El frente (17 page)

Read El frente Online

Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaco, #Thriller

BOOK: El frente
5.08Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Me parece que no hay nada relacionado con este caso que pueda considerarse una buena noticia. Para ti, probablemente no son buenas noticias, y si Jeremy Killien no viniera de camino a Estados Unidos o no estuviera ya aquí, te aconsejaría que lo pusieras al tanto de que probablemente no necesita desperdiciar el tiempo de Scotland Yard en…

—¿Viene de camino? ¿Y cómo te has enterado?

—Me lo dijo una de sus colegas. Viene a Estados Unidos. No sé cuándo y no sé por qué.

—Debe de ser por otra razón. No debido a nuestro caso. —No parece muy segura de ello—. Es inimaginable que venga sin hablarlo conmigo antes.

Enciende una lámpara de vidrio de diseño, con la ventana oscura a su espalda. Las luces en los edificios circundantes están desdibujadas por la niebla. Va a llover, y Lamont detesta la lluvia. La detesta hasta tal punto que una vez dio a entender que podría padecer un trastorno afectivo estacional. Unas Navidades Win llegó incluso a comprarle una caja luminosa que supuestamente imitaba la luz solar y mejoraba el estado de ánimo. No funcionó. No hizo más que fastidiarla. El mal tiempo es mal momento para las malas noticias.

—Es muy probable que Janie Brolin sufriera artritis reumatoide, seguramente desde la niñez —le explica Win—. Tal vez debido a que su padre era médico, parece ser que recurrió a un tratamiento bastante innovador con aurotiomalato sódico. ¿Te suena?

—No —responde con impaciencia, como si tuviera que ir a algún sitio y eso la pusiera nerviosa.

—Sales de oro, utilizadas para el tratamiento de la artritis crónica. Es difícil precisar la dosis. Es posible que fuera entre diez y cincuenta miligramos a la semana. Tal vez fuese menos a intervalos superiores, administradas por inyección. Entre los posibles efectos secundarios están los trastornos sanguíneos, dermatitis y tendencia a que aparezcan magulladuras con facilidad, lo que explicaría el exceso de moretones por todo el cuerpo. Además de la crisiasis corneal…

Lamont se encoge de hombros, uno de sus gestos en plan «no sé adónde quieres llegar». Es la manera que tiene de tratarlo como si ella se aburriera y él fuera estúpido. Se está poniendo tensa por momentos, y levanta la mirada intermitentemente hacia el reloj de cristal veneciano en la pared delante de su mesa.

—El oro se deposita en las córneas, lo que no provoca trastornos visuales…, en otras palabras, no daña la visión. Pero al examinar los ojos con una luz, se ven unas diminutas motas metálicas de tono pardusco, como las que se le detectaron en la autopsia —dice Win.

—¿Y bien?

—Pues que todo parece indicar que no era ciega, sino que padecía de fotosensibilidad, otro posible efecto secundario de la terapia con oro. Y la gente con sensibilidad a la luz suele llevar gafas de sol.

—¿Y qué?

—Pues que no era ciega.

—¿Y qué?

—Pues que sencillamente no quieres oírlo, ¿no?

—¿Oír el embrollo que tienes en la cabeza? No tengo tiempo para desentrañarlo.

—Creo que Janie Brolin fue víctima de la mafia, igual que su novio, Lonnie Parris. Su apartamento estaba en el corazón de la zona mafiosa de Watertown. Ella era del todo consciente de lo que ocurría a su alrededor porque no era ciega, lo que significa que sin lugar a dudas debió de ver quién llamaba a su puerta aquel cuatro de abril, lo que implica que probablemente era alguien en quien confiaba lo bastante como para franquearle el paso. No necesariamente su novio, Lonnie Parris, que no la asesinó, como tampoco la asesinó el maldito Estrangulador de Boston. Creo que, para cuando Lonnie se presentó para llevarla a Perkins, ya estaba muerta. Entró y se la encontró allí.

