París de los asiáticos.
Visto desde el interior, el autobús nada tenía ya de autobús. Las cortinas de cretona que alegraban sus ventanas, los profundos sofás colocados en lugar de los asientos, a lo largo de las paredes forradas de terciopelo, las mesillas y las mesas de bridge atornilladas al suelo a través de las gruesas alfombras, la estufa de cerámica, a la austríaca, que procuraba una olorosa calidez de madera, los apliques modernistas que difundían una luz cobriza, el panzudo samovar que brillaba como una llamada al sueño, todo aquel revoltijo de segunda mano, que se adivinaba obtenido en las aceras al azar de sus paseos, daba al autobús de Stojilkovitch un aspecto de lupanar transiberiano que no dejó de inquietar a la viuda Ho.
—Te lo juro, chiquillo, me he dicho que, si no tenía cuidado, iba a acabar como puta vieja en un prostíbulo de Ulan Bator, Mongolia exterior.
Pero el rostro de Pastor sólo expresaba una atención profesional. En la cabeza de Pastor una muchacha caía. Una acera ensangrentada asfaltaba la cabeza de Pastor. Thian le tendió un vaso de bourbon y dos cápsulas rosadas. Pastor rechazó las cápsulas y mojó sus labios en el líquido ambarino.
—Sigue.
De hecho, Thian había montado en el autobús, con la rabia en el estómago, convencido aún («la intuición, chiquillo, la parte femenina de cualquier pasma») de la culpabilidad de Malaussène en el asesinato de las viejas, y de la complicidad del yugoslavo de la voz de bronce. No se dejó conmover por la atmósfera del autobús. En verdad, gracias a Stojilkovitch, todas aquellas ancianas parecían felices como no lo son ya muchas jóvenes; en verdad, ninguna de aquellas mujeres parecía haber sufrido nunca la soledad, la pobreza, ni siquiera el menor reumatismo; en verdad, allí todo el mundo parecía amarse íntimamente; en verdad, el viejo Stojilkovitch sabía atender el menor de sus deseos como ningún marido en el mundo... En verdad...
—Pero si es para terminar como una oca vieja bajo la navaja barbera, chiquillo...
Atenta, pues, la viuda Ho. Atenta cuando recorrieron el barrio chino, detrás de la plaza de Italie, atenta cuando le tendieron el jugoso mango y el rarísimo mangostán (frutos que nunca había probado y cuyo nombre, evidentemente, no conocía, pero la viuda Ho lanzaba grititos de júbilo refugiándose tras su incomprensible jerigonza), atenta, pues, hostil y atenta, hasta que Stojilkovitch, sin saberlo, le da un golpe terrible, uno solo, pero que derriba todas sus murallas.
«Eso, muchachas, es el barrio chino moderno —decretó entre aromas de cilantro, ante los escaparates ideogramáticos de la avenida de Choisy—, pero existe otro, mucho más antiguo, y os lo enseñaré enseguida, yo, que soy el arqueólogo de vuestras jóvenes almas.»
A esa altura del relato, Thian vaciló, tomó como un jugador de dados las dos cápsulas desdeñadas por Pastor, las hizo pasar con un largo trago de bourbon, se secó los labios con el dorso de la mano y dijo:
—Y ahora escúchame bien, chiquillo. Terminadas las compras extremo-orientales, subimos de nuevo todas al bus y Stojilkovitch nos hizo bajar por la calle de Tolbiac, hacia el puente del mismo nombre que, como acaso ya sepas, da al mercado de vinos, bueno, al nuevo, el posterior al cuarenta y ocho.
Pastor frunció una de sus dos cejas:
—Ése era el barrio de tu infancia, ¿no?
—Precisamente, chiquillo. El yugoslata toma a la izquierda, por el quai de Bercy, luego a la derecha, salta por encima del Sena y detiene su mastodonte lleno de vejestorios justo ante el new Velódromo made in Chirac.
»"¿Veis esta inmensa conejera, muchachas?", comienza a chillar. "¿Veis ese brote subterráneo de la imaginación arquitectónica contemporánea?" "¡sííííí!", dice el coro de vírgenes. "¿Y sabéis para qué sirve?" "¡nooooo!" "Pues bien, sirve para que jóvenes maníacos den vueltas en redondo sobre velocípedos hipermodernos que, sin embargo, no dejan de ser máquinas antediluvianas: ¡con pedales!"
—¿Realmente habla así el tal Stojilkovitch? —preguntó Pastor.
—Mejor aún, chiquillo, con un suntuoso acento serbo-croata, y no estoy en absoluto seguro de que ellas comprendan la mitad de lo que dice; pero no me interrumpas, escucha el resto.
»—¡Eso es un crimen, señoras! —aúlla Stojilkovitch—. Porque, ¿saben lo que había aquí, antes de este abultamiento?
»—¡NOOOOO!
»—Había un pequeño almacén de morapio, ¡oh, una nadería!, un modesto gamay sin demasiada graduación pero que era servido por la pareja más extraordinariamente generosa que yo haya conocido nunca.

