—Ni una palabra.
—Bueno, atañe al hiperespacio, esa porción del espacio que está fuera de los límites ordinarios del espacio que nosotros conocemos. Las leyes de la naturaleza que se ajustan al espacio ordinario no se ajustan al hiperespacio: Por ejemplo, en el espacio ordinario es imposible ir a mayor velocidad que la luz, de modo que se necesitarían por lo menos cuatro años para llegar a la estrella más cercana. Yendo a través del hiperespacio cualquier velocidad es posible... —El médico se interrumpió con una repentina sonrisa de disculpa—. Estoy seguro de que ya sabe todo esto.
—Supongo que la mayoría de la gente sabe que el descubrimiento de los vuelos hiperespaciales hizo posible los viajes a las estrellas —dijo Lucky—; pero ¿qué hay del Proyecto Luz?
—Bueno —repuso el doctor Gardoma—, en el espacio ordinario, la luz viaja en línea reta en el vacío. Sólo puede desviarse por medio de una enorme fuerza de gravedad. Por el contrario, en el hiperespacio puede desviarse con la misma facilidad que si fuera un hilo de algodón. Se la puede enfocar, dispersar y doblarla sobre sí misma. Esto es lo que dice la teoría de la hiperóptica.
—Y supongo que Scott Mindes está aquí para verificar esta teoría.
—Así es.
—¿Por qué aquí? —preguntó Lucky—. Quiero decir, ¿por qué en Mercurio?
—Porque no hay ninguna otra superficie planetaria en el sistema solar donde exista tal concentración de luz en una zona tan amplia. Los efectos que Mindes busca pueden detectarse mucho más fácilmente aquí. Sería cien veces más caro realizar el proyecto en la Tierra, y los resultados serían cien veces más inseguros. Es lo que me dijo Mindes.
—Sólo que ahora estamos teniendo esos accidentes.
El doctor Gardoma dio un resoplido.
—No son accidentes. Y, señor Starr, tienen que cesar. ¿Sabe lo que significaría el éxito del Proyecto Luz? —prosiguió, entusiasmado con la visión—: La Tierra dejaría de ser esclava del Sol. Las estaciones espaciales que giran alrededor de la Tierra podrían interceptar la luz del Sol, desviarla a través del hiperespacio, y desparramarla equitativamente por toda la Tierra. El calor desértico y el frío polar desaparecerían. Las estaciones serían redistribuidas a nuestro antojo. Controlaríamos el clima si controláramos la distribución de la luz solar. Podríamos tener luz solar perpetua donde quisiéramos; noche de cualquier duración donde nos placiera. La Tierra sería un paraíso de aire acondicionado.
—Me imagino que eso requeriría tiempo.
—Muchísimo, pero esto es el principio... Escuche, quizá me equivoque, pero ¿no es usted el David Starr que clarificó el problema de los envenenamientos por comida en Marte?
Había un acento de nerviosismo en la voz de Lucky al contestar, y sus cejas se contrajeron ligeramente.
—¿Qué le hace pensar así?
—Después de todo, soy médico. Los envenenamientos parecían ser una enfermedad epidémica al principio, y yo me interesé mucho por el asunto. Corrían rumores acerca de la participación de un joven miembro del Consejo en la solución del misterio, y se mencionaron algunos nombres.
Lucky dijo:
—¿Qué le parece si dejamos el tema? —Estaba disgustado, como siempre que le insinuaban que se estaba haciendo famoso. Primero Mindes, ahora Gardoma.
El doctor Gardoma dijo:
—Pero si es usted ese Starr, confío en que estará aquí para detener esos presuntos accidentes.
Lucky pareció no oírle. Dijo:
—¿Cuándo podré hablar con Scott Mindes, doctor Gardoma?
—Por lo menos no hasta dentro de doce horas.
—¿Y se portará cuerdamente?
—Estoy seguro de ello.
Una nueva y gutural voz de barítono le interrumpió.
—¿De verdad, Gardoma? ¿Es acaso porque sabe que nuestro joven Mindes nunca ha estado loco?
El doctor Gardoma se volvió al oír el sonido y no hizo ningún esfuerzo para ocultar la expresión de desagrado que apareció en su rostro.
—¿Qué está haciendo aquí, Urteil?
—Tener los ojos y los oídos bien abiertos, aunque supongo que usted preferiría que los mantuviera cerrados —dijo el recién llegado. Tanto Lucky como Bigman le observaron con curiosidad. Era un hombre corpulento; no muy alto, pero sí ancho de espaldas y musculoso. Sus mejillas estaban cubiertas de pelos, y todo él respiraba un aire de seguridad en sí mismo que era bastante desagradable.
El doctor Gardoma dijo:
—No me importa lo que haga con sus ojos y sus oídos, pero no lo haga en mi oficina, si no le molesta.
—¿Por qué no en su oficina? —preguntó Urteil—. Usted es médico. Los pacientes tienen derecho a entrar. Es posible que yo sea un paciente.
—¿Cuál es su enfermedad?
—¿Qué hay de esos dos? ¿Qué enfermedad tienen ellos? Deficiencia hormonal, en primer término, supongo —y sus ojos se posaron indolentemente sobre Bigman Jones mientras hablaba.
