El gran espectáculo secreto (52 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: El gran espectáculo secreto
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—Has estado trabajando con dureza —dijo Tesla, pensando que era sudor. Pero en seguida se dio cuenta de su error. No se trataba de sudor, en absoluto, sino de lágrimas.

—Pobre Raúl —exclamó al tiempo que se incorporaba para abrazarle— ¿Desaparecí por completo?

Raúl se apretó contra ella.

—Primero fue como una niebla —dijo—; luego… nada.

—¿Y por qué estamos aquí? —preguntó Tesla—. Yo me encontraba en la Misión cuando me dispararon.

Al pensar en ello se miró en la parte del cuerpo que la bala la había acertado. No había herida; ni siquiera sangre.

—El Nuncio me curó —dijo.

Ese hecho no pasó inadvertido a las mujeres. Cuando vieron la piel sin cicatriz alguna se pusieron a rezar, apartándose de Tesla.

—No… —
murmuró
ella, sin dejar de mirarse el cuerpo—, no fue el Nuncio. Éste es el cuerpo que yo
imaginé.

—¿Imaginado? —preguntó Raúl.

—Conjurado —se corrigió ella, apenas
consciente
siquiera de la confusión de Raúl; tenía otro enigma en su cuerpo acerca del que pensar.

Su pezón izquierdo, el doble de grande que el derecho, lo tenía ahora a la derecha. Tesla no hacía más que mirarlo, mientras movía la cabeza, desconcertada. Ése no era el tipo de cosas en que uno se equivoca. De alguna manera, durante el viaje de ida a la espiral del tiempo, o en el de regreso, había tenido lugar el cambio. Levantó las piernas, para mirárselas. Varios arañazos de
Butch
que tenía en una de las espinillas aparecían en la otra.

—No lo entiendo —le dijo a Raúl.

Pero este, que ni siquiera comprendía la pregunta, no supo qué responder, de modo que se limitó a encogerse de hombros.

—Bien, dejémoslo —dijo Tesla, y comenzó a vestirse.

Sólo entonces preguntó qué había ocurrido con el Nuncio.


¿
Me pusiste todo?

—No, el Chico de la Muerte se lo llevó.

—¿Tommy-Ray? ¡Dios mío! De modo que ahora el Jaff tiene hijo y medio.

—Pero también tú lo tocaste —dijo Raúl—, y yo. Lo tuve en la mano. Me subió hasta el codo.

—De modo que somos nosotros contra ellos.

Pero Raúl movió la cabeza.

—Yo no puedo servirte de ayuda —dijo.

—Puedes y debes —repuso Tesla—. Hay muchas preguntas cuyas respuestas necesitamos, y yo no puedo hacerlo sola. Necesito que me acompañes.

La resistencia de Raúl resultaba comprensible, sin que tuviera que explicarla.

—Sé que tienes miedo. Pero, por favor, Raúl, tú me has sacado de entre los muertos.

—Yo no he sido.

—Pero has ayudado. No querrás que todo esto se eche a perder ahora, ¿verdad?

En su propia voz captó un deje de las persuasiones de Kissoon, y eso no le agradó en absoluto. Pero también era cierto que nunca hasta entonces había experimentado un acceso tal de conocimientos súbitos como durante el tiempo que estuvo con Kissoon. Éste le había dejado su huella sin siquiera rozarla con la punta del dedo. Pero si alguien le hubiese preguntado si Kissoon era un mentiroso o un profeta, un salvador o un lunático, Tesla no hubiera sabido qué contestar, y posiblemente esta ambigüedad fuese la parte más ardua de la espiral en el tiempo, aunque tampoco hubiese podido decir qué había ganado con ella.

Sus pensamientos volvieron a Raúl y a su negativa. No había tiempo que perder en discusiones.

—No tienes más remedio que venir —le dijo—, no puedes negarte.

—Pero la Misión…

—…está
vacía,
Raúl. El único tesoro que contenía era el Nuncio, y ya no está.

