El evangelio del mal (46 page)

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Authors: Patrick Graham

BOOK: El evangelio del mal
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Capítulo 138

—Marie, ¿me oye?

Carzo se muerde los labios para no gritar mientras los dedos de Parks se cierran todavía más alrededor de los suyos. Al bajar los ojos, observa que un ancho tajo acaba de aparecer en el antebrazo de la joven y que unas gotas de sangre caen al suelo. La fusión está volviéndose irreversible.

—¿Adónde nos llevan? ¡Señor! ¿Adónde nos llevan?

El exorcista clava las uñas con todas sus fuerzas en la muñeca de Marie para obligarla a que lo suelte. La mano de la joven se abre. El sacerdote masajea sus dedos doloridos; luego rasga el envoltorio de una jeringuilla esterilizada con la que aspira el contenido de otro frasco. Un antídoto destinado a provocar un choque nervioso que la haga volver. Entre la carne enflaquecida de Marie, las venas laten bajo la piel. Carzo ata firmemente su brazo con ayuda del torniquete y pincha a ojo. Las venas están tan duras que tiene que intentarlo dos veces antes de conseguir clavar la aguja en una. Inyecta la mitad de la jeringuilla. En el mismo momento, Parks empieza a gritar como una loca gesticulando como si se debatiera contra una fuerza invisible.

Después de haber apagado el fuego y revuelto las brasas en busca de los restos del evangelio, los Ladrones de Almas arrastran a las monjas supervivientes hasta el refectorio, donde las atan sobre las mesas. Atan asimismo a la madre Gabriella en su sillón para que no se pierda ni un detalle del espectáculo y acto seguido profanan a las religiosas con tizones y las desollan con cuchillas al rojo vivo. En vista de que no obtienen ninguna respuesta, les revientan los ojos y les rompen los dedos con pinzas. Después les machacan los dedos de los pies a mazazos y les atraviesan los brazos y las piernas con grandes clavos oxidados.

—¡Marie, despierte, se lo suplico!

La mayoría de las recoletas han sucumbido a estas torturas. Las demás se han vuelto locas y chillan de tal modo que los Ladrones de Almas se ven obligados a cortarles el cuello para acallar sus gritos. A continuación se ensañan con la madre Gabriella. Luego la dejan sobre la mesa y salen del refectorio para registrar el convento. Silencio. El crepitar de las antorchas. Los chillidos de las ratas que corren en la oscuridad para lamer los charcos de sangre.

Atrapada en el cuerpo de la recoleta, Parks es puro dolor. La madre Gabriella, en carne viva, intenta contener la respiración para morir cuanto antes. No lo consigue. Entonces comienza a tirar de sus ataduras y se queda petrificada. Un nudo mal hecho acaba de soltarse. Da un tirón y consigue liberar un brazo cubierto de sangre. Se retuerce unos minutos más sobre la mesa con los dientes apretados para no gritar; luego, la anciana religiosa se incorpora y apoya sus pies mutilados en las baldosas del refectorio. Atraviesa la sala. Una puerta. La madre Gabriella se aventura por los pasillos, recorre cojeando un centenar de metros hasta un gigantesco tapiz de Mortlake y lo levanta, dejando un rastro de sangre en la pared. Un chasquido. Un pasadizo secreto acaba de abrirse. La anciana recoleta se adentra en él. El lienzo de pared se cierra.

—Marie, ¿me oye?

Una escalera circular de piedra desciende por el vientre de la montaña. Mientras avanza pegada a las salas prohibidas, la recoleta se detiene un momento para escuchar a través de las paredes los gritos lejanos de los Ladrones de Almas, que hablan de una habitación a otra. Han descubierto algo: huesos calcinados en el hogar de las chimeneas. Tendrán que registrar los estantes y tantear las paredes durante horas antes de comprobar que el evangelio ya no está allí. Después subirán de nuevo para torturar a su prisionera.

La madre Gabriella ha reanudado la marcha. Haciendo muecas de dolor, Parks titubea con ella en las tinieblas, reprimiéndose para no gritar cada vez que da un paso.

Al llegar al final de la escalera, la anciana religiosa se desvía por una galería estrecha hasta el pozo de los residuos, donde revuelve febrilmente las inmundicias. Nota que sus viejas manos se cierran sobre la bolsa de lona y el hatillo de cuero. Después retrocede reptando por el conducto hasta el pasadizo que desciende en suave pendiente hacia el valle. En ese momento es cuando Parks siente que su mente se separa de ella. En ese momento, los dolores que torturaban su cuerpo comienzan a atenuarse. Marie, sola, contempla a la anciana recoleta que se aleja cojeando hacia el final del túnel. Se sobresalta. Una voz lejana la llama en las tinieblas:

—¡Parks, por el amor de Dios, despierte!