Hubo un instante en el que todos aguantaron la respiración y Bigman se puso mortalmente pálido. Se levantó pausadamente de su asiento, con los ojos muy abiertos. Sus labios se movieron como si formaran las palabras «deficiencia hormonal», y tratara de convencerse de que realmente había oído estas palabras y que no era una ilusión.
Entonces, con la velocidad de una cobra, el cuerpo de un metro cincuenta y siete centímetros y músculos de acero de Bigman se lanzó sobre la corpulenta figura que había frente a él.
Pero Lucky se le adelantó. Bajó rápidamente las manos, y agarró a Bigman por los hombros.
—Tranquilo, Bigman.
El pequeño marciano se debatió desesperadamente: —Tú mismo lo has oído, Lucky. Lo has oído.
—Ahora no, Bigman.
Las carcajadas de Urteil eran como una serie de agudos ladridos.
—Suéltale, compañero. Lanzaré al muchachito por los, suelos con un solo dedo.
Bigman lanzó un alarido y se retorció bajo las manos de Lucky.
Lucky dijo:
—No diré nada más, Urteil, pero es muy posible que se meta en un lío del que su amigo senador no pueda sacarle.
Su mirada se había ido haciendo fría mientras hablaba y su voz era cortante como el filo de un cuchillo.
Los ojos de Urteil se clavaron un momento en los de Lucky, y apartó enseguida la mirada. Murmuró algo acerca de estar bromeando. La entrecortada respiración de Bigman se calmó un poco, y cuando Lucky le soltó, el marciano volvió a ocupar su asiento, aún temblando de rabia.
El doctor Gardoma, que había contemplado la escena con inquietud, dijo:
—¿Conoce usted a Urteil, señor Starr?
—Sólo de nombre. Es Jonathan Urteil, el investigador particular del senador Swenson.
—Bueno, podríamos decirlo así —murmuró el médico.
—Yo también le conozco, David Starr, Lucky Starr, o como se llame —repuso Urteil—. Usted es el particular niño prodigio del Consejo de la Ciencia. Envenenamientos en Marte. Piratas en los asteroides. Telepatía venusiana. ¿Tengo la lista completa? —La tiene —dijo Lucky con voz inexpresiva. Urteil sonrió triunfalmente.
—No hay mucho que la oficina del senador no sepa acerca del Consejo de la Ciencia. Y no hay mucho que yo no sepa acerca de las cosas que ocurren aquí. Por ejemplo, sé que han atentado contra su vida, y he venido a verle por esta razón. —¿Por qué?
—Porque quiero hacerle una advertencia, una pequeña advertencia de amigo. Supongo que el matasanos aquí presente les habrá estado hablando de lo fantástico que es Mindes. Únicamente el efecto momentáneo de una irresistible tensión, supongo que les habrá dicho. Son grandes amigos, Mindes y él.
—Sólo les he dicho... —empezó el doctor Gardoma.
—Deje que sea yo el que les diga algo —interrumpió Urteil—. Déjeme decirles esto: Scott Mindes es tan inofensivo como un asteroide de dos toneladas dirigiéndose hacia una nave espacial. No estaba temporalmente loco cuando le apuntaba con una pistola. Sabía lo que hacía. Ha tratado de matarlo a sangre fría, señor Starr, y si no tiene usted cuidado, la próxima vez lo logrará. Puede apostar cualquier cosa a que volverá a intentarlo.
El silencio que siguió no pareció agradable más que a Urteil.
Después Lucky dijo:
—¿Por qué? ¿Qué motivo tiene?
Urteil repuso tranquilamente:
—Porque tiene miedo. Está aquí con millones en efectivo invertidos, efectivo que le ha sido dado por un negligente Consejo de la Ciencia, y no puede lograr que sus experimentos den resultado. Llama accidentes a su incompetencia. Es posible que regrese a la Tierra y hable de la mala suerte que reina en Mercurio. Entonces obtendrá más dinero del Consejo, o, mejor dicho, de los contribuyentes, para algún otro proyecto estúpido. Ahora usted ha venido a Mercurio a investigar, y él tiene miedo de que el Consejo, a pesar suyo, averigüe algo de la verdad... Ya puede imaginarse el resto.
Lucky dijo:
—Si ésta es la verdad, usted ya la sabe.
—Sí, y espero probarla.
—Pero, en este caso, está usted en peligro ante Mindes. Por su razonamiento, es a usted a quien él debería intentar eliminar.
Urteil sonrió ampliamente y sus mejillas se ensancharon tanto que su delgado rostro pareció más ancho que largo. Dijo:
—Ha intentado eliminarme. Es la pura verdad. Pero me he encontrado en situaciones más difíciles trabajando para el senador. Sé cuidar de mí mismo.
—Scott Mindes nunca ha intentado matarle, ni a usted ni a nadie —dijo el doctor Gardoma, con el rostro pálido y contraído—. Usted lo sabe muy bien.
Urteil no le contestó directamente. En cambio, se dirigió a Lucky.