—Estoy esperando a que me digas sobre qué basas todas esas suposiciones, sea lo que sea. De hecho, estoy esperando a que algo de lo que estás diciendo cobre sentido —responde Lamont.

—Dos días antes, el dos de abril —dice Win—. Un lugarteniente de la mafia que vivía enfrente de Janie se sirvió de sus contactos en el Registro de Vehículos de Motor para obtener una matrícula con el fin de averiguar la dirección de cierto miembro de un jurado que, a diferencia de todos los demás integrantes, se negaba a declarar inocente al acusado. Uno de los muchachos del lugarteniente estaba siendo juzgado por asesinato. Además de negarse a cooperar, este miembro del jurado también hizo un comentario desafortunado e insultó a ese mismo lugarteniente. Compruébalo. Dio mucho que hablar en la prensa.

Lamont. Esa mirada suya, imperturbable como la de un gato.

—El inoportuno comentario dio a entender que ese lugarteniente de la mafia y J. Edgar Hoover se montaron un trío con otro alto funcionario del FBI. Por cierto, no es que no se hubieran insinuado antes cosas por el estilo, pero en este caso, el lugarteniente en cuestión, el vecino de Janie, hizo que dos de sus muchachos se presentaran en la casa del miembro del jurado, lo secuestraran y lo llevaran a casa del mafioso. No se trataba de convencerlo de que cambiara de parecer, sino de vengarse. Así que acaba muerto. Su cadáver va a parar al maletero y nunca se vuelve a saber de él. Eso se averiguó a partir de otros casos posteriores, testimonios de confidentes, etcétera.

—Y eso, ¿con qué tiene que ver?

—Tiene que ver con el hecho de que aquella noche en particular, el dos de abril, según las notas que he encontrado, informes diversos y demás, oyeron discutir a Janie y a su novio en el apartamento de ella. La discusión se trasladó a la calle y culminó cuando su novio se largó con viento fresco en su coche.

—Igual es que soy muy obtusa —comenta Lamont.

—Janie estaba en casa la noche que el miembro del jurado fue asesinado justo enfrente y cargado en un maletero, Monique. Y no era ciega. Y cualquiera que la conociese debía de estar al tanto. Probablemente no averiguaremos nunca lo que ocurrió, pero es más que posible que la mañana del cuatro del abril, uno de los muchachos de la mafia se presentara en su puerta. Probablemente un vecino, alguien a quien conocía. Ella abre la puerta y ya está. Asesinada, todo escenificado para que parezca un homicidio sexual y un allanamiento de morada. Sin saber que forma parte del embrollo, Lonnie aparece, entra, hace el horrible descubrimiento y llama a la policía. Bum. Se presentan unos mañosos, lo cogen y también acaba muerto.

—¿Por qué?

—Probablemente vio lo mismo que Janie el dos de abril. Era una carga, o un chivo expiatorio. Hicieron que diera la impresión de que la había matado él y se había largado, y luego, accidentalmente, es atropellado por un coche. El problema es que no fue atropellado, sino que el vehículo le pasó por encima. ¿Cómo ocurrió tal cosa? ¿Se desmayó mientras cruzaba la calle en plena madrugada después de que Janie fuera asesinada?

—¿Borracho?

—Los análisis toxicológicos dieron negativo en drogas y alcohol. Buen plan. La muerte de Janie queda explicada. La muerte de Lonnie queda explicada. Fin.

—¿Fin? ¿Ya está?

—Ya está. ¿Tu teoría del Estrangulador de Boston? Por mucho que me rompa el corazón, ya la puedes olvidar. Más vale que llames al gobernador. Más vale que llames a Scotland Yard. Más vale que convoques una rueda de prensa, ya que tu caso internacional ha trascendido a los medios desde aquí hasta la luna. E Inglaterra no tiene nada que ver con esto salvo porque una joven inglesa perdió la vida a manos de unos malnacidos de la mafia que eran vecinos suyos mientras pasaba un año en Estados Unidos. Más le hubiera valido ser ciega.

—¿Y eso no salió a la luz durante la investigación? ¿Que en realidad no estaba ciega? —pregunta Lamont.

