»De todos modos, la Montaña Blanca y Negra está a la distancia suficiente como para que sólo su mitad superior esté iluminada. Después, a medida que el Sol se aleja, la luz sube por la ladera de la montaña.
—Y ahora —intervino Lucky— sólo la cima está iluminada.
—Sólo los treinta centímetros superiores, o sesenta quizá, y eso desaparecerá muy pronto. Reinará la más completa oscuridad durante un espacio de tiempo equivalente a un día terrestre, y entonces la luz volverá, poco a poco, nuevamente.
A medida que hablaba, la mancha blanca se fue convirtiendo en un punto que brillaba como una estrella.
Los tres hombres aguardaron.
—Aparten la vista —aconsejó Mindes— para que sus ojos se acostumbren a la oscuridad.
Y tras unos minutos que les parecieron siglos, dijo:
—Muy bien, ya pueden volver a mirar.
Lucky y Bigman así lo hicieron y al principio no vieron nada.
Y después fue como si el paisaje se hubiera convertido en una mancha de sangre. O, en cualquier caso, una parte de él. Primero, sólo había la sensación de algo rojo. Después, podía verse una escarpada montaña que trepaba hasta la cima. La cima era de un rojo vivo, y el rojo se oscurecía y desvanecía a medida que el ojo bajaba de nivel hasta que todo era negro.
—¿Qué es? —preguntó Bigman.
—El Sol —dijo Mindes— está ahora tan bajo que, desde la cima de la montaña, todo lo que hay por encima del horizonte es la corona y las prominencias. Las prominencias son chorros de hidrógeno que se levantan miles de kilómetros sobre la superficie del Sol, y son de color rojo. Su luz permanece constantemente en el mismo lugar, pero la luz del Sol la borra.
Lucky volvió a asentir con la cabeza. Las prominencias también eran algo que desde la Tierra sólo podía verse durante un eclipse total o con instrumentos especiales, debido a la atmósfera.
—De hecho —añadió Mindes en voz baja—, lo llaman «el fantasma rojo del Sol»
—Ya tenemos dos fantasmas —dijo súbitamente Lucky—; uno blanco uno rojo. ¿Es a causa de los fantasmas que lleva usted un lanzarrayos, señor Mindes?
Mindes exclamó:
—¿Qué? —Después, violentamente—: ¿De qué está hablando?
—Digo —repuso Lucky— que ya es hora de que nos cuente la verdadera razón por la que nos ha traído hasta aquí. No es sólo por la vista, estoy seguro, pues entonces no llevaría un lanzarrayos en un planeta vacío y desolado.
Mindes tardó un rato en contestar. Cuando lo hizo, dijo:
—Usted es David Starr, ¿verdad?
—Exactamente —repuso Lucky con paciencia.
—Es miembro del Consejo de la Ciencia. Es el hombre que llaman Lucky Starr.
Los miembros del Consejo de la Ciencia rehuían la publicidad, y fue de bastante mala gana que Lucky dijo de nuevo: —Exactamente.
—Así que no estoy equivocado. Usted es uno de sus mejores investigadores, y está aquí para investigar el Proyecto Luz.
Los labios de Lucky se convirtieron en una línea fina y apretada. Hubiera preferido no ser reconocido tan fácilmente. Dijo:
—Quizá sí, quizá no. ¿Por qué me ha traído hasta aquí?
—Sé que es cierto, y le he traído hasta aquí —Mindes jadeaba— para explicarle toda la verdad antes de que los demás le llenen la cabeza de... mentiras.
—¿Acerca de qué?
—Acerca de los fracasos que han estado «embrujando» -odio esa palabra- los fracasos del Proyecto Luz.
—Pero hubiera podido decirme lo que quisiera en el Observatorio. ¿Por qué traerme hasta aquí?
—Por dos razones —dijo el ingeniero. Su respiración continuaba siendo rápida y difícil—. En primer lugar, todos ellos creen que es culpa mía. Creen que no soy capaz de llevar el proyecto adelante, y que estoy malgastando el dinero de los impuestos. Quería mantenerle apartado de ellos, ¿entiende? Quería evitar que les escuchara a ellos en primer lugar.
—¿Por qué iban a creer que es culpa suya?
—Consideran que soy demasiado joven.
—¿Cuántos años tiene?
—Veintidós.
Lucky Starr, que no era mucho mayor, preguntó:
—¿Y la segunda razón?
—Quería que captara la sensación de Mercurio. Quería que absorbiera la... la... —Se interrumpió y guardó silencio.
La figura de Lucky se levantaba rígida e imponentemente en la superficie prohibitiva de Mercurio, y el metal de uno de sus hombros atrajo y reflejó la lechosa luz de la corona, «el fantasma blanco del Sol»
Dijo:
—Muy bien, Mindes. Supongamos que acepto su afirmación de que no es usted responsable de los fracasos ocurridos en el proyecto. ¿Quién lo es?
Al principio, la voz del ingeniero no fue más que un murmullo indistinto. Este murmullo se convirtió gradualmente en palabras.
—No lo sé... Por lo menos...
—No le comprendo —dijo Lucky.
