Read El frente Online

Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaco, #Thriller

El frente (18 page)

BOOK: El frente
4.37Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¿Estás bien?

—¿Win?

—¿Win?

Abre los ojos, las luces se encienden en la casa, y Raggedy Ann está de pie encima de él, esta vez vestida de modo un tanto diferente. Lleva un polo, pantalones anchos con bolsillos, una pistola en la cadera. Stump, Lamont y un tiarrón de traje con el pelo tupido y canoso.

—Es mi maldita casa, tengo derecho a estar aquí —dice Lamont.

Win nota un dolor de mil demonios en la cabeza. Se toca un enorme chichón y se mira la sangre en la mano.

—Viene una ambulancia de camino —dice Stump, que se acuclilla a su lado.

Él se incorpora y lo ve todo negro un instante.

—¿Me has golpeado tú o se lo tengo que agradecer a algún otro? —dice Win.

—Creo que ha sido cosa mía —confiesa Raggedy Ann.

Se presenta como la agente especial McClure, del FBI. El tiarrón de traje es Jeremy Killien, de New Scotland Yard. Ahora que Win está al tanto de todo el reparto, sugiere que tal vez convendría emitir una orden de búsqueda, una OBÚS, a nombre de Cal Tradd, ya que probablemente es un atracador de bancos, además de ladrón de cobre, y el fin que tenía al atraer allí a la fiscal de distrito era el de amenazarla y chantajearla. Monique y Win montaron todo el tinglado, como parte de una operación encubierta que acaba de irse al garete. Lamont le ve relatar la historia sin un mero destello de gratitud en la mirada por estar salvándole el cuello.

—¿Qué operación encubierta? —pregunta McClure, desconcertada.

Win se frota la cabeza y dice:

—Monique y yo llevamos una temporada siguiéndole los pasos a un tipo. Estamos al tanto de cómo me sigue, y cómo luego empezó a seguirla a ella, por no hablar de su maniática obsesión con cubrir los crímenes que, según sospechamos, él mismo estaba cometiendo. Un típico comportamiento sociopático. Un niño prodigio de diecisiete años, bueno, en realidad dieciséis, cumple los años el mes que viene, protegido y controlado toda su vida, hasta que por fin se fue a estudiar a la universidad, más joven de lo habitual para un alumno de primer curso.

El semblante de Lamont no trasluce nada, pero Win no tiene la menor duda de que no lo sabía. Ni siquiera ella se rebajaría hasta el punto de acostarse con un menor, si es eso lo que han estado haciendo los dos cuando se reunían en la misma casa que probablemente Cal ha estado destrozando para llevarse todo el cobre. Y luego sacar fotografías. Como recuerdo, tal como ha hecho en otras muchas casas. Delitos para disfrutar, no porque le haga falta dinero. Hay que ver, un supercriminal. Hace reportajes de sus propios robos de cobre, coleguea con la misma gente que investiga sus delitos e incluso se pasa por la piedra a la fiscal de distrito. Vaya niño prodigio.

—Esto es una auténtica vergüenza —dice Killien, asqueado.

—¿De quién ha sido la brillante idea de cortar la electricidad? —Win mira a McClure—. Vaya, vaya, muchachos. El maldito FBI. Y luego, ¿qué? —Mientras se frota la cabeza—. ¿Habéis llamado a la compañía eléctrica para que vuelvan a conectarla? Qué maravilla tener contactos así. Sin intención de hacer ningún juego palabras. —A Stump—. No me hace falta ninguna ambulancia. —Se vuelve a tocar el chichón en la cabeza—. A decir verdad, me siento más inteligente. ¿No es verdad que algunas personas a las que golpean en la cabeza con una linterna acaban teniendo un coeficiente intelectual más elevado?

—¿Qué operación encubierta? —A Stump no le hace ninguna gracia.

No se la hace a nadie. Todo el mundo lo mira con cara de pocos amigos.

—A mí nunca me mencionaste ninguna operación encubierta —dice Stump.