—La gente da las cosas por supuestas. Igual nadie lo indagó, ni se preocupó por ello ni creyó que fuera importante. Y luego está el factor encubrimiento. La policía, evidentemente, cooperó con la mafia, ya que, por lo visto, de eso va todo este asunto.

—Si no era ciega, ¿por qué demonios iba a trabajar con ellos? —indaga Lamont.

—Con ciegos, supongo que quieres decir.

—¿Por qué, si no lo era?

—Tenía una dolencia que le provocaba sufrimiento a diario. Le cambió la vida. La limitaba en ciertos aspectos. Le hacía esforzarse más, ser más valiente, también. Los milagros y la capacidad de convertir en oro todo lo que tocaba. Y nada acababa de funcionar. ¿Por qué no iba a preocuparse por el dolor y el sufrimiento ajenos?

—No le salió a cuenta, eso desde luego, maldita sea —replica Lamont—. Sigue siendo una gran historia, todo depende de cómo se cuente. No hay que andarse con reticencias. Es mejor que no venga de un comunicado a los medios ni de una rueda de prensa, en los que nadie confía, o al menos el público no confía, sobre todo en los tiempos que corren. —Sonríe conforme su arrebato de creatividad va cobrando fuerza—. Un periodista universitario.

—No lo dices en serio.

—Del todo. Totalmente en serio —asegura, y se levanta para coger el maletín—. No a través de mí, sino de ti. Quiero que te pongas en contacto con Cal Tradd.

—¿Vas a meter una noticia así en el maldito
Crimson
? ¿Un periódico para estudiantes?

—Él lo investigó, trabajó contigo, con nosotros, y vaya noticia tan estupenda. Se convierte en una historia sobre una noticia, justo lo que vuelve loca a la gente con esta fiebre de que «todo el mundo es periodista, todo el mundo es protagonista de su propia película». Desde luego que sí. Y, naturalmente, los medios en general se harán eco, lo difundirán a los cuatro vientos, y todos contentos.

Win sale tras ella, saca el iPhone que lleva al cinto y recuerda la nota en el billetero. La saca, la despliega y ya está marcando el número de Cal cuando repara en algo justo en el momento en que se cierran las puertas del ascensor que lleva a Lamont hasta la planta baja del palacio de justicia, camino de su coche. Levanta el papel de carta blanco, lo ladea en un sentido y en otro, apenas alcanza a ver las letras marcadas, una levísima sombra tras los números de teléfono que escribió Cal con pulcrísima caligrafía.

Una «C», y «SA», y lo que parece una «A» seguida de una exclamación. Regresa a toda prisa a su despacho, coge una hoja de papel de impresora, un lápiz, mientras recuerda su conversación con Stump en el laboratorio criminalístico itinerante, su análisis de la nota utilizada en el atraco a un banco más reciente. Una nota exactamente como las otras tres en tres atracos previos. Pulcramente escrita a lápiz en una hoja de papel blanco de diez por quince, el mismo tamaño que la nota que le dio Cal. Win va elaborándola, alineando por medio de trazos de lápiz las letras marcadas con lo que recuerda de la nota del atraco al banco que le enseñó Stump.

VACÍA EL CAJÓN DEL DINERO EN LA BOLSA.

¡AHORA! TENGO UN ARMA.

La imagen en la cámara de vigilancia. El atracador era más o menos de la altura de Cal pero parecía más corpulento. No supone mayor problema, basta con ponerse varias prendas debajo del chándal holgado. La piel más oscura. El pelo moreno. Hay un millón de maneras de conseguirlo, incluido el maquillaje, el truco más antiguo del manual, y desaparece en unos minutos.

Una búsqueda rápida en el Centro de Información Criminal Nacional, el CICN. Cal Tradd. Su fecha de nacimiento y la ausencia de antecedentes, lo que explica por qué no hay huellas ni ADN en los archivos, aunque por lo visto no ha dejado restos de lo uno ni de lo otro, salvo, tal vez, una huella cobriza en un envoltorio de máquina desechable que produjo una reacción en contacto con Luminol igual que si se tratara de una huella de sangre.