—Yo tenía recuerdos —dijo Raúl, en un murmullo, y el uso del pretérito en su respuesta indicaba que había aceptado.

—Habrá otros recuerdos. Y mejores tiempos que recordar —lo animó ella—. Y ahora… si tienes alguien de quien despedirte, hazlo, porque nos vamos.

Raúl asintió y comenzó a hablar a las mujeres en español. Tesla sabía un poco de ese idioma, lo bastante para cerciorarse de que, en efecto, se estaba despidiendo de ellas. Se apartó de él y descendió por la cuesta hacia donde había dejado el coche.

Por el camino dio con la solución del enigma de su cuerpo cambiado, sin necesidad de pensar en él. En la cabaña de Kissoon, Tesla se había imaginado a sí misma como se
veía
siempre: reflejada en el espejo. ¿Cuántas veces, en los treinta y tantos años de su vida, se habría mirado reflejada, contemplando así un retrato en el que la derecha era la izquierda, y viceversa?

Volvía de la Curva Temporal convertida en otra mujer. Una mujer que antes sólo había existido como reflejo en un cristal. Y, ahora, esa imagen era carne y sangre, y andaba por el Mundo. Pero detrás de su rostro seguía la misma mente, al menos eso esperaba. Aunque hubiera sido tocada por el Nuncio, y conocido a Kissoon. O sea, dos influencias nada desdeñables.

Entre unas cosas y otras, era toda una historia. Y ella no tendría mejor momento que el presente para contarla.

Porque quizá no hubiera futuro.

Sexta Parte:
En secretos, casi todos revelados
I

Tommy-Ray sabía conducir desde los dieciséis años. El volante para él, había sido una forma de liberarse de su madre, del Pastor, de Grove y de todo cuanto eso significaba. Y ahora regresaba al lugar del que hacía unos años no quería otra cosa que escapar, apretaba el acelerador para llegar lo antes posible. Deseaba verse en Grove con la noticia que su cuerpo llevaba; quería volver a su padre, que tanto le había enseñado. Hasta su encuentro con el Jaff, lo mejor que la vida le había brindado era el viento de la costa y las grandes olas de Topanga. Y él, en la cresta de la ola sabiendo que todas las chicas que había en la playa lo miraban. Pero desde el principio había sabido que aquellos buenos tiempos no iban a durar para siempre. Llegaban héroes nuevos, verano tras verano. Él mismo había sido uno de ellos, sustituyendo a otros jinetes de olas que tendrían sólo un par de años más que él, pero los ganaba en agilidad. Hombres—muchachos como él, que habían sido la crema del deporte un año antes para convertirse de pronto en vejestorios. Tommy-Ray no era estúpido, y sabía que sólo era cuestión de tiempo que también él se convertiría en un vejestorio.

Pero ahora llevaba en su vientre y en su cerebro un propósito como nunca antes había tenido: maneras de pensar y de conducirse; algo que los cabezas de chorlito de Topanga jamás habían soñado que existieran. Y mucho de ello se lo debía al Jaff. Pero ni siquiera su padre, a pesar de todos sus extraños y violentos consejos, había sabido prepararle para lo que le iba a ocurrir en la Misión. Y ahora, él, Tommy-Ray, era un
mito.
la muerte al volante de un «Chevy», volviendo a toda velocidad a casa. Sabía música que haría bailar a la gente hasta que se cayeran de agotamiento. Y cuando se hubieran caído e ido a reposar, también sabría por qué lo hacían. Había visto el espectáculo en pleno funcionamiento en su propia carne, y sólo de recordar le daba grima.

Pero la juerga no había hecho más que empezar. A menos de doscientos kilómetros al norte de la Misión su ruta pasaba por una aldea en cuyo extremo
había
un cementerio. La luna estaba alta todavía, decolorando las flores depositadas aquí y allá. Tommy-Ray detuvo el coche para ver mejor. Al fin y al cabo, aquel territorio era suyo desde ese momento. Era su hogar.