A medida que el antídoto recorre sus venas, el cuerpo de Marie empieza a rejuvenecer ante los ojos de Carzo. La piel de su rostro cobra firmeza y su cabello se oscurece. Luego, el sacerdote ve cómo se hunde el pecho de la joven mientras ella se incorpora buscando aire como si estuviera ahogándose. «Dios mío, se ahoga…»

Carzo la empuja hacia delante y le da unas palmadas en la espalda con todas sus fuerzas para obligarla a respirar. Una hipada. Mientras su pecho se eleva, Parks profiere un largo grito de terror.

Capítulo 139

Una vez dentro de los Archivos secretos del Vaticano, Valentina se quita los zapatos de tacón para no borrar los indicios y saborea durante un momento la tibieza del entarimado. Después se pone unos guantes de látex y avanza entre las estanterías de cedro que sostienen hileras de expedientes y de pergaminos ordenados por fecha. Impresionada por el silencio del lugar, tiene la sensación de estar recorriendo los departamentos desiertos de unos grandes almacenes donde se hubiera quedado encerrada durante la noche. Por lo que ha oído decir, en esta sala se encuentran archivados los procesos de Galileo y de Giordano Bruno, así como el discurso de Colón ante los sabios de la Universidad de Salamanca que se negaban a creer que la Tierra era redonda.

Deteniéndose en medio de la sala, deja escapar un suspiro de desaliento. Si de verdad debe encontrar las siete obras de Carzo entre los miles de manuscritos que atestan las estanterías, tiene para años. Así que lo mejor será empezar por descubrir en qué parte de la sala están. Por lo que recuerda, el padre Carzo le dijo a Ballestra que esos manuscritos se encontraban en la «gran» biblioteca de los Archivos. Valentina gira sobre sí misma y cuenta no menos de seis, una de las cuales, inmensa, cubre la totalidad de la pared del fondo.

Con la linterna entre los dientes, pasa un dedo por el suelo que queda delante de las primeras bibliotecas. Ni la menor mota de polvo. Se dirige hacia la sexta, tan alta que está provista de cuatro escaleras de mano con ruedas. Hasta allí, la tarima reflejaba el haz de luz de la linterna tan fielmente como lo habría hecho un espejo. Pero cuanto más se acerca la inspectora a la biblioteca, más intensidad parece perder el reflejo luminoso, como si la naturaleza del suelo estuviera cambiando… o, más bien, como si los que lo han pulido se hubieran detenido ahí. Una película de polvo, cada vez más espesa a medida que el haz luminoso se acerca al pie de la biblioteca, cubre el suelo.

Valentina se agacha y pasa un dedo por la tarima. Unas partículas negras y unos hilos de telaraña se adhieren al guante. Se diría que un pasadizo muy antiguo se ha abierto en ese lugar y ha cubierto la tarima con la suciedad que contenía.

Con ayuda de la linterna, no tarda en localizar unas huellas de sandalia sobre el polvo. Siguiéndolas una a una, el haz de luz se detiene sobre la más alejada: media huella; el resto desaparece bajo la biblioteca. Alguien ha permanecido de pie en medio de la nube de polvo en el momento en que el pasadizo se ha abierto.

Capítulo 140

—¿Está segura de que quiere volver?

Parks mueve lentamente la cabeza en señal de asentimiento. El terror que ha experimentado durante la primera sesión de hipnosis todavía hace latir la sangre en sus sienes. Carzo suspira.

—Lo que me preocupa son los estigmas.

—¿Los qué?

El sacerdote señala los brazos de Parks. La herida con la que ha regresado del trance se reduce ahora a una fina cicatriz en forma de media luna.

—¿Qué es eso?

—Una herida que ha aparecido en el momento en que Caleb atacaba a la madre Gabriella con el puñal. Ha empezado a cicatrizar en el instante en que usted ha despertado. Eso significa que su don es todavía más poderoso de lo que había imaginado y que sus trances son similares a los casos extremos de posesión. Si lo hubiera sabido, no la habría llevado ante los Ladrones de Almas. Por eso le pregunto si está realmente segura de querer ponerse en contacto con el inquisidor general Landegaard. Podría ser peligroso.

—No hasta que él llegue al convento de Bolzano. Leí sus informes secretos en el convento de las recoletas de Denver.

—Una parte de sus informes nada más. Solo Dios sabe si nuestras encantadoras bibliotecarias no destruyeron largos fragmentos.

—Por eso es por lo que quiere enviarme allí, ¿no?

—Sí.

—Entonces, vamos. Pero esta vez sin droga. El padre Carzo saca de su bolsa cuatro correas provistas de grandes hebillas y de cierres de seguridad.

—¿Qué hace?

—Son correas de las que se utilizan en los manicomios.

—Preferiría una pulsera.

—No bromeo, Marie. Cuando estaba en contacto con la madre Gabriella, ha estado a punto de triturarme la mano, y eso que se trataba simplemente de una anciana inofensiva. Ahora va a penetrar en la mente de un inquisidor general en la flor de la vida, un hombre de unos treinta años capaz de matar a un buey con sus manos.

El exorcista pasa las correas alrededor de los brazos y de los tobillos de Parks y las abrocha en la última hebilla sin que la joven tenga ni por un instante la sensación de estar atada. Sin embargo, es incapaz de mover un milímetro los miembros.