—Bueno, tú tampoco fuiste precisamente franca conmigo. Al menos no con respecto a la agente especial Raggedy Ann.

—Me llamo McClure —le corrige la agente del FBI.

—Una huella en una lata de Fresca —le dice Win a Stump—. Una huella en una nota entregada en mi apartamento. Ninguna coincidencia en la base de datos AFIS, lo que significa que la persona que las dejó no cumplió ninguna sentencia en la cárcel por acuchillar a su chulo, maldita sea. Y desde luego no tiene antecedentes penales en absoluto. Y ahora que sé que es del FBI, una no sé qué secreta, no me sorprende que no aparezcan las huellas en su expediente para poder excluirlas.

—No podía contártelo —se defiende Stump.

—Ya lo entiendo —responde Win—. Naturalmente, no podías contarme que esa Raggedy Ann era en realidad una confidente que es en realidad una agente del FBI que me está espiando porque en realidad espía a Lamont.

—Me parece que debería volver a tumbarse —le advierte Killien.

Stump sigue explicándose:

—Al ver que estabas tan decidido a seguirla, tuve que pergeñar el asunto de Filippello Park, hacer que entregara la nota y todo lo demás, para que diera la impresión de que no tenía otra alternativa que reconocer que era una confidente, logrando así que dieras marcha atrás antes de averiguar que era del FBI. Ya sabes cómo va eso. No delatamos a nuestros confidentes, y si te hubiera facilitado esa información sin problemas, habrías abrigado sospechas. Así que tenía que inventarme algo. Tenía que dar la impresión de que no tenía otra alternativa que cargarme su tapadera y ordenarte que te mantuvieras alejado de ella.

Se sostienen la mirada un momento.

—Lo siento —dice Stump.

—Entonces, ¿a qué viene esta fiesta? —pregunta Win a todos los presentes—. ¿Qué hacemos aquí? Porque no se trata de Janie Brolin, y no se trata de Cal Tradd.

—Me parece que la respuesta más sencilla es que estamos aquí debido a su fiscal de distrito —le dice Killien a Lamont—. Huérfanos rumanos. Grandes transferencias de dinero, que llamaron la atención sobre sus cuentas, despertaron el interés del FBI, de Seguridad Interna, también de Scotland Yard, por desgracia.

—Lo que debería hacer es meteros un pleito de aúpa a todos y cada uno —se revuelve Lamont.

Y McClure le responde:

—Sus mensajes electrónicos con…

—Con Cal. —Lamont se adjudica un papel que nadie desempeña mejor que ella: otra vez la fiscal de distrito—. Creo que el investigador Garano ha dejado claro lo que hemos estado haciendo desde que empezaron los atracos a bancos y robos de cobre en serie aquí en el condado de Middlesex. Esa parte de nuestra operación encubierta era mi contacto con Cal, que ha sido, por decirlo con tacto, interesante.

—¿Sabías que estaba en contacto por correo electrónico con Cal Tradd? —le pregunta Stump a McClure.

—No. No sabíamos a quién enviaba los correos. La dirección IP nos remitía a Harvard. Un código de ordenador no sirve de nada a menos que encuentres el ordenador para compararlo…

—Ya sé cómo va eso.

Probablemente le caía mejor McClure cuando era Raggedy Ann.

—El correo más reciente indicaba que se encontraría con esa persona de interés… —empieza a decir McClure.

—Cal —puntualiza Lamont—. Que me encontrara con él en el sitio de siempre a las diez. Lo que quería decir aquí a las diez.

—Él no se ha presentado —apunta Killien.

—Probablemente ha visto la muchedumbre que bramaba en el horizonte y se ha largado —dice Win—. El chaval está acostumbrado a zafarse de la poli. Tiene un radar para eso. Así que aparecéis vosotros y mandáis al cuerno todo lo que Monique y yo llevábamos meses preparando. Y ése es el problema cuando uno monitoriza los contactos por correo electrónico, ¿verdad? Sobre todo cuando estás encubierto y controlas el correo de otra persona que también está encubierta, una operación secreta que investiga lo que resulta ser otra operación secreta, y todo el mundo acaba escaldado.