Si hubiese necesitado una buena prueba de que lo sucedido en la Misión no era el invento de algún cerebro enloquecido, la tuvo al abrir la puerta del cementerio y entrar en él. No soplaba viento que agitase la hierba, alta hasta sus rodillas en los lugares donde las tumbas estaban abandonadas. Pero lo que había, a pesar de todo, era movimiento. Tommy-Ray avanzó unos pocos
pasos y
vio figuras humanas alzarse y entrar en su campo visual en una docena de sitios. Eran cadáveres. Si su aspecto en sí no hubiese sido testimonio de la luz que
sus
cuerpos exhalaban —tan lustrosos como el pedazo de hueso que había encontrado junto al coche— hubiera bastado para hacerle ver que formaban parte de su clan.

Y ellos sabían quién era el que llegaba a visitarles. Sus ojos, o, en el caso de los más viejos, sus
cuencas,
permanecían fijos en él al tiempo que se le acercaban para rendirle pleitesía. Ninguno de ellos miraba al suelo al andar, a pesar de lo irregular que era. Conocían demasiado bien el terreno, estaban familiarizados con los lugares donde las tumbas mal construidas se habían ladeado o caído, o donde un ataúd había vuelto a la superficie por corrimientos de la tierra. Su avance era lento. Pero Tommy-Ray no tenía prisa. Se sentó sobre una tumba que contenía, según constaba en la lápida, a siete niños y a su madre, y observó los fantasmas que se aproximaban a él. Y cuanto más cerca los tenía tanto mejor veía los detalles de su condición. No resultaba agradable a la vista. De ellos soplaba un viento que les desfiguraba. Rostros demasiado anchos, o demasiado largos; ojos que saltaban; bocas que permanecían abiertas; mejillas que colgaban. Tanta fealdad hizo recordar a Tommy-Ray una película de pilotos sometidos a la fuerza de la gravedad, sólo que estos fantasmas no eran voluntarios como los pilotos aquéllos. Sufrían contra su voluntad.

Sus distorsiones no le turbaban
en absoluto;
ni tampoco los agujeros que se velan en sus cuerpos, o sus miembros cortados o desgarrados. No había allí nada que Tommy-Ray no hubiera visto ya en los cómics que leía a los seis años, o en el tren fantasma de las ferias. Horrores los hay por todas partes, a poco que se mire. En los cromos del chicle, por ejemplo, y en las caricaturas de los suplementos dominicales, o en los dibujos de las camisetas, y en las portadas de los álbumes. Tommy-Ray esbozó una sonrisa. El horror era por doquier la avanzadilla de su imperio. No había sitio que no hubiera sido tocado por el dedo del Chico de la Muerte.

El más rápido de los fantasmas, su primer devoto, era un hombre que parecía haber muerto joven, y hacía poco tiempo. Llevaba unos vaqueros demasiado grandes para él y una camisa entallada, adornada con una mano que hacía el signo de joder al mundo entero. También llevaba sombrero, y se lo quitó al llegar a poca distancia de Tommy-Ray. Tenía la cabeza casi afeitada, dejando al descubierto varios feos cortes. Los que habían acabado con su vida, sin duda. Ya no manaban sangre; lo único que salía de ellos era el gemido de viento que sus intestinos producían.

Se detuvo a poca distancia de Tommy-Ray.

—¿Puedes hablar? —le preguntó el Chico de la Muerte.

El otro abrió una boca muy grande, pero él la hizo más grande aún, y comenzó a responder como mejor sabía, expulsado el sonido de la garganta. Tommy-Ray, al observarle, recordó a un comediante de la televisión y que tragaba peces de colores vivos y luego los vomitaba. Aunque eso había ocurrido hacía varios años, el espectáculo que tenía delante lo avivó en su memoria. Un hombre
capaz
de volver su sistema del revés a fuerza de ejercicio, vomitando lo que tenía retenido en la garganta —no en el estómago, evidentemente, porque ningún pez, por muchas escamas que tenga, sobreviviría en ácido—, y el espectáculo le había dado náuseas, pero valió la pena. Ahora el joven del signo de joder en la camiseta repetía la escena, pero con palabras en vez de peces. Y las palabras acabaron por salir, pero tan secas como sus entrañas.