 

El corazón de la viuda Ho había dejado de latir, y el corazón del inspector Van Thian se había petrificado en el corazón de la viuda Ho. Estaba escuchando la historia de sus propios padres.
—Ella, la mujer, se llamaba Louise —prosiguió Stojilkovitch—, y todo el mundo la llamaba Louise la Tonkinesa. Había aprovechado una breve estancia como maestra en Tonkín para comprender que no se debía representar por más tiempo la farsa colonial. Había regresado llevando en su regazo un minúsculo tonkinés, su marido, y los dos juntos se habían hecho cargo del pequeño establecimiento del padre de Louise. Había nacido tabernera, y viviría como tabernera, ¡aquél debía ser su maravilloso destino! ¡Y la más caritativa de las taberneras! Providencia de estudiantes sin blanca y demás descalabrados de la Historia, como nosotros, los yugoslavos...
Lo de Louise y Thian
, muchachas, era nuestro refugio cuando no teníamos ni un chavo, nuestro paraíso cuando creíamos haber perdido el alma, nuestro pueblo natal cuando nos sentíamos apátridas. Y, cuando la posguerra hacía demasiados estragos en nuestras cabezas, cuando realmente no sabíamos ya si éramos los apacibles estudiantes de hoy o los heroicos matarifes de ayer, entonces el viejo Thian, marido de Louise, Thian de Monkai (era el nombre de su poblacho) nos tomaba de la mano y nos llevaba hacia los espejismos de su trastienda. Nos tendía en esteras, con precaución, como los niños enfermos que éramos, nos acercaba unas largas pipas y hacía rodar entre sus dedos las pequeñas avellanas de opio cuyo chisporroteo nos proporcionaría, muy pronto, lo que ni siquiera el gamay podía hacer ya por nosotros.

 

—Y de pronto, lo recordé, chiquillo, recordé la pandilla de yugoslatas que frecuentaban en la posguerra la casa de mis padres. Y el tal Stojilkovitch era uno de ellos, sí, lo reconocí como si fuera ayer, cuarenta años más tarde. Aquella voz de pope... la fantasía en todo lo que decía... de hecho, no ha cambiado nada... Stojilkovitch, Stamback, Milojevitch... Así se llamaban. Mi madre les daba de beber y los alimentaba gratis, es cierto. Estaban sin blanca, claro. Y a veces, mi padre los adormecía con opio... Recuerdo que eso no me gustaba demasiado.
»—Combatieron contra los nazis —decía mi madre—, vencieron a los ejércitos Vlassov y ahora tendrán que vigilar a los rusos, ¿no crees que eso merece una pequeña pipa de opio, de vez en cuando?
»Debo decir que, por aquel entonces, yo era ya pasma, una joven esclavina en bicicleta, y aquella trastienda más bien me inquietaba. Comenzaba a ser conocida y frecuentada por la gente bien. Yo, para no asustar a nadie, me quitaba el uniforme antes de volver a casa. Lo metía enrollado en mis bolsones, y aparecía con un mono de trabajo, llevando la bici por el manillar, como si saliera de la fábrica Lumière.
Thian soltó una risita de nostalgia.
—Y hoy me disfrazo de china. Ya ves, chiquillo, tuve desde el comienzo vocación de pasma clandestino... Pero quería decirte algo más...
Thian se pasó la mano por su desguarnecido cepillo. Cada cabello volvía a erguirse enseguida, como un resorte.
—La memoria, chiquillo... Una cosa trae otra... Es la imaginación al revés... Una locura.
Pastor escuchaba, todo oídos ahora.
—Un día —dijo Thian—, o mejor dicho una noche, una noche de primavera, bajo la glicinia, delante del local (sí, teníamos una glicinia, malva) los jóvenes héroes serbocroatas de mamá estaban sentados a una mesa, bastante trompas, y uno de ellos gritó (ya no recuerdo si fue Stojilkovitch u otro):
»—Somos pobres, estamos solos, estamos desnudos, no tenemos mujeres todavía, pero acabamos de escribir una imponente página de la historia.
«Entonces pasa un tipo alto, muy erguido, vestido de blanco, que se detiene en su mesa y suelta esta frase:
»—Escribir la Historia es dejar la Geografía hecha un lío.
»Era un cliente de mi padre. Iba a fumar todos los días a la misma hora. A mi padre lo llamaba, afectuosamente, su "droguero". Decía: "Este viejo mundo reumático necesitará, cada vez más, sus drogas, Thian...". ¿Y sabes quién era el tipo, chiquillo?
Pastor negó con la cabeza.
—Corrençon. El gobernador colonial Corrençon. El padre de tu pequeña Corrençon que juega a la bella durmiente del bosque en el hospital Saint-Louis. Era él. Lo había olvidado por completo. Pero me parece verlo ahora, muy derecho en su silla, escuchando a mi madre que le vaticinaba el fin de la Indochina francesa, y luego el de Argelia, y le oigo responder:
»—Tiene usted mucha razón, Louise: la geografía recuperará sus derechos.