* * *

Dos noches después, en el Club de Profesores de Harvard.

Ladrillo de estilo renacentista georgiano, retratos antiguos en paredes revestidas de caoba, candelabros de bronce, alfombras persas, los habituales arreglos de flores frescas en la entrada, tan familiares y con el objeto de hacerle sentir fuera de lugar. No es culpa de Harvard, sólo otra de las sutilezas de Lamont, que siempre queda con él en el Club de Profesores cuando necesita sentirse poderosa, o más poderosa de lo habitual, bien porque se siente secretamente insegura o bien porque le necesita, o las dos cosas.

Win toma asiento en el mismo sofá antiguo en el que siempre se sienta, con el tictac de un reloj de caja como recordatorio de que Lamont lleva un minuto de retraso, dos minutos, tres, diez. Ve a la gente ir y venir, todos esos académicos, dignatarios y conferenciantes de paso, o familias de renombre que vienen de visita para investigar si deben enviar allí a sus renombrados hijos. Si algo le gusta de Harvard es que es como una inestimable obra de arte. Uno nunca la posee; nunca se la merece. Sencillamente tiene el privilegio de visitarla durante una temporada, y es mucho mejor persona de resultas de esa asociación, aunque la institución no lo recuerde. Probablemente nunca fuera consciente siquiera de su presencia. Eso es lo que le entristece de Lamont, por mucho que la deteste en ocasiones, que le parezca despreciable en ocasiones.

Lo que ella tiene nunca será suficiente.

Lamont irrumpe cerrando el paraguas y se sacude la lluvia del abrigo al tiempo que se lo quita, camino del guardarropa.

—¿Te has dado cuenta de que siempre que nos reunimos aquí llueve? —le pregunta Win mientras se dirigen hacia el comedor y toman asiento en su mesa de costumbre, junto a un ventanal con vistas a la calle Quincy.

—Me hace falta una copa —dice ella—. ¿Y a ti? —Esboza una sonrisa tensa, sin apenas contacto visual.

Esto no puede resultarle fácil a Lamont; busca al camarero y decide que puede estar bien pedir una botella de vino. ¿Blanco o tinto? Win dice que le da igual.

—¿Por qué lo hiciste? —pregunta al tiempo que alisa la servilleta de lino sobre el regazo y tiende la mano hacia el vaso de agua—. Los dos sabemos, y lo digo para que quede constancia, que esta conversación no sólo no volverá a tener lugar, sino que nunca lo ha tenido.

—Entonces, ¿para qué molestarse? —replica él—. ¿Para qué me invitas a cenar si lo único que querías era hablar de no hablar y arrancarme la promesa de que nunca hablaríamos de no volver a hablar?

—No estoy de ánimo para juegos de palabras.

—Entonces, dispara. Te escucho.

—La Fundación de Derecho Internacional —dice ella—. La fundación de mi padre.

—Creo que a estas alturas todos sabemos qué es la FDI. o en qué la has convertido: una sociedad limitada, una tapadera para proteger y escudar a la persona detrás de la adquisición de una ruina victoriana de varios millones de dólares que llevará años remozar. Es una pena que no escogieras algún otro nombre, no puedo por menos de preguntarme por el karma asociado con la elección del nombre de un padre que siempre te trató como a…

—Me parece que tú no eres quién para hablar de mi padre.

Llega el camarero con una cubitera plateada y una estupenda botella de Montrachet. La descorcha y Lamont la cata. Dos copas llenas, el camarero ausente, y ella empieza a consultar el menú.

—No recuerdo lo que sueles pedir aquí. —Cambia de tema.

Win lo retoma.