—Mire. —repuso desesperadamente Mindes-. He estado investigando. He perdido horas de sueño tratando de averiguar quién es el culpable. He vigilado los movimientos de todos. He anotado la hora en que ocurrían los accidentes, se rompían cables o se destrozaban placas de conversión. Y estoy seguro de una cosa...
—¿Cuál?
—De que nadie del Observatorio puede ser directamente responsable. Nadie. Sólo hay unas cincuenta personas en el Observatorio, cincuenta y dos para ser exactos, y las últimas seis veces en que ha fallado alguna cosa, he podido dar razón de cada uno de ellos. No había nadie cercó del lugar de los accidentes. —Su voz había ido aumentando de intensidad.
Lucky dijo:
—Entonces, ¿a qué cree que se deben los accidentes? ¿A terremotos? ¿A la acción solar?
—¡A los fantasmas! —exclamó apasionadamente el ingeniero, agitando los brazos—. Hay un fantasma blanco y un fantasma rojo. Ustedes los han visto. Pero también hay fantasmas de dos piernas. Yo los he visto, pero ¿me creerá alguien? —Sus palabras habían perdido toda coherencia—. Se lo digo... se lo digo...
Bigman dijo:
—¡Fantasmas! ¿Es que se ha vuelto loco?
Mindes se apresuró a replicar:
—Usted tampoco me cree, pero yo se lo demostraré. Acabaré con el fantasma. Acabaré con todos los que no me creen. Acabaré con todos. ¡Con todos!
Con una penetrante carcajada sacó la pistola y, con frenética velocidad, antes de que Bigman pudiera detenerle, apuntó a Lucky a quemarropa y apretó el gatillo. Su invisible campo disruptivo salió disparado...
Aquello habría sido el final de Lucky si él y Mindes se hubieran encontrado en la Tierra. A Lucky no le había pasado desapercibida la creciente locura que encerraba la voz de Mindes. Había estado esperando atentamente algún cambio, alguna acción que justificara la violencia contenida en las entrecortadas frases del ingeniero. Sin embargo, no esperaba un ataque de frente con la pistola.
Cuando la mano de Mindes se acercó a la pistolera, Lucky saltó hacia un lado. En la Tierra, este movimiento hubiera llegado demasiado tarde.
No obstante, en Mercurio las cosas eran diferentes. La gravedad de Mercurio era dos quintos de la de la Tierra, y los músculos contraídos de Lucky desplazaron su cuerpo insólitamente ligero (incluso con el traje que llevaba), a considerable distancia. Mindes, poco acostumbrado a una gravedad tan baja, tropezó al volverse con demasiada rapidez para seguir con la pistola el movimiento de Lucky.
Por lo tanto, la energía de la pistola se estrelló contra el suelo, a pocos centímetros del cuerpo de Lucky. Abrió un agujero de treinta centímetros de profundidad en la frígida roca. Antes de que Mindes pudiera recobrarse y apuntar de nuevo, Bigman le había golpeado con la gracia natural de un marciano acostumbrado a la escasa gravedad.
Mindes se desplomó. Lanzó un grito ininteligible y después calló, bien inconsciente como resultado de la caída o a causa de su imposibilidad para expresar el clímax de sus febriles emociones.
Bigman no creía en ninguna de las dos posibilidades.
—Está fingiendo —exclamó—. El muy tramposo se hace el muerto. —Arrancó la pistola de la mano inerte del ingeniero, y le apuntó a la cabeza.
Lucky repuso vivamente: —Nada de eso, Bigman.
Bigman titubeó:
—Ha intentado matarte, Lucky. —Era evidente que el pequeño marciano no habría estado la mitad de enfadado si hubiera sido él mismo quien se hubiese encontrado en peligro de muerte. Sin embargo, retrocedió.
Lucky se había arrodillado y examinaba el rostro de Mindes a través de la placa visora, enfocando la luz de su casco sobre las pálidas y contraídas facciones del otro. Verificó el indicador de presión del traje de Mindes, para asegurarse de que el golpe de la caída no había aflojado ninguna de sus articulaciones. Después, cogiendo el cuerpo caído por una muñeca y un tobillo, se lo cargó sobre los hombros y se puso en pie.
—Regresemos al Observatorio —dijo— y dispongámonos a enfrentarnos con un problema que, mucho me temo, será algo más complicado de lo que el jefe cree.
Bigman lanzó un gruñido y siguió de cerca a Lucky, adaptándose a sus largas zancadas con un ligero trotecillo facilitado por la gravedad. Mantuvo la pistola preparada, colocándose de modo que, en caso de necesidad, pudiera disparar a Mindes sin tocar a Lucky.
El «jefe» era Héctor Conway, presidente del Consejo de la Ciencia. En ocasiones más informales Lucky le llamaba tío Héctor, puesto que Héctor Conway, junto con Augustus Henree, eran los tutores del joven Lucky tras la muerte de sus padres acaecida durante un ataque pirata cerca de la órbita de Venus.
Una semana antes, Conway había dicho a Lucky con acento indiferente, casi como si le ofreciera unas vacaciones.
—¿Te gustaría ir a Mercurio, Lucky?
—¿Qué pasa, tío Héctor? —preguntó Lucky.
—En realidad, nada —dijo Conway, frunciendo el ceño—, a excepción de cierta política barata. Estamos financiando un proyecto bastante caro en Mercurio, uno de esos asuntos de investigación básica que quizá no lleve a ninguna parte, ya sabes y, por otro lado, quizá sea verdaderamente revolucionario. Hay que correr el riesgo, como en todas esas cosas.
Lucky dijo:
—¿Es algo que yo sepa?
—No lo creo. Es bastante reciente. De todos modos, el senador Swenson lo ha utilizado como ejemplo de cómo malgasta el Consejo el dinero de los contribuyentes. Ya conoces el paño. Está presionando para que se realice una investigación, y uno de sus muchachos salió hacia Mercurio varios meses atrás.
—¿El senador Swenson? Comprendo —asintió Lucky.
Aquello no era nada nuevo. El Consejo de la Ciencia había ido destacándose durante las pasadas décadas en la lucha contra los peligros que amenazaban a la Tierra desde dentro y desde fuera del sistema solar. En aquella época de civilización galáctica, con la humanidad extendida por todos los planetas de todas las estrellas de la Vía Láctea, sólo los científicos podían enfrentarse debidamente con los problemas del género humano. De hecho, sólo los científicos especialmente adiestrados del Consejo podían hacerlo.
Sin embargo, algunos hombres del gobierno de la Tierra temían el creciente poder de este Consejo de la Ciencia y otros utilizaban este recelo para sus propias ambiciones. El senador Swenson era el miembro más destacado de este último grupo. Sus ataques, generalmente dirigidos contra el derroche de que hacía gala el Consejo en su labor de financiar la investigación, le estaban haciendo famoso. Lucky dijo:
—¿Quién está a cargo del proyecto en Mercurio? ¿Alguien que yo conozca?
—Por cierto, se llama Proyecto Luz, y el hombre encargado de él es un ingeniero llamado Scott Mindes. Un joven brillante, pero no el más apropiado para este puesto. Lo más desconcertante es que, desde que Swenson empezó a. protestar, se han producido toda clase de fracasos en el Proyecto Luz.
—Iré a dar un vistazo si lo deseas, tío Héctor.
—Estupendo. Los accidentes y malas roturas no son nada, estoy seguro, pero no quiero que Swenson nos ponga en un aprieto. Averigua lo que se propone. Y ten cuidado con el hombre que envió allí. Su nombre es Urteil y tiene fama de ser un tipo capaz y peligroso.
Así fue como empezó todo. Sólo una investigación insignificante para prevenir dificultades políticas. Nada más.
Lucky aterrizó en el Polo Norte de Mercurio sin esperar otra cosa, y al cabo de dos horas se encontraba en la trayectoria del rayo de una pistola.
Mientras regresaba al Observatorio con Mindes sobre los hombros, Lucky pensó: «Aquí hay algo más que una simple cuestión política»
El doctor Karl Gardoma salió de la pequeña enfermería y miró sombríamente a Lucky y Bigman. Se estaba secando las manos en una toalla de esponjoso y absorbente tejido, que tiró a un cubo de basura en cuanto acabó. Su rostro moreno, casi tostado, parecía inquieto, y sus espesas cejas estaban fruncidas. Incluso su cabello negro, que llevaba muy corto y erizado, acentuaba su expresión preocupada.
—¿Y bien, doctor? —preguntó Lucky.
El doctor Gardoma repuso:
—Está bajo el efecto de un calmante. Estará perfectamente cuando se despierte. No sé si recordará claramente lo ocurrido.
—¿Había tenido algún ataque parecido antes de ahora?
—No desde que llegó a Mercurio, señor Starr. No sé lo que pudo ocurrir antes de entonces, pero durante estos últimos meses ha estado sometido a una gran tensión.
—¿Por qué?
—Se siente responsable de los accidentes que han estado interfiriendo con el progreso del Proyecto Luz.
—¿Acaso lo es?
—No, claro que no. Pero usted mismo ha comprobado cuáles son sus sentimientos. Está seguro de que todo el mundo le culpa. El Proyecto Luz es vitalmente importante. En él se ha enterrado gran cantidad de dinero y muchos esfuerzos. Mindes es responsable de muchísimo equipo y está a cargo de diez hombres, todos ellos de cinco a diez años mayores que él.
—¿Cómo se explica que sea tan joven?
El doctor sonrió tristemente, pero a pesar de su tristeza, sus blancos dientes le dieron un aspecto agradable, incluso encantador. Dijo:
—La óptica subetérea, señor Starr, es una rama de la ciencia completamente nueva. Sólo los hombres jóvenes, recién salidos de la universidad, saben lo suficiente de ella.
—Parece como si también usted supiera algo de ella.
—Sólo lo que Mindes me explicó. Llegamos a Mercurio en la misma nave, ¿sabe?, y enseguida me fascinó, me conquistó por completo por lo que con su proyecto espera realizar. ¿Sabe algo acerca de él?