—Y no pierda de vista al buen doctor, tampoco. Como le he dicho, él y Mindes son grandes amigos. Si yo estuviera en su lugar, no me pondría en sus manos ni para un dolor de cabeza. Las píldoras e inyecciones pueden... —Chasqueó los dedos con crujiente ruido.
El doctor Gardoma. encontrando con dificultad las palabras precisas, dijo:
—Algún día, alguien le matará por...
Urteil repuso despreocupadamente:
—¿Sí? ¿Acaso piensa ser usted? —Se volvió para marcharse, y entonces dijo por encima del hombro—: Oh, me olvidaba. He oído decir que el viejo Peverale quería verle. Está muy molesto por el hecho de que no haya habido bienvenida oficial. Está preocupado. Así que vaya a verle y acaríciele cariñosamente la cabeza... Y, Starr, otra pista. A partir de ahora, no use ningún traje protector, sea del tipo que sea, sin buscar antes alguna fuga. ¿Sabe a lo que me refiero? —Con estas palabras, finalmente, se fue.
Transcurrieron unos momentos antes de que Gardoma volviera a la normalidad y pudiera hablar sin tartamudear. Entonces dijo:
—Me saca de quicio cada vez que le veo. Es un lengua larga, mentiroso...
—Un tipo muy astuto —dijo secamente Lucky—. Parece evidente que uno de sus métodos de ataque es decir exactamente lo que supone que encolerizará más a su oponente. Un oponente enfadado está en inferioridad de condiciones... Y, Bigman, eso va por ti. No puedes liarte a golpes con el primero que te insinúe que mides menos de un metro sesenta.
—Lucky —gimió el diminuto marciano—, ha dicho que tenía una deficiencia hormonal.
—Pues aprende a esperar el momento adecuado para demostrarle lo contrario.
Bigman gruñó con rebeldía, y descargó uno de sus puños sobre el resistente plástico de sus botas altas de color plata y bermellón, las botas altas hasta la cadera que no llevaría nadie más que un granjero marciano y que ningún granjero marciano dejaría de llevar. Bigman tenía una docena, a cuál más llamativa.
Lucky dijo:
—Bueno, iremos a ver al doctor Peverale. Es el director del Observatorio, ¿verdad?
—El director de todo el Centro —repuso el médico—. Ahora es viejo y ha perdido facultades. Me alegro de poder decirles que odia a Urteil tanto como cualquiera de nosotros, pero no puede hacer nada contra él. No puede oponerse al senador. Me pregunto si el Consejo de la Ciencia podrá —concluyó tristemente. Lucky dijo:
—Creo que sí. No olvide que quiero ver a Mindes cuando se despierte.
—Muy bien. Cuídese.
Lucky le miró con curiosidad.
—¿Que me cuide? ¿Qué quiere decir?
El doctor Gardoma se sonrojó.
—Era un modo de hablar. Es algo que siempre digo. No he querido decir nada.
—Ya. Bueno, ya nos veremos. En marcha, Bigman, y deja ya de poner esa cara de enfadado..
El doctor Lance Peverale les estrechó la mano con una fuerza que resultaba sorprendente en un hombre tan viejo. Sus ojos oscuros expresaban preocupación y parecían aún más oscuros por las cejas blancas que los enmarcaban. Su cabello, todavía abundante, conservaba gran parte de su color original y no había sobrepasado el gris acerado. Sus mejillas rugosas y fláccidas, encima de las cuales sobresalían unos pómulos prominentes, eran las que denunciaban su edad.
Habló lenta y amablemente:
—Lo siento, caballeros, estoy consternado de que hayan pasado por tan lamentable experiencia no más llegar al Observatorio. Es culpa mía.
—No diga eso, doctor Peverale —protestó Lucky.
—La culpa es mía, señor. Si hubiera estado aquí para recibirles como debería... Pero verán, estábamos siguiendo una importante y anómala prominencia, y mucho me temo que he dejado a mi profesión que me apartara de los más elementales deberes de la hospitalidad.
—En cualquier caso, está usted perdonado —dijo Lucky, y miró de reojo a Bigman con expresión divertida, al ver que escuchaba con la boca abierta las palabras del anciano.
—No tengo perdón —dijo el astrónomo—, pero le agradezco sus intenciones. Mientras tanto, he ordenado que les preparen sus habitaciones. —Les cogió por el brazo, empujándoles a lo largo de los bien iluminados, pero estrechos pasillos del Observatorio—. Nuestras instalaciones están abarrotadas, en articular desde que llegaron el doctor Mines y sus ingenieros y... y otros. Sin embargo, me imagino que querrán refrescarse y quizá dormir. Estoy seguro de que les apetecerá comer, de modo que les enviaré alguna cosa. Mañana tendrán tiempo suficiente para conocernos a todos en plan social, y nosotros podremos averiguar sus intenciones al venir aquí. En cuanto a mí, el hecho de que el Consejo de la Ciencia les respalde me basta. Daremos una especie de banquete en su honor.
El nivel del pasillo descendía a medida que andaban, y se internaban en las entrañas de Mercurio en dirección al nivel residencial del Observatorio.
Lucky dijo: