El guardian de Lunitari (41 page)

Read El guardian de Lunitari Online

Authors: Paul B Thompson & Tonya R. Carter

Tags: #Fantástico

BOOK: El guardian de Lunitari
11.68Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Qué me dices del plomo?

—Sí. Con absoluta seguridad, sí. ¡Remiendos, deja de perder el tiempo con tonterías y ayúdame a despegarme las manos!

Kitiara se alejó de los dos gnomos, que quedaron enzarzados en una denodada lucha con las palmas adheridas del cordelero. Tartajo, a quien la mujer buscaba, se encontraba en el exterior de la nave, en medio de montones de objetos desechados por sus compañeros, enfrascado en su clasificación. Kitiara sacó al gnomo de una pila de ropas.

—¡He encontrado el modo de sacar al dragón del obelisco! —le comunicó.

—¿Qué? ¿Cómo?

—Con el vitriolo de Crisol. Hay un barril lleno a bordo de la nave. Si lo ponemos de forma que desgaste las uniones de plomo en la parte baja del muro, se derrumbarán, ¿no?

La comprensión iluminó de forma paulatina el semblante del gnomo y se abrió paso de golpe en su cerebro.

—¡Hidrodinámica! ¡Funcionará!

Los otros gnomos escucharon el grito y corrieron hasta él. Acompañando su relato con unos exagerados gestos de las manos e innumerables cumplidos a la sagacidad de Kitiara, Tartajo explicó a sus compañeros la idea de la mujer. Los hombrecillos reaccionaron con un entusiasmo arrollador. ¡Era tan simple! ¡Tan elegante! Se habían obstinado en hallar una solución mecánica y ¡he aquí que la mujer ingeniaba una solución química!

Sturm escuchó el alboroto y se acercó de inmediato al lugar de reunión; se mostró de acuerdo en que era una buena estrategia, pero planteó un interrogante importante.

—¿Qué le ocurrirá a Cupelix cuando el obelisco se venga abajo? Ni siquiera un dragón broncíneo resistiría el peso de unos escombros de mármol.

—Ha de haber alguna forma de soslayar el problema —dijo Kitiara con firmeza.

—¿Por qué no lo consultamos con el dragón?

Así lo hicieron. En principio, Cupelix se mostró reacio a salir de su madriguera; Kitiara lo amonestó por su petulancia, pero aun así no obtuvo respuesta. Entonces, La Voz resonó en su mente:

—No quiero sufrir otro desengaño.

—No te prometemos nada —respondió la mujer en voz alta—. Tenemos un nuevo producto que con seguridad resultará efectivo; no obstante, se presenta un problema bastante peliagudo. La liberación puede acarrearte la muerte.

—Una solución excelente. Dejaría de ser un prisionero.

—¡Oh, cierra el pico! Baja y habla con nosotros como un dragón razonable; si no, haremos que el obelisco se desplome encima de ti. —Kitiara hizo un gesto con la cabeza al grupo—. Vamos.

—En realidad no vamos a usar el vitriolo con él todavía ahí arriba, ¿verdad, Kitiara? —preguntó intranquilo Remiendos.

—¿Por qué no? Queréis comprobar si funciona, ¿sí o no?

—El dragón podría resultar malherido.

Carcoma mordisqueó con gesto abstraído la punta de su lápiz.

—Me pregunto la resistencia de tensión que tendrán los tendones y los músculos de un dragón... —musitó.

Argos extrajo de su bolsillo un trozo de pergamino.

—¡Podemos calcularlo! —afirmó.

28

Abrir brecha

El Señor de las Nubes,
aligerado de varios cientos de kilos de peso inútil, flotó con levedad sobre el suelo del valle. Alerón se lo pasó muy bien durante un rato «levantando» la pesada nave con sus propias manos. Bramante aconsejó que anclaran el casco al suelo; en consecuencia, clavaron unas estacas en el esponjoso terreno y amarraron la embarcación.

—Aparte de las provisiones y del agua, no queda absolutamente nada más a bordo —informó Tartajo—. De igual modo, hemos arrancado la mayor parte de los tabiques.

—¿Qué pasa con el motor? —inquirió Sturm—. Pesa tanto como el resto del armazón.

—En efecto —afirmó Chispa, con un tono no exento de orgullo.

—En ese caso, debemos deshacernos de él.

—¡No! ¡Nuestro hermoso motor, no! ¡No hay otra máquina igual en todo el mundo!

Consciente de que no adelantaría nada insistiendo sobre el tema, Sturm se acercó al lugar en que Kitiara, Carcoma y Argos estaban enfrascados en el procedimiento a seguir para disolver las uniones de plomo del obelisco.

—Nos harán falta escaleras para llegar hasta las hileras de más arriba —decía en ese momento la mujer.

—Unos andamios serían mejor —opinó Argos—. Quedan unos cuantos tablones de la nave.

—¿Cómo subiremos el vitriolo hasta ahí arriba? —preguntó Carcoma.

—Con redomas y probetas de cristal —sugirió Argos—. Ningún otro material resistiría la corrosión de este producto.

Sturm carraspeó de manera ostensible.

—Di lo que sea, Sturm —lo increpó Kitiara con impaciencia.

—Aconsejaría aligerar más la nave para asegurar su flotabilidad; pero Trinos y Chispa se niegan en redondo a desprenderse del motor.

—¿Es todo? Pues toma un martillo y rómpelo en pedazos. Es la única forma de que entiendan las cosas. —Carcoma y Argos la miraron sorprendidos; Sturm, con prudencia, se abstuvo de emitir ningún comentario. En cambio, preguntó si habían visto a Cupelix.

—No. Se comporta como un chico testarudo.

El caballero se dirigió al interior del obelisco. El amplio perímetro de la torre estaba desierto, lo que confería al recinto un aspecto extraño, cambiado; sólo permanecían inmutables los tres orificios de los Micones abiertos en el pavimento.

—¿Cupelix? —llamó Sturm—. ¡Cupelix! Sé que me oyes. Baja. —Su voz levantó ecos en la vasta oquedad—. Kitiara sigue adelante con el proyecto del vitriolo. Esta torre te caerá encima de las orejas; es capaz de hacerlo para demostrarte que tiene razón. —En ese momento percibió el tenue pero indistinto roce de la voz mental del dragón.

—Confío en ti, Brightblade. Me dices la verdad.

—Ser un hombre sincero es una de las normas de La Medida —respondió Sturm.

—He adquirido un compromiso con nuestra querida Kitiara: si ella abogaba por mí ante los gnomos, yo la acompañaría durante dos años tras nuestro retorno a Krynn.

—¿Con qué propósito? —El hombre frunció el entrecejo.

—No lo sé. Sin embargo, es lo bastante importante como para que estuviese dispuesta a abandonaros tanto a ti como a los hombrecillos con tal de volver allí.

—¡Te burlas! ¡Kit jamás haría algo así!

—Lo digo en serio, Brightblade. Cuando creyó que la nave no tenía remedio, me presionó para que la llevara conmigo cuando me marchara.

—¿Por qué me cuentas todo esto?

—Me preocupa su ambición. Todo ser viviente posee un aura; ¿lo sabías? Pues así es. El aura revela el aliento vital que anima el cuerpo exterior. La tuya, por ejemplo, es de color dorado, fuerte, radiante y estable. Pero la de Kitiara es de un rojo ardiente con zonas negras. Y esa negrura se intensifica en su interior.

—No sé de qué hablas. —Sturm agitó la mano en un gesto de rechazo—. Kit tiene un carácter fuerte y es impetuosa, pero nada más.

—Estás equivocado, mi honesto amigo.

—Baja aquí, dragón, y colabora en tu liberación. No tengo nada más que decirte. —Con esto, Sturm abandonó el recinto.

Para entonces, los gnomos habían unido los primeros tablones del andamio. El caballero percibió la claridad del cielo.

—Amanece. Entrad al obelisco hasta que hayan pasado las descargas —advirtió al grupo.

Sobre sus cabezas se escuchó un sordo retumbar; el sol se asomó tras los dentados farallones de las paredes del valle y los primeros rayos incidieron en la torre de mármol. La totalidad del valle se estremeció con la sacudida. Un nuevo día fugaz se iniciaba en Lunitari.

—¡No es preciso que sacudáis el obelisco de ese modo! Me uniré a vosotros.

Todos soltaron una carcajada de alivio.

—Nos ha tomado en serio, ¿verdad? —dijo Kitiara cuando sus risas se apagaron.

El grupo regresó junto al inacabado andamio. Tartajo explicó a Cupelix el plan de Kitiara, con todo lujo de detalles. Al dragón no pareció entusiasmarle la idea y sugirió que sería más seguro desprender la cúspide de la torre. Su propuesta era inviable porque no disponían de vigas suficientes para levantar un andamio de ciento cincuenta metros.

—Es una pena que no te puedas meter en la caverna —dijo Alerón—. Ahí estarías seguro, creo.

—¿Y quién dice que no puedo?

—Los agujeros del suelo no son lo bastante amplios para que pases por ellos —objetó el gnomo.

—Los haremos más grandes. ¿Ese líquido corrosivo vuestro afecta al mármol?

—Eh... no estoy seguro —respondió Tartajo—. ¡Ojalá hubiese estudiado más a fondo la alquimia! Habría podido darte una respuesta cierta.

—¿Y por qué no hacemos una prueba más directa? Aplicad el vitriolo a las losas del suelo —sugirió Cupelix.

La vasija de loza, utilizada hasta ese momento como lechera en
El Señor de las Nubes,
se transformó en recipiente para transportar el ácido.

—Cuidado —advirtió Tartajo a Kitiara, que sujetaba el cántaro rebosante de vitriolo. La mujer asintió en silencio, con los labios prietos, al advertir que unas gotas se escurrían por el borde; al caer al suelo, humearon siseantes y dejaron unas marcas negruzcas y abrasivas.

Kitiara se dirigió con lentitud hacia el obelisco, flanqueada por la inoportuna asistencia de los gnomos que no cesaban de ofrecerle inútiles aunque bienintencionados consejos. Sturm iba delante, para despejar el camino.

Cupelix se había posado en el suelo con el objetivo de situarse lo más cerca posible del lugar en donde se llevaría a cabo el experimento. Con la vasija en los brazos extendidos, Kitiara vertió un delgado chorro del ácido en el borde de uno de los orificios. El líquido corrosivo siseó y chisporroteó con ferocidad; transcurridos unos minutos, el barboteo cesó.

—¡Puaj! —protestó Kitiara—. ¡Apesta!

Alerón golpeó con un fino martillo para minerales sobre la zona húmeda.

—El mármol ha sido corroído, pero a escasa profundidad. Necesitaríamos muchos litros de vitriolo para atravesar todo el espesor.

—Nuestras reservas son limitadas —le recordó la mujer—. Unos doscientos litros; nada más.

—Habrá que emplear picos —dijo Sturm—. Un trabajo manual. Sabía que nos costaría sudor y ampollas.

Los gnomos regresaron al exterior para proseguir con su tarea de acoplar andamios en tres de los lados del obelisco. Sturm y Kitiara buscaron las herramientas más apropiadas para cavar entre el surtido montón de utensilios, y pusieron manos a la obra. Sería una labor difícil. El pavimento era muy duro y las herramientas muy pequeñas; el tamaño de un pico para un gnomo era poco mayor que una azuela para un humano.

Hacía calor dentro de la torre y, más aún, después de asestar golpes contra el mármol durante un rato. Kitiara se quitó el jubón y la cota de malla; Sturm, la armadura y la túnica acolchada. Cupelix hizo cuanto estuvo a su alcance para facilitarles la labor: los abanicó con sus inmensas alas y limpió las esquirlas y el polvo con sus soplidos. También les relató historias muy sugestivas recopiladas de sus lecturas.