—Sí —dijo—, puedo hablar.

—¿Sabes quién soy? —preguntó Tommy-Ray.

El otro exhaló un gemido.

—¿Sí o no?

—No.

—Pues soy el Chico de la Muerte, y tú eres el hombre de joder. ¿Qué tal? ¿Verdad que hacemos buena pareja?

—Tú te encuentras aquí por nosotros —dijo el hombre muerto.

—¿Qué quieres decir?

—No estamos enterrados, no estamos benditos.

—Pues no esperéis ayuda de mí —repuso Tommy-Ray—, porque no voy a enterrar a nadie. He venido aquí porque éste es mi sitio ahora. Voy a ser el rey de los muertos.

—¿Sí?

—Puedes estar seguro de ello.

Otra de las almas perdidas —una mujer de anchas caderas— se había acercado, y vomitó algunas palabras.

—Tú…
reluces.

—¿Ah, si? —respondió Tommy-Ray—, pues no me sorprende, la verdad. También tú. Y mucho.

—Somos el uno para el otro —dijo la mujer.

—Todos somos uno —escupió un tercer cadáver.

—Ahora te haces idea.

—Sálvanos —pidió la mujer.

—Ya se lo he dicho al hombre de joder —dijo Tommy-Ray—. No estoy dispuesto a enterrar a nadie.

—Te seguiremos —dijo la mujer.

—¿Seguirme? —preguntó Tommy-Ray,

Un escalofrío de emoción le recorrió la espalda ante la idea de volver a Grove con tal séquito a la zaga. A lo mejor había otros cementerios que visitar por el camino, y entonces podría ir engrosando su séquito.

—Me gusta la idea —dijo—, ¿pero cómo?

—Tú vas delante. Nosotros te seguimos —fue la respuesta.

Tommy-Ray se levantó.

—¿Por qué no? —dijo. Y emprendió la vuelta al coche. Mientras iba pensando: «Esto va a ser mi final…» Y, al tiempo que lo pensaba, se decía que le daba igual. De vuelta detrás del volante, miró al cementerio. Ahora soplaba viento, y, a través de él, le pareció ver
disolverse
el séquito que acababa de adquirir; sus cuerpos se deshacían como si fuesen de arena, y cada fragmento se iba volando por su lado. Motas de aquel polvo le dieron en el rostro. Tommy-Ray cerró los ojos, molesto por dejar de ver aquel espectáculo. Aunque los cuerpos desaparecían, sus aullidos se escuchaban igual. Aquellos fantasmas eran como el viento, o quizá
fuesen
el viento, que aullase para avisar de su presencia. Una vez completa su disolución, Tommy-Ray apartó la vista del viento y apretó el acelerador. El coche arrancó de un salto, levantando una oleada de polvo que se unió a los derviches que lo seguían.

Tommy-Ray tenía razón: había otros cementerios a lo largo del camino, y se podían recoger más fantasmas.
Siempre tendré razón a partir de ahora,
pensó.
La muerte nunca se equivoca, nunca.
Encontró otro cementerio a una hora de distancia en coche del primero, y el polvo de almas a medio disolver iba y venía contra su tapia delantera como un perro que se rebela contra la trailla. Todos impacientes en espera de la llegada del amo. Se diría que la noticia había corrido de cementerio en cementerio. Aquellas almas lo esperaban, impacientes por unirse a su séquito. Tommy-Ray ni siquiera necesitó detener el coche. Cuando se acercaba, la tormenta de polvo salió a su encuentro, y durante un instante, cubrió el vehículo en su apresuramiento por reunirse con las otras almas que iban tras él. Tommy-Ray, sin detener el coche, siguió su camino.

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