—Menudo invento…

—Está ideado para que los trastornados no tengan la sensación de estar inmovilizados en la cama. Eso les evita un aumento de ansiedad. Yo utilizo estas correas para mis pacientes en el estadio último de la posesión. Ninguno se ha quejado por el momento.

Parks intenta sonreír, pero tiene demasiado miedo para conseguirlo.

—Y esta vez, ¿cómo va a traerme de vuelta si las cosas toman un mal giro?

—Todavía no lo sé, pero seguro que se me ocurrirá la manera de hacerlo.

Un silencio.

—¿Está preparada?

Marie cierra los ojos y asiente con la cabeza.

—Vale. Ahora voy a mandarla al 11 de julio de 1348. Es el día que Landegaard llegó al convento. Su Santidad el papa Clemente VI lo mandaba para investigar sobre el silencio de las recoletas del Cervino.

—Un poco lento de reflejos, el tal Clemente.

—Chisss…, no hable. En la época en la que va a despertar, hace casi un año que la Peste Negra arrasa Europa. En Italia y Suiza, la plaga ha dejado tras de sí cientos de miles de muertos, ciudades desiertas y campos donde solo se oye el graznido de los cuervos y el aullido de los lobos.

Mientras las palabras de Carzo invaden su mente como si fueran bruma, Parks siente que su conciencia se disuelve poco a poco. Tiene la impresión de que su cuerpo está alargándose, como si abriera desmesuradamente los brazos y las piernas.

Capítulo 141

—Año 1348. En la primavera de ese año de tristeza y de desolación, Landegaard sale de Aviñón con sus notarios, sus carretas celdas y su guardia para hacer el censo de los conventos y los monasterios que han sobrevivido al gran mal. Su misión es doble y cruel; no solo debe comprobar que esas comunidades continúan existiendo, sino también asegurarse de que la desesperación y la soledad no las han hecho establecer comercio con el Demonio. Dispone, pues, de plenos poderes para juzgar y condenar a la hoguera a los monjes y a las religiosas culpables de extravío.

A medida que la voz de Carzo se aleja, Parks tiene la sensación de que su cuerpo deja de alargarse. Ahora sus brazos empiezan a llenarse de músculos duros como sogas. Sus hombros se hinchan con un crujido de cartílagos y de tendones. Su cuello y su cara se ensanchan y, mientras lo que le queda de conciencia se desgarra, tiene la certeza de que el volumen de sus piernas también empieza a aumentar. A continuación, su pubis se estrecha y su vientre se endurece como una piedra. Entre sus muslos ha empezado a crecer un sexo. La voz de Carzo todavía canturrea en la superficie de su mente:

—Una última cosa antes de que se duerma: para poder entrar en plena posesión de la mente de Landegaard, es muy importante que comprenda lo que es un inquisidor en estos tiempos tormentosos. En 1348, esos servidores del Papa son ante todo investigadores, buscadores de verdades. En contra de lo que dice la leyenda, raramente torturan y solo queman como último recurso. Su tarea consiste ante todo en recopilar testimonios y dirigir las investigaciones exculpatorias o incriminatorias, exactamente igual que un juez de instrucción de nuestra época. Por ello, cuando reciben el encargo de instruir un caso particularmente candente en el seno de una cofradía contaminada por el Demonio, suelen presentarse bajo el disfraz de viajero perdido. Una técnica de infiltración que les permite presenciar los desenfrenos de que se acusa a la comunidad en cuestión.

Mientras la voz de Carzo se atenúa progresivamente, Marie siente que una mezcla de olores penetra en sus fosas nasales. Efluvios de sudor y de mugre con los que ni la piedra alumbre ni el polvo de arena han conseguido acabar. Y olor de ropa. Una tela rasposa y tosca que le irrita la piel y que huele a humedad y a leña quemada.

—Esas misiones pueden durar desde unos días hasta varias semanas, y no es raro que a un inquisidor desenmascarado lo maten los miembros de la congregación en la que se ha infiltrado. Lo más frecuente es que los asesinos despedacen el cadáver y dispersen los trozos. Los criminales piensan que, de ese modo, cuando otro inquisidor se presente unos días más tarde con sus carretas y sus guardias, podrán escapar a su justo castigo. Pero ignoran un punto importante de los usos de esta extraña policía de Dios: siempre que un inquisidor infiltrado se siente amenazado de muerte o hace un descubrimiento importante, graba un mensaje en una roca a la salida del monasterio o en el duodécimo pilar del claustro, utilizando un código que solo los demás inquisidores saben descifrar.

A medida que Parks pasa al otro lado, el universo se ensancha de nuevo a su alrededor y otros olores empiezan a flotar en el aire.

Algunas de las hierbas aromáticas más intensas que haya aspirado nunca. Olor de piedra caliente y de hierba mojada. Aromas de setas, de menta y de conífera. Ese día había llovido y la tierra, rebosante de agua, restituía todas las fragancias que la impregnaban. Marie aguza el oído para captar la voz de Carzo, que murmura entre la brisa:

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