Sturm descubrió, no sin cierta sorpresa, que el dragón era un ferviente admirador del bardo elfo Quivalen Soth y que se sabía de memoria «La Canción de Huma». Aún más interesante resultó una colección de poemas de Quivalen —perdidos en el olvido para los habitantes de Krynn—, acerca de Huma y el Dragón Plateado. Kitiara no conocía la historia de amor entre el caballero y el dragón y quedó fascinada al escucharla.

—Una verdadera tragedia —comentó Cupelix, que proseguía abanicándolos con suavidad—. ¡Pensar que un dragón renunció a su noble forma natural para adoptar la de un mortal! —El reptil finalizó la frase con un chasquido de la lengua a modo de censura.

Sturm cambió el reducido pico por un mazo igual de pequeño.

—¿Es que crees que los dragones valen más que las personas? —preguntó.

—Sin duda. Son más grandes, más fuertes, tienen más habilidades y poderes, viven más tiempo, hacen más cosas, y sus facultades mentales son inigualables. —La arrogancia en la voz de Cupelix alcanzó el máximo nivel—. ¿Qué hace un humano que no haga un dragón? —añadió.

—Salir de esta torre —respondió mordaz Kitiara. El suave aleteo se detuvo un breve instante, pero se reanudó enseguida.

—Lástima que no te puedas convertir en un hombre, aunque sólo fuera por unos minutos. Así todo este arduo trabajo resultaría innecesario —remarcó Sturm.

—¡Es una pena, sí! Pero el cambio de forma nunca ha sido una habilidad dominada por los dragones broncíneos. Existen textos relativos a esa materia; los del mago elfo Dromondothalas están entre los más afamados. Sin embargo, mi biblioteca carece de esa clase de libros.

Kitiara dio una patada a un fragmento de mármol desprendido, que se deslizó por el pavimento, y cayó a través del orificio. Unos segundos después, se escuchó el distante sonido del golpe en el hondo suelo de la caverna. La mujer levantó la cabeza.

—¿Cómo llegaron hasta aquí esos libros? —preguntó al dragón.

—Los tengo desde el principio. Imagino que también se encargó de eso el constructor del obelisco, a fin de que El Guardián de las Nuevas Vidas adquiriera conocimientos de los otros mundos existentes más allá de Lunitari. Hay tomos de historia, geografía, literatura, medicina, alquimia...

—Y magia —lo interrumpió Sturm, al mismo tiempo que daba un enérgico martillazo en el suelo.

—Cierto. La mitad de los pergaminos se relacionan con ella —confirmó el dragón.

Después de dos horas de trabajo, los humanos habían ensanchado el perímetro del orificio algunos centímetros. Cupelix se mostró satisfecho de su progreso; pero no Kitiara, que expresó su disgusto.

—A este paso, seremos demasiado viejos para sostener el pico antes de lograr que el orificio sea lo bastante grande para que pases por él.

—Me parece que escogimos el modo más pesado y difícil —musitó Sturm. Al hombre le dolían los brazos y la espalda, sin olvidar los martilleantes latidos de las sienes causados por el arduo esfuerzo físico realizado en el tenue aire de Lunitari—. Recuerdo que los maestros canteros del castillo partían rocas tan gruesas como este pavimento con muy pocos golpes. Dejadme pensar en ello un momento, mientras bebo un poco de agua fresca.

Kitiara le alargó una cantimplora y el caballero se dejó caer con pesadez en el suelo; apoyó la cabeza en la pared y cerró los ojos con gesto fatigado.

Ella salió al exterior. Con gran sorpresa por su parte, vio que los gnomos habían levantado los destartalados andamios a una altura de casi dos metros. Tablones, postes, soportes de herramientas y vigas estaban ensamblados con clavos y asegurados con cuerdas.

Other books

To Love Again by Bertrice Small
Dear Neighbor, Drop Dead by Saralee Rosenberg
Go In and Sink! by Douglas Reeman
Elvenborn by Andre Norton, Mercedes Lackey
Unhinged by Findorff, E. J.
The Case of the Fenced-In Woman by Erle Stanley Gardner