 

La botella de bourbon estaba vacía, ahora, ante el inspector Van Thian. Inclinaba la cabeza, de derecha a izquierda, interminablemente, como ante una idea imposible.
—He subido a ese autobús, chiquillo, para echarle mano al yugoslavo Stojilkovitch, convencido de que tenía a mi degollador de viejas o, al menos, a su cómplice, y resulta que me resucita a mi madre en todo su esplendor y a mi padre en toda su sabiduría...
Tras un largo silencio, añadió:
—Y sin embargo, como buenos pasmas que somos, tendremos que llevarlos al talego.
—¿Por qué? —preguntó Pastor.

 

—Y ahora, muchachas, ¿qué vamos a hacer ahora?
El viejo Stojilkovitch no hacía una pregunta, lanzaba un grito, una exclamación ritual, al estilo del más marchoso de los locutores juveniles. Y, al unísono, todas las ancianas respondieron:
—¡RESISTENCIA ACTIVA A LA ETERNIDAD!
Stojilkovitch acababa de estacionar el autobús en los alrededores de Montrouge, junto al pequeño cinturón de ronda, cerca de una estación abandonada. Era uno de esos lugares perdidos de los confines de París, donde lo que ha muerto no ha sido todavía aniquilado por lo que va a nacer. La estación había perdido, desde hacía mucho tiempo, sus puertas y sus contraventanas, los abrojos crecían entre sus raíles, el techo se había derrumbado sobre las desportilladas baldosas, pintadas de todo tipo contaban la vida en sus paredes, pero sin embargo no había perdido ese aire de optimismo de las estaciones que no pueden creer en la muerte del tren. Las viejas lanzaban gritos de júbilo, como niños que recuperasen el parque público de sus domingos. Daban saltitos de gozo y los desechos crujían bajo sus suelas de crepé. Una de ellas se quedó de guardia junto a la puerta mientras Stojilkovitch levantaba una trampilla oculta por el carcomido estrado que, en una exigua estancia de ventanas muy altas, debía de elevar la mesa del jefe de estación para que pudiera ver los andenes. La viuda Ho, siguiendo tímidamente el movimiento, se metió tras las demás ancianas en el foso que la trampilla escondía. Era un pozo circular donde se habían fijado unos peldaños metálicos. La anciana que precedía a la viuda Ho (llevaba un gran capazo y un audífono oculto detrás de su oreja derecha) la tranquilizó diciéndole que la avisaría cuando llegaran al último escalón. La viuda Ho creyó que estaba introduciéndose en sí misma. Estaba oscuro. La viuda Ho se dijo que su más allá era húmedo.
—Cuidado —dijo la anciana del gran capazo—, ya ha llegado.
Aunque la viuda Ho posara su pie en el suelo con la más extremada precaución, no pudo evitar que el cabello del inspector Van Thian se erizara bajo la peluca. «¡Rediós, en qué estaré hundiéndome!» Era a la vez flexible y duro, rígido y polvoriento, firme y por completo inconsistente, no era sólido, ni líquido, ni lodoso, era seco y blando, penetró en los chanclos de la viuda Ho, y era frío, y sin que se supiera por qué, era absolutamente terrorífico, cargado del más antiguo terror que existe.
—No pasa nada —dijo entonces la dama del capazo—, es el vertedero del cementerio de Montrouge, las osamentas más viejas de la fosa común.
«No es momento para vomitar», se ordenaron mutuamente el inspector Van Thian y la viuda Ho. Y lo que acababa de asomarse a su garganta debió ser tragado de nuevo.
—¿Habéis cerrado la trampilla, arriba? —preguntó la voz de Stojilkovitch.
—¡Trampilla cerrada! —confirmó una joven voz de anciana, como cayendo por la escalerilla de un submarino.
—Bueno, podéis encender las linternas.
Y la viuda Ho quedó «iluminada», como suele decirse. La habían sumido en las catacumbas. No en las artístico-domésticas de Denfert-Rochereau, con sus hermosas calaveras tiradas a cordel y sus tibias cuidadosamente calibradas, no, eran auténticas catacumbas, un follón de todos los diablos, donde el grupito tuvo que pisotear durante varios centenares de metros un seco puré de osamentas pulverizadas de las que, de vez en cuando, salía el extremo de un fémur que se daba todavía aires de humanidad. «¡Es absolutamente asqueroso!» El inspector Van Thian sentía renacer en él su cólera contra Stojilkovitch. «¡Ciela tu bocasa! —le ordenó la viuda Ho—. Y able esos clisos.» La cerró y los abrió, tanto más cuanto que Stojilkovitch acababa de advertir:
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