Atracos a bancos y robos de cobre en toda la zona, salvo Cambridge, donde Cal va a la universidad, y Boston, de donde es oriundo, según cree Win.

Intenta ponerse en contacto con Lamont y la llamada es transferida al buzón de voz al primer tono. O está hablando por teléfono o lo tiene apagado. Prueba con Stump y ocurre lo mismo. No deja mensaje a ninguna de las dos, sino que sale a la carrera del palacio de justicia, saca el equipo de motorista del pequeño portaequipajes de la moto y arranca a toda prisa. Una tenue llovizna repiquetea contra la visera del casco y deja resbaladiza la calzada mientras Win serpentea por entre el tráfico en dirección a Cambridge.

Capítulo
10

El coche de Lamont está en el sendero de entrada de la destartalada mansión victoriana en la calle Brattle; no hay una sola luz encendida, ni rastro de nadie.

Win palpa el capó del Mercedes, que está caliente, y advierte el tenue piñoneo que suelen emitir los motores de coche justo después de apagarlos. Se dirige hacia un lateral de la casa, a cubierto, a la espera, escuchando. Nada. Transcurren unos minutos. Todas las ventanas están oscuras, nada que ver con la vela que cogió de la habitación donde encontró el colchón, el vino. Está ocurriendo algo distinto, según puede ver al mirar por la ventana que rompió la otra noche. El panel de la alarma está desconectado, no luce el piloto verde. Rodea la casa en busca de cables de electricidad cortados, en busca de cualquier indicio de por qué puede estar interrumpido el suministro. Nada, y regresa hacia la entrada trasera.

La llave no está echada, Win abre la puerta y oye pasos en el entarimado. El chasqueo impaciente de interruptores de la luz. Alguien va de habitación en habitación pulsando interruptores. Win cierra la puerta a su espalda, con fuerza, de manera que quien está dentro, sea quien sea, aunque está convencido de que se trata de Lamont, sepa que acaba de entrar alguien.

Los pasos se dirigen hacia él, y Lamont pregunta en voz alta:

—¿Cal?

Win camina en dirección a su voz.

—¿Cal? —vuelve a preguntar ella—. No hay luz en ninguna parte. ¿Qué ha pasado con la luz? ¿Dónde estás?

Un interruptor chasquea arriba y abajo en la estancia al otro lado de la cocina, que antaño probablemente fue un comedor. Win enciende la linterna y encauza el haz oblicuamente para no cegarla.

—No soy Cal —dice, y dirige la luz hacia una pared de manera que los ilumine a ambos.

Están tal vez a un par de metros el uno del otro en medio de una estancia vacía y cavernosa con entarimado de madera antigua y molduras ornamentadas.

—¡Qué haces aquí! —exclama ella.

Él apaga la linterna. Oscuridad absoluta.

—¡Qué haces! —Parece asustada.

—Chsss —dice él, que se le acerca y la coge por el brazo—. ¿Dónde está?

—¡Suéltame!

La lleva hacia la pared y le dice en un susurro que se quede allí mismo. «No te muevas. No hagas un solo ruido», y luego Win aguarda junto al umbral, a tres metros escasos de ella, aunque es como si fueran kilómetros. Espera a Cal. Largos, tensos minutos, y un sonido. Se abre la puerta trasera. El haz de una linterna entra en la habitación antes que la persona, y luego confusión cuando Win aferra a alguien, se produce un forcejeo, y se oyen pasos procedentes de todas partes. Stump empieza a gritar, y luego nada.

Other books

The Guy Next Door by Lori Foster
Droids Don't Cry by Sam Kepfield
Her Baby Dreams by Clopton, Debra
The Multiple Man by Ben Bova
Death of a Robber Baron by Charles O'Brien
Highland Groom by Hannah Howell
Caleb's Wars by David L. Dudley
The Statement by Brian Moore
The River Charm by Belinda Murrell