—Creo que estoy más autorizado a hablar de tu padre que cualquier otra persona que conozcas, porque, al final de la jornada, Monique, es él la razón de que te hayas metido en un lío que podría…

—No me hace falta oír tu versión de lo que podría haber ocurrido. —Bebe el vino—. ¿De veras te sorprende que me comprara otra casa? ¿Que quizá no quiera seguir viviendo en la misma? Tal vez paso muy poco tiempo allí, apenas nada. En realidad, alquilé un apartamento en el Ritz, pero ir y volver a Boston en coche no me hace mucha gracia.

—Entiendo por qué compraste una casa. Entiendo por qué quieres deshacerte de la que tienes ahora. Lo que no llegué a entender es cómo pudiste pasar allí una sola noche más después de lo que ocurrió. —Todo ello dicho con cautela—. Pero vamos a analizar la concatenación de sucesos y cómo ciertas cuestiones emocionales subyacentes te predispusieron a algo que no quieres que se repita, nunca.

Ella mira en torno para asegurarse de que nadie los está escuchando, contempla la lluvia, el alumbrado de gas y los lustrosos adoquines, su rostro afectado por la tristeza un instante.

—Tu padre murió el año pasado —continúa Win en voz queda, acercándosele para imprimir trascendencia a la conversación, con los codos sobre el mantel blanco—. Te dejó a ti la mitad de todo. No es que antes te faltara de nada, pero ahora tienes lo que la mayoría de la gente considera una fortuna. Aun así, eso no justifica tu comportamiento a partir de ese momento. Tú nunca has sido pobre, así que para que te hayas convertido en una manirrota que despilfarra a espuertas tiene que estar ocurriendo algo más. Cientos de miles de dólares en ropa, un coche, quién sabe qué más, todo en efectivo. Millones en una casa cuando ya posees una casa de varios millones de dólares, y alquilas alojamiento en el Ritz. Pasta, más pasta, montones de pasta que se transfieren de un banco francés a un banco de Boston, a quién sabe cuántos bancos.

—Mi padre tenía cuentas bancadas en Londres, Los Ángeles, Nueva York, París, Suiza. ¿Cómo se transfieren grandes cantidades de dinero si no es por medio de giros bancarios? La mayoría de la gente no se sirve de maletines. Y pagar en efectivo la ropa, los vehículos, es lo que he hecho siempre. No hay que comprar nunca a crédito cosas que empiezan a depreciarse en el instante en que sales por la puerta del comercio. ¿Por lo que respecta a la casa en Brattle? En este mercado tan espantoso, la obtuve casi regalada en comparación con lo que valdrá una vez la remoce, cuando llegue el día en que se recupere nuestra economía, si alguna vez llega. No me hacía falta una hipoteca para obtener deducciones fiscales, y lo cierto es que no me apetece hablar contigo de los pormenores de mi cartera financiera.

—El caso es que transferiste enormes sumas de dinero, hiciste inmensas adquisiciones en metálico, te abandonaste a un derroche impropio de ti hasta la fecha, y te conozco desde hace una buena temporada. Hiciste donaciones a organizaciones benéficas que no te molestaste en comprobar. Luego te involucras con…

—Nada de nombres. —Levanta la mano.

—Qué conveniente poseer una casa en la que no vives y que no está a tu nombre —observa Win—. Un buen lugar para tener un par de encuentros. O tres o cuatro. Sería mala idea celebrar esos encuentros en el Ritz. O en una casa donde los vecinos te conocen y quizá te observan por la ventana. No es adecuado tener encuentros en alojamientos universitarios. —Toma un sorbo de vino—. Con un universitario. —Levanta la copa—. Esto es bastante bueno.

BOOK: El frente
4.37Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Gambling With the Crown by Lynn Raye Harris
Hero at Large by Janet Evanovich
Control Me by Shanora Williams
One Child by Torey L. Hayden
A Thunder Canyon Christmas by RaeAnne Thayne
Staverton by Caidan Trubel
Attack of the Amazons by Gilbert L. Morris